Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Colección de Julio Verne - Julio Verne


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espectáculo siempre cambiante de estas maravillas submarinas? En cuanto a mí, debo decirle que me disgustaría ahora dar por terminado un viaje que a tan pocos hombres les ha sido dado poder hacer.

      -Pero ¿se da usted cuenta, señor Aronnax, que hace ya tres meses que estamos aprisionados a bordo de este Nautilus?

      -No, Ned, no quiero darme cuenta, yo no cuento los días ni las horas.

      -¿Y cuándo va a acabar esta situación?

      -La conclusión vendrá a su tiempo. Además, no podemos hacer nada, y estamos discutiendo inútilmente. Si viniera usted a decirme: «Se nos ofrece una oportunidad de evasión», la discutiría con usted. Pero no es éste el caso, y para hablarle con toda franqueza, no creo que el capitán Nemo se aventure nunca por los mares europeos.

      Tan breve diálogo hará ver que, fanático del Nautilus, había llegado yo a encarnarme en la piel de su comandante.

      Ned Land terminó esa conversación rezongando estas palabras que se decía a sí mismo:

      -Todo eso está muy bien, pero para mí, donde hay coerción, no hay placer posible.

      Durante cuatro días, hasta el 3 de febrero, el Nautilus visitó el mar de Omán, a diversas velocidades y a diferentes profundidades. Parecía navegar al azar, como si dudara de la ruta a seguir, pero no sobrepasó el trópico de Cáncer.

      Al abandonar el mar de Omán avistamos por un instante Mascate, la más importante ciudad del país de Omán. Me admiró su extraño aspecto en medio de las negras rocas que la rodean en contraste con sus blancas casas y sus fuertes. Vi las cúpulas redondeadas de sus mezquitas, la punta elegante de sus alminares, sus frescas y verdes terrazas. Pero no fue más que una rápida visión, tras la cual el Nautilus se sumergió nuevamente en las aguas oscuras de esos parajes.

      Navegó luego a una distancia de seis millas a lo largo de las costas arábigas de Mahrah y de Hadramaut, con su línea ondulada de montañas en las que se veían algunas antiguas ruinas.

      El 5 de febrero entrábamos en el golfo de Aden, verdadero embudo introducido en ese cuello de botella que es el estrecho de Bab el Mandeb por el que pasan las aguas del Indico al mar Rojo.

      El 6 de febrero, el Nautilus se hallaba a la vista de Aden, situada en lo alto de un promontorio que un estrecho istmo une al continente. Aden es una especie de Gibraltar inaccesible, con sus fortificaciones que han restaurado los ingleses tras su conquista en 1839. Pude entrever los alminares octogonales de esta ciudad que fue antiguamente, según el historiador Edrisi, el centro comercial más rico de la costa.

      Llegados a tal punto, yo creí que el capitán Nemo iba a retroceder, pero me equivocaba y, con gran sorpresa por mi parte, no lo hizo.

      Al día siguiente, 7 de febrero, embocábamos el estrecho de Bab el Mandeb, nombre que en lengua árabe significa ‘la puerta de las lágrimas’. De veinte millas de anchura, su longitud no excede de cincuenta y dos kilómetros. Para el Nautilus, lanzado a toda velocidad, su travesía fue apenas asunto de una hora. Pero no pude ver nada, ni tan siquiera la isla de Perim, fortificada por el gobierno británico para mejor proteger Aden. Eran demasiados los vapores ingleses o franceses, de las líneas de Suez a Bombay, a Calcuta, a Melburne, a Bourbon y a Mauricio, que surcaban aquel estrecho paso, para que el Nautilus tratara de mostrarse. Ello hizo que se mantuviera prudentemente entre dos aguas. A mediodía estábamos ya surcando las aguas del mar Rojo.

      El mar Rojo, lago célebre de tradiciones bíblicas, no refrescado apenas por las lluvias ni regado por ningún río importante, está sometido a una excesiva evaporación que le hace perder anualmente una masa líquida de metro y medio de altura. Singular golfo este, que, cerrado, en las condiciones de un lago, quedaría tal vez enteramente desecado. Tiene menos recursos a este respecto que sus vecinos, el Caspio y el mar Muerto, cuyos niveles han descendido solamente hasta el punto en que su evaporación ha igualado el caudal de las aguas que reciben.

      El mar Rojo tiene una longitud de dos mil seiscientos kilómetros y una anchura media de doscientos cuarenta. En tiempos de los Ptolomeos y de los emperadores romanos fue la gran arteria comercial del mundo. La horadación del istmo habrá de restituirle su antigua importancia, ya recuperada en parte por el ferrocarril de Suez.

