Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle

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Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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tratos sociales, ni amigos, ni aunque le visitase su hermano.

      »Contra mí no tenía nada, mejor dicho, se encaprichó conmigo, porque cuando me conoció era yo un jovencito de doce años, más o menos. Esto debió de ocurrir hacia el año mil ochocientos setenta y ocho, cuando llevaba ya ocho o nueve años en Inglaterra. Pidió a mi padre que me dejase vivir con él, y se mostró muy cariñoso conmigo, a su manera. Cuando estaba sereno, gustaba de jugar conmigo al backgammon y a las damas, y me hacía portavoz suyo junto a la servidumbre y con los proveedores, de modo que para cuando tuve dieciséis años era yo el verdadero señor de la casa. Yo guardaba las llaves y podía ir a donde bien me pareciese y hacer lo que me diese la gana, con tal que no le molestase cuando él estaba en sus habitaciones reservadas. Una excepción me hizo, sin embargo: había entre los áticos una habitación independiente, un camaranchón que estaba siempre cerrado con llave, y al que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie. Llevado por mi curiosidad de muchacho, miré más de una vez por el ojo de la cerradura, sin llegar a descubrir dentro sino lo corriente en tales habitaciones, es decir, una cantidad de viejos baúles y bultos.

      »Cierto día, en el mes de marzo de mil ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del coronel, una carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese cartas, porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía ninguna clase de amigos. Al coger la carta, dijo: “¡Es de la India! ¡Trae la estampilla de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?”. Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja, que tintinearon en su plato. Yo rompí a reír, pero, al ver la cara de mi tío, se cortó la risa en mis labios. Le colgaba la mandíbula, se le saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y miraba fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un chillido, y exclamó luego: “K. K. K. ¡Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!”.

      »—¿Qué significa eso, tío? —exclamé.

      »—Muerte? —me dijo, y levantándose de la mesa, se retiró a su habitación, dejándome estremecido de horror. Eché mano al sobre y vi garrapateada en tinta roja, sobre la patilla interior, encima mismo del engomado, la letra K, repetida tres veces. No había nada más, fuera de las cinco semillas resecas. ¿Qué motivo podía existir para tan excesivo espanto? Me alejé de la mesa del desayuno y, cuando subía por las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo en una mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce, por el estilo de las de guardar el dinero.

      »—Que hagan lo que les dé la gana, pero yo los tendré en jaque una vez más. Dile a Mary que necesito que encienda hoy fuego en mi habitación, y envía a buscar a Fordham, el abogado de Horsham.

      »Hice lo que se me ordenaba y, cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese a la habitación. Ardía vivamente el fuego, y en la rejilla del hogar se amontonaba una gran masa de cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en tanto que la caja de bronce estaba muy cerca y con la tapa abierta. Al mirar yo la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple K, que había leído aquella mañana en el sobre.

      »—John —me dijo mi tío—, deseo que firmes como testigo mi testamento. Dejo la finca, con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, es decir, a tu padre, de quien, sin duda, vendrá a parar a ti. Si consiguen disfrutarla en paz, santo y bueno. Si no lo consiguen, sigan mi consejo, muchacho, y abandónenla a su peor enemigo. Lamento dejarles un arma así, de dos filos, pero no sé qué giro tomarán las cosas. Ten la bondad de firmar este documento en el sitio que te indica el señor Fordham.

