Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós

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Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós


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      -Si es lo que deseo -repuso Pepe riendo.

      -Él es así -añadió la señora-. Siempre haciéndose la mosquita muerta... Y sabe más que los cuatro doctores. ¡Ay, Sr. D. Inocencio, qué bien le sienta a Vd. el nombre que tiene! Pero no se nos venga acá con humildades importunas. Si mi sobrino no tiene pretensiones... Si él sabe lo que le han enseñado y nada más... Si ha aprendido el error, ¿qué más puede desear sino que Vd. le ilustre y le saque del infierno de sus mentirosas doctrinas?

      -Justamente, no deseo otra cosa, sino que el señor Penitenciario me saque... -murmuró Pepe, comprendiendo que sin quererlo se había metido en un laberinto.

      -Yo soy un pobre clérigo que no sabe más que la ciencia antigua -repuso D. Inocencio-. Reconozco el inmenso valer científico mundano del Sr. D. José, y ante tan brillante oráculo, callo y me postro.

      Diciendo esto, el canónigo cruzaba ambas manos sobre el pecho, inclinando la cabeza. Pepe Rey estaba un si es no es turbado a causa del giro que diera su tía a una vana disputa festiva en la que tomó parte tan sólo por acalorar un poco la conversación. Creyó prudente poner punto en tan peligroso tratado, y con este fin dirigió una pregunta al señor D. Cayetano, cuando este, despertando del vaporoso letargo que tras los postres le sobrevino, ofrecía a los comensales los indispensables palillos clavados en un pavo de porcelana que hacía la rueda.

      -Ayer he descubierto una mano empuñando el asa de un ánfora en la cual hay varios signos hieráticos. Te la enseñaré -dijo D. Cayetano, gozoso de plantear un tema de su predilección.

      -Supongo que el señor de Rey será también muy experto en cosas de arqueología -indicó el canónigo, que siempre implacable, corría tras su víctima, siguiéndola hasta su más escondido refugio.

      -Por supuesto -dijo doña Perfecta-. ¿De qué no entenderán estos despabilados niños del día? Todas las ciencias las llevan en las puntas de los dedos. Las universidades y las academias les instruyen de todo en un periquete dándoles patentes de sabiduría.

      -¡Oh!, eso es injusto -repuso el canónigo, observando la penosa impresión que manifestaba el semblante del ingeniero.

      -Mi tía tiene razón -afirmó Pepe-. Hoy aprendemos un poco de todo, y salimos de las escuelas con rudimentos de diferentes estudios.

      -Decía -añadió el canónigo- que será Vd. un gran arqueólogo.

      -No sé una palabra de esa ciencia -repuso el joven-. Las ruinas son ruinas, y nunca me ha gustado empolvarme en ellas.

      D. Cayetano hizo una mueca muy expresiva.

      -No es esto condenar la arqueología -dijo vivamente el sobrino de doña Perfecta, advirtiendo con dolor que no pronunciaba una palabra sin herir a alguien-. Bien sé que del polvo sale la historia. Esos estudios son preciosos y utilísimos.

      -Usted -observó el Penitenciario, metiéndose el palillo en la última muela- se inclinará más a los estudios de controversia. Ahora se me ocurre una excelente idea, Sr. D. José. Vd. debiera ser abogado.

      -La abogacía es una profesión que aborrezco -replicó Pepe Rey-. Conozco abogados muy respetables, entre ellos a mi padre, que es el mejor de los hombres. A pesar de tan buen ejemplo, en mi vida me hubiera sometido a ejercer una profesión que consiste en defender lo mismo en pro que en contra de las cuestiones. No conozco error, ni preocupación, ni ceguera más grande que el empeño de las familias en inclinar a la mejor parte de la juventud a la abogacía. La primera y más terrible plaga de España es la turbamulta de jóvenes abogados, para cuya existencia es necesario una fabulosa cantidad de pleitos. Las cuestiones se multiplican en proporción de la demanda. Aun así, muchísimos se quedan sin trabajo, y como un señor jurisconsulto no puede tomar el arado ni sentarse al telar, de aquí proviene ese brillante escuadrón de holgazanes llenos de pretensiones que fomentan la empleomanía, perturban la política, agitan la opinión y engendran las revoluciones. De alguna parte han de comer. Mayor desgracia sería que hubiera pleitos para todos.

