Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós

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Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós


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que es muy hermosa y está llena de preciosidades. Vienen muchos ingleses a verla. No abras las dos ventanas a un tiempo, porque las corrientes de aire son muy malas.

      -Querida prima -dijo Pepe con el alma inundada de inexplicable gozo-. En todo lo que está delante de mis ojos veo una mano de ángel que no puede ser sino la tuya. ¡Qué hermoso cuarto es este! Me parece que he vivido en él toda mi vida. Está convidando a la paz.

      Rosarito no contestó nada a estas cariñosas expresiones, y sonriendo salió.

      -No tardes -dijo desde la puerta- el comedor está también abajo... en el centro de esta galería.

      Entró el tío Licurgo con el equipaje. Pepe le recompensó con una largueza a que el labriego no estaba acostumbrado, y este, después de dar las gracias con humildad, llevose la mano a la cabeza como quien ni se pone ni se quita el sombrero, y en tono embarazoso, mascando las palabras, como quien no dice ni deja de decir las cosas, se expresó de este modo:

      -¿Cuándo será la mejor hora para hablar al señor D. José de un... de un asuntillo?

      -¿De un asuntillo? Ahora mismo -repuso Pepe, abriendo su baúl.

      -No es oportunidad -dijo el labriego-. Descanse el Sr. D. José, que tiempo tenemos. Más días hay que longanizas, como dijo el otro; y un día viene tras otro día... Que Vd. descanse, Sr. D. José... Cuando quiera dar un paseo... la jaca no es mala... Con que buenos días, Sr. D. José. Que viva Vd. mil años... ¡Ah!, se me olvidaba -añadió, volviendo a entrar después de algunos segundos de ausencia-. Si quiere Vd. algo para el señor juez municipal... Ahora voy allá a hablarle de nuestro asuntillo...

      -Dele Vd. expresiones -dijo festivamente, no encontrando mejor fórmula para sacudirse de encima al legislador espartano.

      -Pues quede con Dios el Sr. D. José.

      -Abur.

      El ingeniero no había sacado su ropa, cuando aparecieron por tercera vez en la puerta los sagaces ojuelos y la marrullera fisonomía del tío Licurgo.

      -Perdone el Sr. D. José -dijo mostrando en afectada risa sus blanquísimos dientes-. Pero... quería decirle que si Vd. desea que esto se arregle por amigables componedores... Aunque, como dijo el otro, pon lo tuyo en consejo y unos dirán que es blanco y otros que es negro...

      -¿Hombre, quiere Vd. irse de aquí?

      -Dígolo porque a mí me carga la justicia. No quiero nada con justicia. Del lobo un pelo y ese de la frente. Con que con Dios, Sr. D. José. Dios le conserve sus días para favorecer a los pobres...

      -Adiós, hombre, adiós.

      Pepe echó la llave a la puerta, y dijo para sí:

      -La gente de este pueblo parece muy pleitista.

      Capítulo V

       ¿Habrá desavenencia?

       Índice

      Poco después, Pepe se presentaba en el comedor.

      -Si almuerzas fuerte -le dijo doña Perfecta con cariñoso acento- se te va a quitar la gana de comer. Aquí comemos a la una. Las modas del campo no te gustarán.

      -Me encantan, señora tía.

      -Pues di lo que prefieres: ¿almorzar fuerte ahora o tomar una cosita ligera para que resistas hasta la hora de comer?

      -Escojo la cosa ligera para tener el gusto de comer con ustedes; y si en Villahorrenda hubiera encontrado algún alimento, nada tomaría a esta hora.

      -Por supuesto, no necesito decirte que nos trates con toda franqueza. Aquí puedes mandar como si estuvieras en tu casa.

      -Gracias, tía.

      -¡Pero cómo te pareces a tu padre! -añadió la señora, contemplando con verdadero arrobamiento al joven mientras este comía-. Me parece que estoy mirando a mi querido hermano Juan. Se sentaba como te sientas tú, y comía lo mismo que tú. En el modo de mirar sobre todo sois como dos gotas de agua.

      Pepe la emprendió con el frugal desayuno. Las expresiones así como la actitud y las miradas de su tía y prima le infundían tal confianza, que se creía ya en su propia casa.