      Ni tan siquiera traté yo de comprender la razón del capricho que había inducido al capitán Nemo a meternos en ese golfo, pero aprobé sin reservas que lo hiciera. El Nautilus se desplazaba con una velocidad media, ya manteniéndose en la superficie ya sumergiéndose para evitar a los navíos, y así pude yo observar el interior y el exterior de ese mar tan curioso.

      El 8 de febrero, en la madrugada, avistamos Moka, ciudad ahora en ruinas con unas murallas que se desmoronan al solo ruido de un cañonazo y que apenas si dan protección a unas verdes palmeras. Ciudad importante en otro tiempo, con seis mercados públicos, veintisiete mezquitas y unas murallas, entonces defendidas por catorce fuertes, que formaban un cinturón de tres kilómetros.

      El Nautilus se aproximó luego a las orillas africanas, donde la profundidad del mar es más considerable. Allí, entre dos aguas de una limpidez cristalina, pudimos ver, por nuestros cristales, admirables «matorrales» de brillantes corales y vastos muros rocosos revestidos de un espléndido tapiz verde de algas y de fucos. ¡Qué indescriptible espectáculo y qué variedad de paisajes en las rasaduras de esas rocas y de esas islas volcánicas que confinan con las costas libias! Pero fue en las orillas orientales, a las que no tardó en llegar el Nautilus, donde las arborescencias aparecieron en toda su belleza, en las costas del Tehama, pues allí esas exhibiciones de zoófitos no solamente florecían bajo el mar, sino que formaban también pintorescos entrelazamientos que se desarrollaban a diez brazas por encima, más caprichosos pero menos coloreados que aquéllos cuyo frescor era mantenido por la húmeda vitalidad de las aguas.

      ¡Cuántas horas maravillosas pasé así en el observatorio del salón! ¡Cuántas muestras nuevas de la flora y de la fauna submarinas pude admirar a la luz de nuestro fanal eléctrico! Fungias agariciformes, actinias de color pizarroso, entre otras la thalassianthus aster, tubíporas dispuestas como flautas a la espera del soplo del dios Pan, conchas propias de este mar, que se establecen en las excavaciones madrepóricas, con la base contorneada en una breve espiral, y mil especímenes de un polípero que aún no había observado, la vulgar esponja.

      La clase de los espongiarios, primera del grupo de los pólipos, ha sido creada precisamente por ese curioso producto de utilidad indiscutible. La esponja no es un vegetal como creen aún algunos naturalistas, sino un animal de último orden, un polípero inferior al del coral. Su animalidad no es dudosa, y ni tan siquiera es ya admisible la opinión de los antiguos que la consideraban como un ser intermedio entre la planta y el animal. Debo decir, sin embargo, que los naturalistas no se han puesto de acuerdo sobre el modo de organización de la esponja. Para unos, es un polípero, y para otros, como, por ejemplo, Milne Edwards, es un individuo aislado y único.

      La clase de los espongiarios contiene unas trescientas especies que se encuentran en un gran número de mares e incluso en algunos ríos, lo que les da el nombre de fluviátiles. Pero sus aguas predilectas son las del Mediterráneo, archipiélago griego, costa siria y mar Rojo. Allí se reproducen y se desarrollan esas esponjas finas y suaves cuyo valor se eleva hasta ciento cincuenta francos, la esponja rubia de Siria, la dura de Berbería, etc. Pero como no podía esperar estudiar esos zoófitos en el Mediterráneo, del que nos separaba el infranqueable istmo de Suez, me contenté con observarlos en el mar Rojo.

      Llamé a Conseil a mi lado y ambos nos pusimos a observar, mientras el Nautilus se deslizaba lentamente a ras de las rocas de la costa oriental, a una profundidad media de ocho a nueve metros. Crecían allí esponjas de todas las formas: pediculadas, foliáceas, globulares y digitadas. Esas formas justificaban con bastante exactitud esos nombres de canastillas, cálices, ruecas, asta de ciervo, pata de león, cola de pavo real, guante de Neptuno, que les han atribuido los pescadores, más poéticos que los sabios. De su tejido fibroso, impregnado de una sustancia gelatinosa semifluida, manaban incesantemente chorritos de agua que, tras haber llevado la vida a cada célula, eran expulsados por un movimiento contráctil. Esa sustancia desaparece tras la muerte del pólipo, y se pudre liberando amoníaco. Entonces


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