La primera. Katherine Applegate

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La primera - Katherine Applegate


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reverencia—. Y éstos son Tobble, Gambler, y nuestros dos perros, Perro y —me sonrió burlón— Byx.

      Mailley le dio una palmadita a Perro en la cabeza, y luego se volvió hacia mí y me acarició el lomo.

      Detesto admitir que la sensación era bastante agradable. Batí la cola cortésmente.

      Mailley se encogió de hombros.

      —Bueno, debo seguir mi camino. Que tengáis un buen viaje.

      —Tú también —dijo Kharu.

      La vimos alejarse a paso lento.

      —Me hizo pensar en ti cuando nos conocimos —dijo Renzo—. Sólo que ella es mucho menos malhumorada.

      Me quedé esperando la reacción de Kharu al comentario de Renzo, pero ella se limitó a coger las riendas de Vallino y seguir adelante con un suspiro.

      Renzo me dio unos golpecitos en la cabeza.

      —Vamos, perrita —dijo, sólo para molestarme.

      Lo miré, sopesando mis alternativas. Y entonces alivié mis necesidades justo sobre la punta de su bota de cuero.

      A veces hacerme pasar por perro tenía sus ventajas.

      Caminamos tal vez un kilómetro poco antes de que Kharu se detuviera súbitamente y diera media vuelta sin dar explicaciones.

      Retrocedimos rápidamente sobre nuestros pasos y logramos alcanzar a Mailley.

      —Me pareció que os dirigíais hacia el norte —exclamó cuando llegamos a su lado, algo jadeantes, todos excepto Gambler.

      —Así es —confirmó Kharu—, menos Vallino —soltó un profundo suspiro—, que continúa hacia el sur.

      Kharu le susurró algo a Vallino al oído. Y entonces le entregó las riendas a Mailley.

      —Le gusta la avena silvestre —dijo en un susurro.

      —Pero... no lo entiendo. —Mailley miraba la gastada rienda de cuero que tenía ahora enrollada en su mitón.

      —Y los trozos de manzana —agregó Renzo.

      —Es un poco cabeza dura si las mañanas son frías —dijo Tobble.

      —Y veloz como el viento cuando está contento —anotó Gambler.

      No pude decir lo que hubiera querido añadir: que Vallino me había salvado la vida. Que era decente, y buen amigo. Que siempre estaría en deuda con él.

      Sólo pude gemir muy bajito. El corcel respondió con un relincho, también muy suave.

      —Pero... —comenzó Mailley de nuevo, con los ojos brillantes y húmedos.

      —No permitas que coma demasiados dulces. Y cuida que no acumule abrojos ni cardos enredados en la cola. Lo detesta.

      Kharu giró sobre sus talones, pero hizo una pausa:

      —Y le encanta que le rasquen detrás de las orejas, en especial, la derecha.

      Tras decir eso, no volvió a mirar atrás, pero yo sí. Vi a Mailley con la cara hundida en la crin de Vallino, sollozando.

      —¿Por qué llora Mailley? —le pregunté a Gambler entre dientes. Los dairnes lloramos, pero sólo en momentos de intensa pena.

      —Creo que ésas son lágrimas de dicha —dijo Gambler—. Los humanos lloran por muchas razones.

      Miré a Kharu. No vi lágrimas en su rostro. Pero tuve la certeza de que el dolor estaba allí.

      Yo sabía muy bien lo que eran la pena y el dolor.

      13

      Sueño con dairnes

      e1

      Tuvimos la suerte de encontrar no sólo comida, sino también alojamiento con genuinas camas humanas. Eran demasiado grandes para mí o para Tobble, así que compartimos una. Kharu y Gambler ocuparon una habitación, y Renzo, Perro, Tobble y yo dormimos en otra.

      Abajo, en la taberna de la posada, comimos un pan maravilloso y trozos de asado de un animal desconocido pero delicioso que nos servimos formando montañas en nuestros platos. Bebimos sidra y hasta compartimos un postre de manteca que Gambler despreció por considerarlo “demasiado dulce” para un felivet que se respete.

      Después, nos llevamos una jarra de sidra a nuestra habitación, y empecé a asediar a Renzo con preguntas. Dónde había nacido (no estaba muy seguro); quiénes habían sido sus padres (padre desconocido, y su madre había sucumbido a una fiebre), cómo se había convertido en ladrón.

      Esta última pregunta fue la que obtuvo una respuesta más completa:

      —Cuando mi madre murió, me vi completamente solo.

      —Debió ser aterrador —dije, sabiendo muy bien lo que debía haber sentido.

      Renzo se encogió de hombros.

      —No tuve tiempo de sentir miedo. Pero sí hambre. Tenía diez años y a nadie conmigo en el mundo. Nadie iba a ofrecerme trabajo, así que empecé a robar comida en los puestos del mercado. A veces me salía con la mía sin problemas, otras, tenía que salir huyendo. —Un recuerdo lo hizo reír—. Una vez tuve que saltar desde una muralla a un foso. Hubiera podido matarme, y en lugar de eso terminé hundido en el barro hasta la cintura. Me atraparon, por supuesto.

      Tobble abrió desmesuradamente los ojos.

      —¿Y te encerraron en un calabozo?

      —Claro que sí —rio—, pero me dejaron ir en cuanto recibí unos azotes.

      —Unos... ¿unos qué? —preguntó Tobble, juntando las patas delanteras.

      Renzo se puso en pie y se levantó la camisa hasta la cabeza.

      —Veinte azotes.

      Tenía la espalda cubierta con líneas de un rosa claro. Había unas más anchas que otras y algunas tenían algo de relieve.

      —¿Y eso te...? —empezó Tobble, pero dio un respingo y calló.

      —¿Que si dolió? —preguntó Renzo, dejando caer la camisa—. Claro: grite, lloré como un bebé. Después de los azotes, a duras penas podía andar a gatas, así de débil estaba. Un viejo se apiadó de mí... Bueno, pensé que lo movía la piedad, pero muy pronto descubrí las escasas reservas de bondad del viejo Draskull. Comandaba una pandilla de ladrones, y me explicó las cosas con enorme sencillez: si robaba para la pandilla tendría quien me cuidara. Si robaba por mi propia cuenta, Draskull se aseguraría de que me atraparan.

      —Entonces... —dije para que continuara cuando pareció hundirse en sus recuerdos.

      —Así que estuve robando para Draskull y él se aseguró de que tuviera ropa y alimento. No me golpeaba, o no mucho. Sólo cuando cometía un error. Ese viejo era un gran ladrón y aprendí mucho de él.

      —Suenas casi agradecido —dijo Tobble, confundido.

      Renzo asintió.

      —Los pobres no tienen muchas opciones en este mundo. Hay amos y maestros buenos y malos. Draskull no era bueno, y era capaz de llegar a ser salvaje, pero aprendí mi oficio de él. Y justo en el momento en que me las ingenié para que las milicias lo capturaran, había aprendido mucho.

      —Espera un momento. ¿Cómo es eso de que te las ingeniaste para que lo capturaran? —pregunté.

      Vi un centelleo en sus ojos, que no encajaba con sus habituales gestos simples y relajados.

      —¿Visteis las cicatrices más grandes que tengo en la espalda? Ésas fueron un regalo de Draskull. Le gustaba golpearnos con una vara de bambú. Menos azotes, pero peores.

      —¿Y te vengaste?

      Renzo


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