El alma del mar. Philip Hoare

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El alma del mar - Philip Hoare


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estrella, que titilaba y desprendía centelleantes llamas»— y la inquietante llamada de los petreles que volvían a su nido, «un aullido extrañamente hueco y duro». Sus cantos le valieron a las Bermudas la reputación de islas habitadas por demonios, una fama que Strachey rechazaba racionalmente, aunque reconocía la presencia en ellas de otros monstruos: «Me abstengo de hablar de qué tipo de ballenas hemos visto junto a la costa».

      La tempestad constituye la aproximación más cercana de Shakespeare al Nuevo Mundo. Es casi una obra de teatro norteamericana, aunque dos siglos después sus náufragos habrían llegado a la orilla de otra colonia: la Tierra de Van Diemen, en cuyas remotas orillas suroccidentales uno puede imaginar un naufragio del siglo xvii y a sus abandonados marineros tambaleándose sobre arenas desconocidas. Algunos consideraron a Calibán y Ariel representaciones simbólicas de pueblos nativos recién descubiertos, cuyos países ya estaban siendo saqueados por Occidente; otros han visto en ellos el reflejo de una isla más cercana al hogar: Irlanda, un lugar problemático poblado por gentes salvajes, se consideraba una plantación que había que conquistar. Pero la isla de Próspero también podría ser una utopía, un lugar en ninguna parte donde su magia se eleva como una niebla que vela el espacio y el tiempo; del mismo modo que, un siglo antes, mientras preparaba su expedición, Colón había escrito notas al margen y apuntes sobre gente extraña que naufragaba en las Azores y en la costa occidental de Irlanda: «Hemos visto muchas cosas notables y, especialmente, en Galway, en Irlanda, donde vimos a un hombre y una mujer con unas formas milagrosas, empujados por la corriente subidos en dos troncos».

      Parece que Shakespeare, cerca del final de su vida, se recreó a sí mismo con el personaje del mago omnisciente; otros han visto en Próspero el reflejo del astrólogo de Isabel I, John Dee, quien conversaba con ángeles utilizando un disco de oro y veía en su espejo de obsidiana negra —robado del Nuevo Mundo— el futuro y el pasado. Toda la obra parece estar sucediendo antes de que fuera escrita. Está cargada, en el sentido original del término, como un barco lleno de mercancías, pero también de significado. Shakespeare conocía bien el océano: se refiere a él en más de doscientas ocasiones en sus obras y algunos críticos creen que en algún momento fue marinero. Desde luego, conocía su significado, y ambientó La tempestad en un «mar insaciable», un lugar de transformación. Tras la tormenta, Ariel le dice a Fernando que su padre, el rey, yace «en el fondo»; el agua lo ha hecho inmortal y lo ha convertido en una joya barroca:

      Yace tu padre en el fondo

      y sus huesos son coral.

      Ahora perlas son sus ojos;

      nada en él se deshará,

      pues el mar lo cambia todo

      en un bien maravilloso.

      Para los artistas y poetas posteriores, La tempestad conservó su poder mágico y su engañosa sencillez. Samuel Taylor Coleridge pensaba que el arte de Próspero «no solo podía convocar a los espíritus de las profundidades, sino a los personajes tal y como fueron, eran y serán», y que Ariel «no había nacido ni del cielo ni de la tierra, sino, por así decirlo, entre ambos». Para Percy B. Shelley, a quien apodarían Ariel, la obra evocaba «el murmullo del mar estival» y su estado intermedio. Y para John Keats, en cuyos volúmenes de las obras de Shakespeare esta era la pieza más subrayada, se convirtió en un patrón en el que basar su imaginativa vida, como si fuera un mapa para orientarse. De hecho, zarpó del estuario de Southampton con un ejemplar de La tempestad en el bolsillo.

