Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.a un sistema biográfico y crítico sin precedentes que establecía un armazón histórico para la discusión de los logros en el arte moderno, unos logros que pertenecían a los artistas florentinos. Inevitablemente, estos argumentos constituyeron todo un desafío para otros intelectuales italianos, que se dispusieron a parafrasear a Vasari –como él mismo había hecho a partir de Alberti y de la retórica clásica– con un contenido nuevo basado en sus localidades natales. Así pues, el Aretino de Dolce, fundado en buena medida en las opiniones del famoso poeta y satírico –igual que el texto de Francisco de Holanda decía sustentarse en las de Miguel Ángel–, consistió en un intercambio de opiniones «nacionales» entre un profesor de retórica florentino (Giovanni Francesco Fabrini) y un veneciano (Aretino)[23]. El primero reafirmaba los argumentos de Vasari, consideraba a Dante el más grande escritor de los tiempos modernos y a Miguel Ángel el mayor de los artistas de su tiempo. El veneciano respondía posicionando a Petrarca por encima de Dante, y a Rafael y, sobre todo, a Tiziano sobre Miguel Ángel. Aunque con ello Dolce, al igual que Vasari, no hacía sino ajustarse a la retórica del panegírico[24], el primero aplicó con más decisión que el segundo el sistema retórico a la pintura. Al fin y al cabo, Dolce había traducido en 1547 el De oratore ciceroniano y pudo servirse del filtro de las categorías que previamente (en 1535, recordemos) había acomodado a la poética horaciana y que tan bien conocía.
Las teorías del estilo
Uno de los métodos de enseñanza más común entre ciertos rétores griegos implicaba el uso en la elocutio de ejemplos discursivos tomados de los literatos y poetas antiguos[25]. El propio Tulio, en muchos de los exempla de sus obras filosóficas y retóricas (especialmente en De Oratore y Brutus), se mostraba bastante versado en pintura y escultura, al menos en apariencia. Tal frecuencia en el uso de un vocabulario fundamentalmente artístico en el padre de la oratoria romana declaraba, entonces como hoy, una conexión patente entre el poder expresivo de las artes plásticas y la fuerza retórica de la palabra[26].
Las comparaciones ciceronianas estaban encaminadas a sustentar las dos formas principales de diversidad elocutiva: de temas (res) y de estilos (verba). Respecto a lo primero, en Sobre el orador reclamaba para su rétor ideal una formación completa, de manera que pudiera moverse a sus anchas en la discusión de cualquier tema preparado con anterioridad. Aunque tales conocimientos no quedasen explícitos en el discurso, se evidenciaría si el orador era bisoño o experto en la materia, igual que «no es difícil colegir si quienes se dedican a la escultura saben pintar o no, aun cuando no hagan uso de la pintura»[27] (lo cual implicaba, dicho sea de paso, una defensa indirecta y anticipada del disegno como base de las artes). En cuanto a la diversidad de verba, la variedad de estilos de los distintos artífices no implicaba necesariamente un grado distinto de excelencia o de gloria. Todo estilo individual era digno de alabanza para Cicerón: lo importante era ser el mejor en el estilo personal de uno, igual que ante la naturaleza las sensaciones placenteras se extraían de la diversidad, e incluso de la disparidad[28]:
Y esto que ocurre en el mundo de la naturaleza, puede también trasladarse a las artes: uno es el arte de la escultura, en la que destacaron Mirón, Policleto, Lisipo, todos los cuales fueron diferentes entre sí, pero de tal modo que deseamos que todos sean iguales a sí mismos; uno es el arte y el método de la pintura, y sin embargo muy distintos entre sí Zeuxis, Aglaofonte y Apeles, y ninguno de ellos dan la impresión de que les falta algo en su arte. Y si en estas artes –podría decirse que mudas– esto resulta admirable y con todo cierto, cuánto más admirable en el discurso y la lengua. […] Mirad ahora y fijaos en esos varones cuyas excelencias son objeto de nuestro estudio: Isócrates fue agradable, Lisias sutil […], Esquines de poderosa voz […] ¿Quién de ellos no destaca entre los otros?, ¿y quién no se parece a otro sino a sí mismo? El Africano fue grave, Lelio suave, Galba áspero y Carbón un tanto rápido y cantarín. ¿Quién de ellos no fue el primero en aquellos tiempos? Con todo, cada cual el primero en su estilo. […] Aquí delante tenéis a […] Sulpicio y Cota. […] ¿Pues hay algo tan diferente como Antonio y yo [Craso] en nuestros discursos?[29]
