El alma del mar. Philip Hoare

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El alma del mar - Philip Hoare


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colas residuales y rudimentarias agallas mientras nos movemos y damos vueltas en nuestros pequeños océanos maternos. Según la tradición, en las comunidades marineras, si un bebé nacía con el saco amniótico intacto, jamás se ahogaría tras sobrevivir a esa asfixia. Estos nacimientos se conocían como «partos velados o enmantillados», y un saco amniótico preservado —que en sí mismo es un velo que separa vida y muerte— extendería su protección a quien lo llevase. David Copperfield nace con una membrana amniótica que es subastada cuando tiene diez años, lo cual hace que se sienta incómodo y confundido, pues considera que se ha vendido una parte de sí mismo. Sentimos primero el mundo a través del fluido que llena el vientre de nuestra madre; oímos a través de su mar interior. El mar es una extensión de nosotros mismos. Hablamos de masas de agua; Herman Melville escribió sobre «momentos de ensoñadora calma […] al contemplar la tranquila belleza y el resplandor de la piel del océano». Comparado con la fina epidermis de tierra que ocupamos, el gran volumen del mar está fuera de nuestro alcance; aporta a nuestro planeta su profundidad y a nosotros, un sentido de lo profundo.

      Y si somos mayormente agua, y apenas algo más, entonces puede que otros cuerpos celestes sean completamente acuáticos. Un astrofísico me habló en una ocasión de exoplanetas recién descubiertos que podrían estar compuestos de masas de agua de cientos de kilómetros de profundidad, con apenas unas rocas en su núcleo duro. Desdeñando nuestra necesidad de tierra, estos océanos globulares, girando translúcidos sobre su eje en alguna lejana galaxia, podrían estar habitados, según la hipótesis de los astrobiólogos —pues su trabajo es estudiar lo que puede que exista o no—, por criaturas gigantes parecidas a las ballenas, que medio naden, medio vuelen por sus líquidas atmósferas.

      La ubicuidad del mar —desde este gris estuario en el que nado hasta los grandes océanos abiertos— es en sí misma interplanetaria y nos conecta con las estrellas; en realidad, no es parte de nuestro mundo en absoluto. No empieza hasta que empieza, y luego parece no terminar nunca. Se escribe a sí mismo en las nubes y en las corrientes con una caligrafía constantemente variable, registra y borra su historia, sostenido por el aire y la gravedad en un acuerdo tácito entre la tierra y el cielo, llenando el espacio entre ambos. Es una nada llena de vida, hogar del noventa por ciento de la biomasa de la Tierra, que aporta el sesenta por ciento del oxígeno que respiramos. Es nuestro sistema de soporte vital, nuestro gran útero. Siempre está rompiendo sus fronteras, dando y tomando constantemente. Es la encarnación de todas nuestras paradojas. Sin él, no podríamos vivir; dentro de él, moriríamos. Al mar no le importa.

      Y ahí se descubre otra historia, el registro invisible de lo que sucede arriba. Preservadas en gélidas cámaras, en el Centro Oceanográfico Nacional de Southampton hay muestras de lecho marino, largas columnas de barro y sedimentos que nos hablan de tiempos remotos como los anillos de un árbol o los tapones de cera de la oreja de una ballena. Compuestas de nieve marina —diminutos animales, plantas y minerales, los ingredientes de la piedra caliza y la tiza—, junto con estratos oscuros depositados por antiguos tsunamis, su pasado es una predicción de nuestro futuro. La propia agua tiene una edad cercana a los cuatro mil años, una historia propia. Y si el mar se ha convertido en un sumidero de dióxido de carbono, que absorbe la energía que hemos liberado del sol, esta cisterna de nuestros pecados es todavía el almacén de nuestros sueños.

      Pero, como acabo de decir, al mar no le importa. Dispensa la vida y la muerte a inocentes y culpables por igual.