      -¿Sabes lo que me decía Rosario esta mañana? -indicó doña Perfecta, fija la vista en su sobrino-. Pues me decía que tú, como hombre hecho a las pompas y etiquetas de la corte y a las modas del extranjero, no podrás soportar esta sencillez un poco rústica en que vivimos y esta falta de buen tono, pues aquí todo es a la pata la llana.

      -¡Qué error! -repuso Pepe, mirando a su prima-. Nadie aborrece más que yo las falsedades y comedias de lo que llaman alta sociedad. Crean ustedes que hace tiempo deseo darme, como decía no sé quién, un baño de cuerpo entero en la naturaleza; vivir lejos del bullicio, en la soledad y sosiego del campo. Anhelo la tranquilidad de una vida sin luchas, sin afanes, ni envidioso ni envidiado, como dijo el poeta. Durante mucho tiempo mis estudios primero y mis trabajos después me han impedido el descanso que necesito y que reclaman mi espíritu y mi cuerpo; pero desde que entré en esta casa, querida tía, querida prima, me he sentido rodeado de la atmósfera de paz que deseo. No hay que hablarme, pues, de sociedades altas ni bajas, ni de mundos grandes ni chicos, porque de buen grado los cambio todos por este rincón.

      Esto decía cuando los cristales de la puerta que comunicaba el comedor con la huerta se oscurecieron por la superposición de una larga opacidad negra. Los vidrios de unos espejuelos despidieron, heridos por la luz del sol, fugitivo rayo; rechinó el picaporte, abriose la puerta y el señor Penitenciario penetró con gravedad en la estancia. Saludó y se inclinó, quitándose la canaleja hasta tocar con el ala de ella al suelo.

      -Es el señor Penitenciario de esta Santa Catedral -dijo Doña Perfecta-, persona a quien estimamos mucho y de quien espero serás amigo. Siéntese usted, Sr. D. Inocencio.

      Pepe estrechó la mano del venerable canónigo y ambos se sentaron.

      -Pepe, si acostumbras fumar después de comer no dejes de hacerlo -manifestó benévolamente doña Perfecta-, ni el señor Penitenciario tampoco.

      A la sazón el buen D. Inocencio sacaba de debajo de la sotana una gran petaca de cuero, marcado con irrecusables señales de antiquísimo uso, y la abrió desenvainando de ella dos largos pitillos, uno de los cuales ofreció a nuestro amigo. De un cartoncejo que irónicamente llaman los españoles wagon, sacó Rosario un fósforo, y bien pronto ingeniero y canónigo echaban su humo el uno sobre el otro.

      -¿Y qué le parece al Sr. D. José nuestra querida ciudad de Orbajosa? -preguntó el canónigo, cerrando fuertemente el ojo izquierdo, según su costumbre mientras fumaba.

      -Todavía no he podido formar idea de este pueblo -dijo Pepe-. Por lo poco que he visto, me parece que no le vendrían mal a Orbajosa media docena de grandes capitales dispuestos a emplearse aquí, un par de cabezas inteligentes que dirigieran la renovación de este país, y algunos miles de manos activas. Desde la entrada del pueblo hasta la puerta de esta casa he visto más de cien mendigos. La mayor parte son hombres sanos y aun robustos. Es un ejército lastimoso cuya vista oprime el corazón.

      -Para eso está la caridad -afirmó D. Inocencio-. Por lo demás, Orbajosa no es un pueblo miserable. Ya sabe Vd. que aquí se producen los primeros ajos de toda España. Pasan de veinte las familias ricas que viven entre nosotros.

      -Verdad es -indicó doña Perfecta- que los últimos años han sido detestables a causa de la seca; pero aun así las paneras no están vacías, y se han llevado últimamente al mercado muchos miles de ristras de ajos.

      -En tantos años que llevo de residencia en Orbajosa -dijo el clérigo, frunciendo el ceño- he visto llegar aquí innumerables personajes de la Corte, traídos unos por la gresca electoral, otros por visitar algún abandonado terruño o ver las antigüedades de la catedral, y todos entran hablándonos de arados ingleses, de trilladoras mecánicas, de saltos de aguas de bancos y qué


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