Ser el primero en el estilo propio era el mejor camino para alcanzar la perfección como orador. El orador perfecto no había existido, pero no debía perderse la esperanza de alcanzar este ideal platónico, puesto que lo grande estaba cerca de lo perfecto y para quienes perseguían el primer puesto era honroso quedar en segundo o tercer lugar[30]. Si, según Platón, hay una idea de la perfecta república y, conforme a Cicerón, ha de aspirarse a la idea del perfecto orador, «también la hay del perfeto cortesano», como con fórmula análoga respondía Baldassarre Castiglione a sus previsibles antagonistas a la hora de describir su Cortesano entre 1508-1528[31]. Esta obra –publicada en Toledo en 1534 según la traducción de Juan Boscán, antes que en ningún otro país europeo–, que se proponía educar la conducta del hombre culto del Renacimiento con los instrumentos de la retórica ciceroniana y su «elocuencia corporal»[32], después magistralmente engrandecidos por Quintiliano en su Institutio oratoria, incluye en sus páginas numerosos paralelos entre el arte de los siglos XV y XVI y la preceptiva oratoria de la Antigüedad. El que transcribimos a continuación es una paráfrasis «actualizada»[33] del párrafo del De oratore comentado más arriba sobre el valor de la maniera individual y diferenciada, propia de cada tiempo y lugar:
También hay de una misma suerte cosas diferentes, que igualmente placen a nuestros ojos tanto que con dificultad se puede juzgar cuáles contenten más. En la pintura son muy señalados Leonardo Vincio, el Mantegna, Rafael, Miguel Ángel, Jorge de Castelfranco [Giorgione], y todos difieren los unos de los otros; mas de tal manera difieren que en ninguno dellos se halla que falte nada, sino que cada uno en su género es perfetísimo.
[...] Los oradores también han siempre tenido entre sí tanta diversidad, que casi cada temporada ha producido y aprobado una suerte de oradores propria y conforme a aquel tiempo, los cuales no solamente de sus antecesores y sucesores, mas aun de sus contemporáneos han sido diferentes, como en los griegos se escribe de Isócrates, Lisias, Eschines y otros muchos, que aunque todos fueron ecelentes, a nadie se parecieron sino a sí mismos. Entre los latinos después, aquel Carbón, Lelio, Scipión Africano, Galba, Sulpicio, Cotta..., Marco Antonio, Craso y tantos otros que sería muy larga cuenta de nombrallos, todos fueron muy singulares; pero tampoco se parecieron los unos con los otros. De manera que quien se parase a pensar todos los oradores que han sido, cuantos oradores tantas formas de hablar hallaría[34].
En la España de los siglos XV y XVI, algunos teóricos de la oratoria, basándose en Hermógenes[35], vincularon la teoría de los estilos con la de los humores: el estilo del orador se entendía que reflejaba su naturaleza. Alfonso de Palencia, en carta a Jorge de Trebisonda (1465), caracterizaba los estilos retóricos según cada uno de los cuatro temperamentos (sutil y mordaz en los melancólicos; gracioso y suave en los sanguíneos; grave en los coléricos; manso en los flemáticos)[36]. Casi un siglo después, pero con palabras análogas a Palencia, el vivista Sebastián Fox Morcillo, al comienzo de su De imitatione (1554), afirmaba que se podía reconocer muy bien por la naturaleza de cada hombre los distintos ingenios; igualmente, cada tipo de discurso dependía de la clase de temperamento que afectara a su ejecutor: «En pocas palabras, todos los melancólicos son concisos, duros y breves en el hablar; los sanguíneos son rápidos, dulces y elegantes; los biliosos, elevados y precisos; los flemáticos, rápidos, fluidos y humildes»[37]. Un último preceptista, Juan de Guzmán, discípulo del Brocense y profesor en Pontevedra y Alcalá, aseguraba en 1589 que «los estylos son conforme a los ingenios, y los ingenios corresponden a los humores