      La tempestad, la última y más acuática obra de Shakespeare, fue representada por primera vez en la corte de Jacobo I el Día de Todos los Santos de 1611. Empieza tumultuosamente, enfrentando al público a una tempestad que amenaza las vidas y las «pesadas almas» a bordo de un barco a punto de partirse en dos. En la dramática batahola, el pánico busca culpables. Antonio, que ha usurpado el ducado de Milán, insulta al contramaestre —quien trata de salvar el barco—: «¡Y este infame bocazas! ¡A la horca y que te aneguen diez mareas!». Aquí, el personaje invoca arrogantemente la práctica de ahorcar a los piratas en la orilla, dejando flotar sus cuerpos en las sucesivas mareas: «Quien ha nacido para la horca no teme morir ahogado».4

      Sin embargo, la audiencia comprende poco a poco que estas desgarradoras escenas de pánico y naufragio —que ponen patas arriba el orden social cuando la tripulación lucha por su vida y el estatus de los aristócratas no vale nada frente a las olas: «¿Qué le importa el título del rey al fiero oleaje?»— no son más que un truco de magia, teatro dentro del teatro, una tormenta provocada por el arte de un hechicero y su pícaro socio. Fernando, el hijo del rey de Nápoles, con los pelos de punta, salta del barco en llamas por el fuego que Ariel ha prendido en múltiples lugares de la nave, y grita: «¡El infierno está vacío! ¡Aquí están los demonios!». (Una imagen acaso inspirada en el propio Jacobo I, autor de Demonologie, quien supervisaba en persona la tortura a las brujas. El rey creía que, en un viaje de regreso de Oslo en 1590, su barco había sido atacado por tormentas provocadas mediante brujería y que habían enviado demonios a que lo abordaran).

      De repente, como en un sueño, los náufragos se encuentran en una extraña calma, en una isla llena de sonidos extraños, poblada por seres que no aciertan a discernir; un lugar desconocido, extranjero, en el que los supervivientes de la tempestad son también extranjeros. Algunos de los espíritus del lugar aparecen solo en rumores, como Sícorax, la bruja, bautizada con la unión de «sys», «cerda», y «korax», «cuervo», un pájaro cargado de significado procedente de una «ciénaga malsana». Otros están demasiado presentes, como su hijo Calibán, una criatura bastarda, «un esclavo deforme y salvaje», anfibio, medio hombre, medio pez, «¡piernas de hombre! ¡Brazos y no aletas!». Es un ser quimérico, que parece haberse deslizado desde un mar evolutivo; su homólogo es Ariel, espíritu del aire fluido y ambivalente que elude la definición y puede estar en cualquier momento en cualquier lugar. A ambos los gobierna el todopoderoso mago Próspero desde su exilio rodeado de agua.

      Recientemente, en un estante de libros varados a la venta para recaudar dinero para un santuario de aves junto al estrecho de Solent, descubrí una edición de Penguin de 1968 de la obra. Era un lugar extrañamente adecuado para encontrarla: este puerto del siglo xvii, cegado por el cieno, sobrevolado por aguiluchos laguneros y depredado por limosas y avocetas, era el dominio del conde de Southampton, Harry Southampton, el «bello joven» de Shakespeare5 y, posiblemente, su amante, que vivía en la cercana mansión de Tichfield Abbey, donde se representaban las obras del dramaturgo.

6

      Pagué cincuenta peniques por el libro, atraído por su cubierta, diseñada por David Gentleman. Coloreada con grandes franjas de colores sólidos, está compuesta a partir de un grabado de madera inspirado en el estilo de Thomas Bewick, y parece reflejar tanto el turbulento año de su publicación —la década de 1960, cuando los manifestantes levantaron los adoquines y descubrían la playa que ocultaban— como las incertidumbres de su contenido del siglo xvii.

      Un barco de tres palos se escora en un estilizado mar, empujado por grandes olas bajo gruesas nubes de tormenta, hacia una isla cubierta de árboles inclinados por el viento donde hay una rocosa caverna, todo dibujado con cenagosos tonos de verde y azul, gris y verde azulado, cuidadosamente superpuestos, como los pájaros, la tierra y el mar que rodeaban el edificio en el que compré el libro. El diseño de la cubierta rozaba la caricatura, era folclórico y con múltiples niveles. Capturaba el oscuro misterio y la música de las palabras que albergaba en su interior.

      La tempestad es una ceremonia, un ritual en sí mismo que se representaba públicamente en un teatro al aire libre en el antiguo monasterio de Blackfriars, en el Támesis, un río al que antaño se arrojaban sacrificios para complacer a los dioses. Es una obra sencilla y misteriosa, «deliberadamente enigmática —dice Anne Righter en su introducción a la edición de Penguin—, una obra de arte extraordinariamente secretista», tan emblemática que podría ser representada por mimos, prescindiendo de los diálogos.

      Sus orígenes se remontan al desastre del Sea Venture, hundido frente a las Bermudas en 1609, cuando transportaba colonos de Plymouth a Jamestown; el propio Harry Southampton había invertido en el asentamiento de Virginia.


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