Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle

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Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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fuma cigarros indios con boquilla y lleva una navaja mellada en el bolsillo. Hay otros indicios, pero estos deberían ser suficientes para avanzar la investigación.

      Lestrade se echó a reír.

      —Me temo que continúo escéptico —dijo—. Las teorías están bien, pero nosotros tendremos que vérnoslas con un tozudo jurado británico.

      —Nous verrons —respondió Holmes muy tranquilo—. Usted siga su método, que yo seguiré el mío. Estaré ocupado esta tarde y probablemente regresaré a Londres en el tren de la noche.

      —¿Dejando el caso sin terminar?

      —No, terminado.

      —¿Pero el misterio...?

      —Está resuelto.

      —¿Quién es, pues, el asesino?

      —El caballero que le he descrito.

      —Pero ¿quién es?

      —No creo que resulte tan difícil saberlo. Esta zona no está tan poblada.

      Lestrade se encogió de hombros.

      —Soy un hombre práctico —dijo—, y la verdad es que no puedo ponerme a recorrer los campos en busca de un caballero zurdo con una pata coja. Sería el hazmerreír de Scotland Yard.

      —Muy bien —dijo Holmes, tranquilamente—. Ya le he dado su oportunidad. Aquí están sus aposentos. Adiós. Le dejaré una nota antes de marcharme.

      Tras dejar a Lestrade en sus habitaciones, regresamos a nuestro hotel, donde encontramos la comida ya servida. Holmes estuvo callado y sumido en reflexiones, con una expresión de pesar en el rostro, como quien se encuentra en una situación desconcertante.

      —Vamos a ver, Watson —dijo, cuando retiraron los platos—. Siéntese aquí, en esta silla, y deje que le predique un poco. No sé qué hacer y agradecería sus consejos. Encienda un cigarro y deje que me explique.

      —Hágalo, por favor.

      —Pues bien, al estudiar este caso hubo dos detalles de la declaración del joven McCarthy que nos llamaron la atención al instante, aunque a mí me predispusieron a favor y a usted en contra del joven. Uno, el hecho de que el padre, según la declaración, lanzara el grito de cuii antes de ver a su hijo. El otro, la extraña mención de una rata por parte del moribundo. Dese cuenta de que murmuró varias palabras, pero esto fue lo único que captaron los oídos del hijo. Ahora bien, nuestra investigación debe partir de estos dos puntos, y comenzaremos por suponer que lo que declaró el muchacho es la pura verdad.

      —¿Y qué sacamos del cuii?

      —Bueno, evidentemente, no era para llamar al hijo, porque él creía que su hijo estaba en Bristol. Fue pura casualidad que se encontrara por allí cerca. El cuii pretendía llamar la atención de la persona con la que se había citado, quienquiera que fuera. Pero ese cuii es un grito típico australiano, que se usa entre australianos. Hay buenas razones para suponer que la persona con la que McCarthy esperaba encontrarse en el estanque de Boscombe había vivido en Australia.

      —¿Y qué hay de la rata?

      Sherlock Holmes sacó del bolsillo un papel doblado y lo desplegó sobre la mesa.

      —Aquí tenemos un mapa de la colonia de Victoria —dijo—. Anoche telegrafié a Bristol pidiéndolo.

      Puso la mano sobre una parte del mapa y preguntó:

      —¿Qué lee usted aquí?

      —ARAT —leí.

      —¿Y ahora? —levantó la mano.

      —BALLARAT.

      —Exacto. Eso es lo que dijo el moribundo, pero su hijo solo entendió las dos últimas sílabas: a rat, una rata. Estaba intentando decir el nombre de su asesino. Fulano de Tal, de Ballarat.

      —¡Asombroso! —exclamé.

      —Evidente. Con eso, como ve, quedaba considerablemente reducido el campo. La posesión de una prenda gris era un tercer punto seguro, siempre suponiendo que la declaración del hijo fuera cierta. Ya hemos pasado de la pura incertidumbre a la idea concreta de un australiano de Ballarat con un capote gris.

      —Desde luego.

      —Y que, además, andaba por la zona como por su casa, porque al estanque solo se puede llegar a través de la granja o de la finca, por donde no es fácil que pase gente extraña.

      —Muy cierto.

      —Pasemos ahora a nuestra expedición de hoy. El examen del terreno me reveló los insignificantes detalles que ofrecí a ese imbécil de Lestrade acerca de la persona del asesino.

      —Pero, ¿cómo averiguó todo aquello?

      —Ya conoce usted mi método. Se basa en la observación de minucias.

      —Ya sé que es capaz de calcular la estatura aproximada por la longitud de los pasos. Y lo de las botas también se podría deducir de las pisadas.

      —Sí, eran botas poco corrientes.

      —Pero ¿lo de la cojera?

      —La huella de su pie derecho estaba siempre menos marcada que la del izquierdo. Cargaba menos peso sobre él. ¿Por qué? Porque renqueaba... era cojo.

      —¿Y cómo sabe que es zurdo?

      —A usted mismo le llamó la atención la índole de la herida, tal como la describió el forense en la investigación. El golpe se asestó de cerca y por detrás, y sin embargo estaba en el lado izquierdo. ¿Cómo puede explicarse esto, a menos que lo asestara un zurdo? Había permanecido detrás del árbol durante la conversación entre el padre y el hijo. Hasta se fumó un cigarro allí. Encontré la ceniza de un cigarro, que mis amplios conocimientos sobre cenizas de tabaco me permitieron identificar como un cigarro indio. Como usted sabe, he dedicado cierta atención al tema, y he escrito una pequeña monografía sobre las cenizas de ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco de pipa, cigarros y cigarrillos. En cuanto encontré la ceniza, eché un vistazo por los alrededores y descubrí la colilla entre el musgo, donde la habían tirado. Era un cigarro indio de los que se lían en Rotterdam.

      —¿Y la boquilla?

      —Se notaba que el extremo no había estado en la boca. Por lo tanto, había usado boquilla. La punta estaba cortada, no arrancada de un mordisco, pero el corte no era limpio, de lo que deduje la existencia de una navaja mellada.

      —Holmes —dije—, ha tendido usted una red en torno a ese hombre, de la que no podrá escapar, y ha salvado usted una vida inocente, tan seguro como si hubiera cortado la cuerda que le ahorcaba. Ya veo en qué dirección apunta todo esto. El culpable es...

      —¡El señor John Turner! —exclamó el camarero del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala de estar y haciendo pasar a un visitante.

      El hombre que entró era una figura extraña e impresionante. Su paso lento y renqueante y sus hombros cargados le daban aspecto de decrepitud, pero sus facciones duras, marcadas y arrugadas, así como sus enormes miembros, indicaban que poseía una inusual energía de cuerpo y carácter. Su barba enmarañada, su cabellera gris y sus cejas prominentes y lacias contribuían a dar a su apariencia un aire de dignidad y poderío, pero su rostro era blanco ceniciento, y sus labios y las esquinas de los orificios nasales presentaban un tono azulado. Con solo mirarlo, pude darme cuenta de que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal.

      —Por favor, siéntese en el sofá —dijo Holmes educadamente—. ¿Recibió usted mi nota?

      —Sí, el guarda me la trajo. Decía usted que quería verme aquí para evitar el escándalo.

      —Me pareció que si yo iba a su residencia podría dar que hablar.

      —¿Y por qué quería usted verme? —miró fijamente a mi compañero, con la desesperación pintada en sus cansados ojos, como si su pregunta ya estuviera contestada.


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