      »Firmé el documento donde se me indicó, y el abogado se lo llevó con él. Como imaginarán, aquel extraño incidente me produjo la más profunda impresión: lo sopesé en mi mente y le di vueltas desde todos los puntos de vista, sin conseguir encontrarle explicación. Pero no conseguí librarme de un vago sentimiento de angustia, aunque esa sensación fue embotándose a medida que pasaban semanas sin que ocurriese nada que turbase la rutina diaria de nuestras vidas. Sin embargo, pude notar un cambio en mi tío. Bebía más que nunca, y se mostraba todavía menos inclinado al trato con nadie. Pasaba la mayor parte del tiempo metido en su habitación, con la llave echada por dentro, pero a veces salía como poseído de un furor de borracho, se lanzaba fuera de la casa, y se paseaba por el jardín impetuosamente, esgrimiendo en la mano un revólver y diciendo a gritos que a él no le asustaba nadie y que él no se dejaba enjaular, como oveja en el redil, ni por hombres ni por diablos. Pero una vez que se le pasaban aquellos arrebatos, corría de una manera alborotada a meterse dentro, y cerraba con llave y trancaba la puerta, como quien ya no puede seguir haciendo frente al espanto que se esconde en el fondo mismo de su alma. En tales momentos, y aún en tiempo frío, he visto yo relucir su cara de humedad, como si acabase de sacarla del interior de la jofaina.

      »Para terminar, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en que hizo una de aquellas salidas suyas de borracho, de la que no regresó. Cuando salimos a buscarlo, nos lo encontramos boca abajo, dentro de una pequeña charca recubierta de espuma verdosa que había al extremo del jardín. No presentaba señal alguna de violencia y la profundidad del agua era solo de dos pies, y por eso el jurado, teniendo en cuenta sus conocidas excentricidades, dictó veredicto de suicidio. Pero a mí, que sabía de qué modo retrocedía ante el solo pensamiento de la muerte, me costó mucho trabajo convencerme de que se había salido de su camino para ir a buscarla. Sin embargo, la cosa pasó, entrando mi padre en posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía a su favor en un banco.»

      —Un momento —le interrumpió Holmes—. Preveo ya que su relato es uno de los más notables que he tenido ocasión de oír jamás. Hágame el favor de decirme la fecha en que su tío recibió la carta y la de su supuesto suicidio.

      —La carta llegó el día diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. Su muerte tuvo lugar siete semanas más tarde, en la noche del día dos de mayo.

      —Gracias. Puede usted seguir.

      —Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, llevó a cabo, a petición mía, un registro cuidadoso del ático que había permanecido siempre cerrado. Encontramos allí la caja de bronce, aunque sus documentos habían sido destruidos. En la parte interior de la tapa había una etiqueta de papel, en la que estaban repetidas las iniciales y, debajo de estas, la siguiente inscripción: “Cartas, memoranda, recibos y registro”. Supusimos que esto indicaba la naturaleza de los documentos que había destruido el coronel Openshaw. Fuera de esto, no había en el ático nada de importancia, aparte de gran cantidad de papeles y cuadernos desparramados que se referían a la vida de mi tío en Norteamérica. Algunos de ellos pertenecían a la época de la guerra, y demostraban que él había cumplido bien con su deber, teniendo fama de ser un soldado valeroso. Otros llevaban la fecha de los tiempos de la reconstrucción de los estados del Sur, y se referían a cosas de política, siendo evidente que mi tío había tomado parte destacada en la oposición contra los que en el Sur se llamaron políticos hambrones, que habían sido enviados desde el Norte.

      »Mi padre vino a vivir en Horsham a principios del 84, y todo marchó de la mejor manera que podía desearse hasta el mes de enero del 85. Estando mi padre y yo sentados en la mesa del desayuno el cuarto día después del de Año Nuevo, oí de pronto que mi padre daba un agudo grito de sorpresa. Y lo vi sentado, con un sobre recién abierto en una mano y cinco semillas secas de naranja en la palma abierta de la otra. Se había reído siempre de lo que calificaba de fantástico relato mío acerca del coronel, pero ahora veía con gran desconcierto y recelo que él se encontraba ante un hecho igual.

      »—¿Qué diablos puede querer decir esto, John? —tartamudeó.

      »A mí se me había vuelto de plomo el corazón, y dije:

      »—Es el K. K. K.

      »Mi padre miró en el interior del sobre y exclamó:

      »—En efecto, aquí están las mismas letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima de ellas?

      »—Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol —yo leí, mirando por encima de su hombro.


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