Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle

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Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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sí mismos y otros conversaban con voz extraña, apagada y monótona; su conversación surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su vecino. En el extremo más apartado había un pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los codos en las rodillas, mirando fijamente el fuego.

      Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción de droga, indicándome una litera libre.

      —Gracias, no he venido a quedarme —dije—. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero hablar con él.

      Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada fija en mí.

      —¡Dios mío! ¡Es Watson! —exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus nervios presa de temblores—. Oiga, Watson, ¿qué hora es?

      —Casi las once.

      —¿De qué día?

      —Del viernes, diecinueve de junio.

      —¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a un amigo? —sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy agudo.

      —Le digo que es viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar avergonzado de sí mismo!

      —Y lo estoy. Pero usted se equivoca, Watson, solo llevo aquí unas horas... tres pipas, cuatro pipas... ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un coche?

      —Sí, tengo uno esperando.

      —Entonces iré en él. Pero seguramente debo algo. Averigüe cuánto debo, Watson. Me encuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo.

      Recorrí el estrecho pasadizo entre la doble hilera de durmientes, conteniendo la respiración para no inhalar el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado. Al pasar al lado del hombre alto que se sentaba junto al brasero, sentí un súbito tirón en los faldones de mi chaqueta y una voz muy baja susurró: “Siga adelante y luego vuélvase a mirarme”. Las palabras sonaron con absoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo. Solo podía haberlas pronunciado el anciano que tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentado tan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, con una pipa de opio caída entre sus rodillas, como si sus dedos la hubieran dejado caer de puro relajamiento. Avancé dos pasos y me volvía mirar. Necesité todo el dominio de mí mismo para no soltar un grito de asombro. El anciano se había vuelto de modo que nadie pudiera verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus arrugas habían desaparecido, los ojos apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero y sonriendo ante mi sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me indicó con un ligero gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió de nuevo su rostro hacia la concurrencia, se hundió una vez más en una senilidad decrépita y babeante.

      —¡Holmes! —susurré—. ¿Qué demonios está usted haciendo en este antro?

      —Hable lo más bajo que pueda —respondió—. Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la inmensa amabilidad de librarse de ese degenerado amigo suyo, me alegraría muchísimo tener una pequeña conversación con usted.

      —Tengo un coche fuera.

      —Entonces, por favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque parece demasiado hecho polvo como para meterse en ningún lío. Le recomiendo también que, por medio del cochero, le envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a la mía. Si me espera fuera, estaré con usted en cinco minutos.

      Resultaba difícil negarse a las peticiones de Sherlock Holmes, porque siempre eran extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo más señorial. De todas maneras, me parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi misión había quedado prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía desear nada mejor que acompañar a mi amigo en una de aquellas insólitas aventuras que constituían su modo normal de vida. Me bastaron unos minutos para escribir la nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir a través de la noche. Muy poco después, una decrépita figura salía del fumadero de opio y yo caminaba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorvada y el paso inseguro; y de pronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor, enderezó el cuerpo y estalló en una alegre carcajada.

      —Supongo, Watson —dijo—, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a las inyecciones de cocaína y demás pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la bondad de emitir su opinión facultativa.

      —Desde luego, me sorprendió encontrarlo allí.

      —No más de lo que me sorprendió a mí verle a usted.

      —Yo vine en busca de un amigo.

      —Y yo, en busca de un enemigo.

      —¿Un enemigo?

      —Sí, uno de mis enemigos naturales o, si se me permite decirlo, de mis presas naturales. En pocas palabras, Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y tenía la esperanza de descubrir alguna pista entre las divagaciones incoherentes de estos adictos, como me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi vida no habría valido ni la tarifa de una hora, porque ya lo he utilizado antes para mis propios fines y el bandido del dueño, un antiguo marinero de las Indias Orientales, ha jurado vengarse de mí. Hay una trampilla en la parte trasera del edificio, cerca de la esquina del muelle de San Pablo, que podría contar historias muy extrañas sobre lo que pasa a través de ella las noches sin luna.

      —¡Cómo! ¡No querrá usted decir cadáveres!

      —Sí, Watson, cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la ribera del río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en ella para no volver a salir. Pero nuestro coche debería estar aquí —se metió los dos dedos índices en la boca y lanzó un penetrante silbido, una señal que fue respondida por un silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por el traqueteo de unas ruedas y las pisadas de cascos de caballo. Y ahora, Watson —dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo, salía de la oscuridad arrojando dos chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales—, ¿viene usted conmigo, no?

      —Si puedo ser de alguna utilidad...

      —Oh, un camarada de confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi habitación de Los Cedros tiene dos camas.

      —¿Los Cedros?

      —Sí, así se llama la casa del señor St. Clair. Me estoy alojando allí mientras llevo a cabo la investigación.

      —¿Y dónde está?

      —En Kent, cerca de Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas.

      —Pero estoy completamente a oscuras.

      —Naturalmente. Pero en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no le necesitaremos. Aquí tiene media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las once. Suelte las riendas y hasta mañana.

      Tocó al caballo con el látigo y salimos disparados a través de la interminable sucesión de calles sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que cruzamos a toda velocidad un amplio puente con balaustrada, mientras las turbias aguas del río se deslizaban lentamente por debajo. Al otro lado nos encontramos otra extensa desolación de ladrillo y cemento envuelta en un completo silencio, roto tan solo por las pisadas fuertes y acompasadas de un policía o por los gritos y canciones de algún grupillo rezagado de juerguistas. Una oscura cortina se deslizaba lentamente a través del cielo, y una o dos estrellas


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