      En abril de 1817, Keats, entonces un joven estudiante de medicina en Londres, tomó la diligencia a Southampton en busca de distracciones. Amaba el mar desde que había leído, en La reina de las hadas de Spenser, sobre «ballenas que sostienen mares sobre sus hombros» —«¡Qué imagen!»—; su práctica de la poesía lo había convertido en «un Leviatán […] lleno de estremecimientos», y en una carta a su amigo Leigh Hunt evocó «el lomo de una ballena en el mar de prosa». Pero cuando, caminando por las murallas medievales del puerto, observó las grises aguas, el joven poeta no vio lo que había visto Horace Walpole una generación antes: «El mar de Southampton, de un azul profundo, reluciente de barcos», ni siquiera alguno de los delfines que ocasionalmente lo surcaban. En su lugar, encontró las fangosas orillas descubiertas por la marea baja; el mar había huido. «El estuario de Southampton, cuando lo vi, no era mejor que cualquier masa de agua poco profunda, lo que no hizo sino responder a mis expectativas —explicó a sus hermanos—; hacia las tres ya habrá recuperado sus buenos modales». Keats tenía los nervios a flor de piel, así que sacó su libro de Shakespeare y citó La tempestad para relajarse: «He aquí mi consuelo». Esa tarde se marchó con la marea alta y navegó hasta la isla de Wight donde, inquietado por los extraños sonidos de la isla e incapaz de dormir, comenzó a escribir su largo poema, Endimión, repleto de rayos de luna, ballenas echando agua por sus espiráculos, delfines saltarines y la historia de Glauco, el pescador que se convirtió en un dios con aletas en lugar de miembros, a quien Endimión libera de la bruja Circe.

      A Turner, contemporáneo de Keats, también le emocionaba el mar agitado. Su imaginación coloreó los cielos del sur; esbozó esta orilla y pintó las tormentas frente a la isla de Wight, y cuando, según afirmaba, pidió que lo ataran al mástil de un barco durante una ventisca para poder crear un gran vórtice giratorio de olas y nubes —como si estuviera viendo el futuro— bautizó el barco con el nombre de Ariel. Y en esta tormentosa historia, Shakespeare y Turner influirían a su vez en otro escritor. La escarlatina que sufrió en su infancia dañó los ojos de Herman Melville y los dejó «tiernos como dos crías de gorrión»; tenía treinta años, y una carrera como marinero a sus espaldas, cuando leyó a Shakespeare, tras descubrir, en 1849, una edición con tipografía grande de las obras del dramaturgo. Cuando empezó a escribir sobre su gran ballena blanca —con la cabeza llena de los espumosos cuadros de Turner que había visto ese año en Londres—, Melville leyó La tempestad y dibujó un recuadro alrededor de las «tranquilas palabras» de Próspero, la lacónica respuesta del mago a la inocente exclamación de su hija al ver a los aborígenes:

      Miranda

      Oh, maravilla!

      ¡Cuántos seres admirables hay aquí!

      ¡Qué bella humanidad!

      ¡Ah, gran mundo nuevo que tiene tales gentes!

      Próspero

      Es nuevo para ti.

      Melville, hijo de una colonia, vio la profecía en la escritura de Shakespeare y en el arte de Turner: ambos lo ayudaron a crear el ominoso y extraño mundo de Moby Dick. En ella, el capitán Ajab es un Próspero monomaníaco y, del mismo modo que el fuego de San Telmo ilumina el inicio de La tempestad, las mismas inquietantes luces engalanan su barco, el Pequod, con un brillo espectral; los animales adquieren un significado simbólico —las ballenas y los pájaros acompañan la narrativa como cómplices, nadando y volando junto a la historia— y el mar se eleva con una mente propia, como en las pinturas de Turner. Mientras tanto, los mortales prosiguen con su letal oficio: una tripulación inquieta navega hacia lo desconocido —entre ellos, un caníbal tatuado, Queequeg, una especie de Calibán— y Ajab bautiza blasfemamente a sus arponeros en nombre del diablo. La fascinación del escritor estadounidense con la obra de Shakespeare no se detiene ahí. Al final de su última obra, Billy Budd, marinero, Melville imagina el cuerpo ahorcado de su «bello marinero» entregado a las profundidades, enredado en pegajosas algas, un eco del destino de Jonás en un mar bíblico —«donde simas de remolinos lo absorbieron hasta diez mil brazas de profundidad, y “las algas estaban enrolladas en su cabeza”»— y también en el de Alonso en La tempestad, quien, creyendo que su hijo se ha ahogado, desea también él yacer «en el fondo cenagoso».

      Constantemente recreada, constantemente representada, La tempestad vivió más allá de su creador y pasó de mano en mano. Se convirtió en un código secreto, en un parte meteorológico marino futurista, un prolongado hechizo mágico. Conjuraba un mar singular a partir de sus extrañas bestias y sus mascaradas, y resistió contra viento y marea elevándose en una tormenta atizada por un dramaturgo cuya identidad todavía parece fluida e incierta.

      A


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