      -Pepe, por Dios, mira lo que hablas -dijo doña Perfecta, con marcado tono de severidad-. Pero dispénsele Vd., Sr. D. Inocencio... porque él ignora que Vd. tiene un sobrinito el cual, aunque recién salido de la Universidad, es un portento en la abogacía.

      -Yo hablo en términos generales -manifestó Pepe con firmeza-. Siendo, como soy, hijo de un abogado ilustre, no puedo desconocer que algunas personas ejercen esta noble profesión con verdadera gloria.

      -No... si mi sobrino es un chiquillo todavía -dijo el canónigo, afectando humildad-. Muy lejos de mi ánimo afirmar que es un prodigio de saber, como el Sr. de Rey. Con el tiempo quién sabe... Su talento no es brillante ni seductor. Por supuesto, las ideas de Jacintito son sólidas, su criterio sano; lo que sabe lo sabe a macha martillo. No conoce sofisterías ni palabras huecas...

      Pepe Rey parecía cada vez más inquieto. La idea de que sin quererlo, estaba en contradicción con las ideas de los amigos de su tía, le mortificaba, y resolvió callar por temor a que él y D. Inocencio concluyeran tirándose los platos a la cabeza. Felizmente el esquilón de la catedral, llamando a los canónigos a la importante tarea del coro, le sacó de situación tan penosa. Levantose el venerable varón y se despidió de todos, mostrándose con Pepe tan lisonjero, tan amable, cual si la amistad más íntima desde largo tiempo les uniera. El canónigo, después de ofrecerse para servirle en todo, le prometió presentarle a su sobrino, a fin de que este le acompañase a ver la población, y le dijo las expresiones más cariñosas, dignándose agraciarle al salir con una palmadita en el hombro. Pepe Rey aceptando con gozo aquellas fórmulas de concordia, vio, sin embargo, el cielo abierto cuando el sacerdote salió del comedor y de la casa.

      Capítulo VIII

       A toda prisa

       Índice

      Poco después la escena había cambiado. Don Cayetano, encontrando descanso a sus sublimes tareas en un dulce sueño que de él se amparó, dormía blandamente en un sillón del comedor. Doña Perfecta andaba por la casa tras sus quehaceres. Rosarito, sentándose junto a una de las vidrieras que a la huerta se abrían, miró a su primo, diciéndole con la muda oratoria de los ojos:

      -Primo, siéntate aquí junto a mí, y dime todo eso que tienes que decirme.

      Pepe Rey, aunque matemático, lo comprendió.

      -Querida prima -dijo Pepe-, ¡cuánto te habrás aburrido hoy con nuestras disputas! Bien sabe Dios que por mi gusto no habría pedanteado como viste; pero el señor canónigo tiene la culpa... ¿Sabes que me parece singular ese señor sacerdote?...

      -¡Es una persona excelente! -repuso Rosarito, demostrando el gozo que sentía por verse en disposición de dar a su primo todos los datos y noticias que necesitase.

      -¡Oh!, sí, una excelente persona. ¡Bien se conoce!

      -Cuando le sigas tratando, conocerás...

      -Que no tiene precio. En fin, basta que sea amigo de tu mamá y tuyo para que también lo sea mío -afirmó el joven-. ¿Y viene mucho acá?

      -Toditos los días. Nos acompaña mucho -repuso Rosarito con ingenuidad-. ¡Qué bueno y qué amable es! ¡Y cómo me quiere!

      -Vamos, ya me va gustando ese señor.

      -Viene también por las noches a jugar al tresillo -añadió la joven-, porque a prima noche se reúnen aquí algunas personas, el juez de primera instancia, el promotor fiscal, el deán, el secretario del obispo, el alcalde, el recaudador de contribuciones, el sobrino de D. Inocencio...

      -¡Ah! Jacintito, el abogado.

      -Ese. Es un pobre muchacho más bueno que el pan. Su tío le adora. Desde que vino de la Universidad, con su borla de doctor... porque es doctor de un par de facultades, y sacó nota de sobresaliente... ¿qué crees tú?, ¡vaya!... pues desde que vino, su tío le trae aquí con mucha frecuencia. Mamá también le quiere mucho... Es un muchacho


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