Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós

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Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós


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senda a cuyos lados se veían hermosos trigos que con su lozanía y temprana madurez recreaban la vista-. Este campo parece mejor cultivado. Veo que no todo es tristeza y miseria en los Alamillos.

      El labriego puso cara de lástima, y afectando cierto desdén hacia los campos elogiados por el viajero, dijo en todo humildísimo:

      -Señor, esto es mío.

      -Perdone Vd. -replicó vivamente el caballero- ya quería yo meter mi hoz en los estados de usted. Por lo visto la filosofía aquí es contagiosa.

      Bajaron inmediatamente a una cañada que era lecho de pobre y estancado arroyo, y pasado este, entraron en un campo lleno de piedras, sin la más ligera muestra de vegetación.

      -Esta tierra es muy mala -dijo el caballero volviendo el rostro para mirar a su guía y compañero que se había quedado un poco atrás-. Difícilmente podrá Vd. sacar partido de ella, porque todo es fango y arena.

      Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:

      -Esto... es de Vd.

      -Veo que aquí todo lo malo es mío -afirmó el caballero riendo jovialmente.

      Cuando esto hablaban tomaron de nuevo el camino real. Ya la luz del día, entrando en alegre irrupción por todas las ventanas y claraboyas del hispano horizonte, inundaba de esplendorosa claridad los campos. El inmenso cielo sin nubes parecía agrandarse más y alejarse de la tierra para verla y en su contemplación recrearse desde más alto. La desolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos de color gredoso, dividida toda en triángulos y cuadriláteros amarillos o negruzcos, pardos o ligeramente verdegueados, semejaba en cierto modo a la capa del harapiento que se pone al sol. Sobre aquella capa miserable, el cristianismo y el islamismo habían trabado épicas batallas. Gloriosos campos, sí, pero los combates de antaño les habían dejado horribles.

      -Me parece que hoy picará el sol, Sr. Licurgo -dijo el caballero desembarazándose un poco del abrigo en que se envolvía-. ¡Qué triste camino! No se ve ni un solo árbol en todo lo que alcanza la vista. Aquí todo es al revés. La ironía no cesa. ¿Por qué si no hay aquí álamos grandes ni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?

      El tío Licurgo no contestó a la pregunta, porque con toda su alma atendía a lejanos ruidos que de improviso se oyeron, y con ademán intranquilo detuvo su cabalgadura, mientras exploraba el camino y los cerros lejanos con sombría mirada.

      -¿Qué hay? -preguntó el viajero, deteniéndose también.

      -¿Trae Vd. armas, D. José?

      -Un revólver... ¡Ah!, ya comprendo. ¿Hay ladrones?

      -Puede... -repuso el labriego con mucho recelo-. Me parece que sonó un tiro.

      -Allá lo veremos... ¡adelante! -dijo el caballero picando su jaca-. No serán tan temibles.

      -Calma, Sr. D. José -exclamó el aldeano deteniéndole-. Esa gente es más mala que Satanás. El otro día asesinaron a dos caballeros que iban a tomar el tren... Dejémonos de fiestas. Gasparón el Fuerte, Pepito Chispillas, Merengue y Ahorca-Suegras no me verán la cara en mis días. Echemos por la vereda.

      -Adelante, Sr. Licurgo.

      -Atrás, Sr. D. José -replicó el labriego con afligido acento-. Vd. no sabe bien qué gente es esa. Ellos fueron los que el mes pasado robaron de la iglesia del Carmen el copón, la corona de la Virgen y dos candeleros; ellos fueron los que hace dos años saquearon el tren que iba para Madrid.

      D. José, al oír tan lamentables antecedentes, sintió que aflojaba un poco su intrepidez.

      -¿Ve Vd. aquel cerro grande y empinado que hay allá lejos? Pues allí se esconden esos pícaros en unas cuevas que llaman la Estancia de los Caballeros.

      -¡De los Caballeros!

      -Sí señor. Bajan al camino real, cuando la guardia civil se descuida, y roban lo que pueden. ¿No ve Vd. más allá de la vuelta del camino, una cruz, que se puso en memoria de la muerte que dieron al alcalde de Villahorrenda cuando las elecciones?

      -Sí, veo la cruz.

      -Allí hay una casa vieja, en la cual se esconden para aguardar a los trajineros. A aquel sitio llamamos las Delicias.

      -¡Las Delicias!...

      -Si todos los que han sido muertos y robados al pasar por ahí resucitaran, podría formarse con ellos un ejército.

      Cuando esto decían, oyéronse más de cerca los tiros, lo que turbó un poco el esforzado corazón de los viajantes, pero no el del zagalillo, que retozando de alegría pidió al Sr. Licurgo licencia para adelantarse y ver la batalla que tan cerca se había trabado. Observando la decisión del muchacho, avergonzose D. José de haber sentido miedo o cuando menos un poco de respeto a los ladrones y exclamó, espoleando la jaca:

      -Pues allá iremos todos. Quizás podamos prestar auxilio a los infelices viajeros que en tan gran aprieto se ven, y poner las peras a cuarto a los caballeros.

      Esforzábase el labriego en convencer al joven de la temeridad de sus propósitos, así como de lo inútil de su generosa idea, porque los robados, robados estaban y quizás muertos, y en situación de no necesitar auxilio de nadie. Insistía el señor a pesar de estas sesudas advertencias, contestaba el aldeano, oponiendo la más viva resistencia, cuando la presencia de dos o tres carromateros que por el camino abajo tranquilamente venían conduciendo una galera, puso fin a la cuestión. No debía de ser grande el peligro cuando tan sin cuidado venían aquellos, cantando alegres coplas; y así fue en efecto, porque los tiros, según dijeron, no eran disparados por los ladrones, sino por la guardia civil, que de este modo quería cortar el vuelo a media docena de cacos que ensartados conducía a la cárcel de la villa.

      -Ya, ya sé lo que ha sido -dijo Licurgo, señalando leve humareda que a mano derecha del camino y a regular distancia se descubría-. Allí les han escabechado. Esto pasa un día sí y otro no.

      El caballero no comprendía.

      -Yo le aseguro al Sr. D. José -añadió con energía el legislador lacedemonio-, que está muy retebién hecho; porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez les marca un poco y después les suelta. Si al cabo de seis años de causa alguno va a presidio, a lo mejor se escapa, o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel, y cuando se pasa por un lugar a propósito... «¡ah!, perro que te quieres escapar... pum, pum...». Ya está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la vista, dada la sentencia... todo en un minuto. Bien dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.

      -Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino, a más de largo, no tiene nada de ameno -dijo Rey.

      Al pasar junto a las Delicias vieron a poca distancia del camino a los guardias que minutos antes habían ejecutado la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante. Pero no habían andado veinte pasos cuando sintieron el galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez que por momentos les alcanzaba. Volviose nuestro viajero y vio un hombre, mejor dicho un Centauro, pues no podía concebirse más perfecta armonía entre caballo y jinete, el cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes, ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba una gran valija de cuero, en cuya tapa se veía en letras gordas la palabra Correo.

      -Hola, buenos días, Sr. Caballuco -dijo Licurgo, saludando al jinete cuando estuvo cerca-. ¡Cómo le hemos tomado la delantera!, pero usted llegará antes si se pone a ello.

      -Descansemos un poco -repuso el Sr. Caballuco, poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros, y observando atentamente al principal de los tres-. Puesto que hay tan buena compaña...


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