Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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El telegrama desde Londres, si Sir Henry lo mencionaba en presencia de los Stapleton, serviría para eliminar las últimas sospechas. Ya me parecía ver cómo nuestras redes se cerraban en torno al lucio de mandíbula estrecha.

      La señora Laura Lyons estaba en su despacho, y Sherlock Holmes inició la entrevista con tanta franqueza y de manera tan directa que la hija de Frankland no pudo ocultar su asombro.

      —Estoy investigando las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles Baskerville —dijo Holmes—. Mi amigo aquí presente, el doctor Watson, me ha informado de lo que usted le comunicó y también de lo que ha ocultado en relación con este asunto.

      —¿Qué es lo que he ocultado? —preguntó la señora Lyons, desafiante.

      —Ha confesado que solicitó de Sir Charles que estuviera junto al portillo a las diez en punto. Sabemos que el baronet encontró la muerte en ese lugar y a esa hora y sabemos también que usted ha ocultado la conexión entre esos sucesos.

      —No hay ninguna conexión.

      —En ese caso se trata de una coincidencia de todo punto extraordinaria. Pero espero que a la larga lograremos establecer esa conexión. Quiero ser totalmente sincero con usted, señora Lyons. Creemos estar en presencia de un caso de asesinato y las pruebas pueden acusar no sólo a su amigo, el señor Stapleton, sino también a su esposa. La dama se levantó violentamente del asiento.

      —¡Su esposa! —exclamó.

      —El secreto ha dejado de serlo. La persona que pasaba por ser su hermana es en realidad su esposa.

      La señora Lyons había vuelto a sentarse. Apretaba con las manos los brazos del sillón y vi que las uñas habían perdido el color rosado a causa de la presión ejercida.

      —¡Su esposa! —dijo de nuevo—. ¡Su esposa! No está casado.

      Sherlock Holmes se encogió de hombros.

      —¡Demuéstremelo! ¡Demuéstremelo! Y si lo hace... —el brillo feroz de sus ojos fue más elocuente que cualquier palabra.

      —Vengo preparado —dijo Holmes sacando varios papeles del bolsillo—. Aquí tiene una fotografía de la pareja hecha en York hace cuatro años. Al dorso está escrito «El señor y la señora Vandeleur», pero no le costará trabajo identificar a Stapleton, ni tampoco a su pretendida hermana, si la conoce usted de vista. También dispongo de tres testimonios escritos, que proceden de personas de confianza, con descripciones del señor y de la señora Vandeleur, cuando se ocupaban del colegio particular St. Oliver. Léalas y dígame si le queda alguna duda sobre la identidad de esas personas.

      La señora Lyons lanzó una ojeada a los papeles que le presentaba Sherlock Holmes y luego nos miró con las rígidas facciones de una mujer desesperada.

      —Señor Holmes —dijo—, ese hombre había ofrecido casarse conmigo si yo conseguía el divorcio. Me ha mentido, el muy canalla, de todas las maneras imaginables. Ni una sola vez me ha dicho la verdad. Y ¿por qué, por qué? Yo imaginaba que lo hacía todo por mí, pero ahora veo que sólo he sido un instrumento en sus manos. ¿Por qué tendría que mantener mi palabra cuando él no ha hecho más que engañarme? ¿Por qué tendría que protegerlo de las consecuencias de sus incalificables acciones? Pregúnteme lo que quiera: no le ocultaré nada. Una cosa sí le juro, y es que cuando escribí la carta nunca soñé que sirviera para hacer daño a aquel anciano caballero que había sido el más bondadoso de los amigos.

      —No lo dudo, señora —dijo Sherlock Holmes—, y como el relato de todos esos acontecimientos podría serle muy doloroso, quizá le resulte más fácil escuchar el relato que voy a hacerle, para que me corrija cuando cometa algún error importante. ¿Fue Stapleton quien sugirió el envío de la carta?

      —Él me la dictó.

      —Supongo que la razón esgrimida fue que usted recibiría ayuda de Sir Charles para los gastos relacionados con la obtención del divorcio.

      —En efecto.

      —Y que luego, después de enviada la carta, la disuadió de que acudiera a la cita.

      —Me dijo que se sentiría herido en su amor propio si cualquier otra persona proporcionaba el dinero para ese fin, y que a pesar de su pobreza consagraría hasta el último céntimo de que disponía para apartar los obstáculos que se interponían entre nosotros.

      —Parece una persona muy consecuente. Y ya no supo usted nada más hasta que leyó en el periódico la noticia de la muerte de Sir Charles.

      —Así fue.

      —¿También le hizo jurar que no hablaría a nadie de su cita con Sir Charles?

      —Sí. Dijo que se trataba de una muerte muy misteriosa y que sin duda se sospecharía de mí si llegaba a saberse la existencia de la carta. Me asustó para que guardara silencio.

      —Era de esperar. ¿Pero usted sospechaba algo?

      La señora Lyons vaciló y bajó los ojos.

      —Sabía cómo era —dijo—. Pero si no hubiera faltado a su palabra yo siempre le habría sido fiel.

      —Creo que, en conjunto, puede considerarse afortunada al escapar como lo ha hecho —dijo Sherlock Holmes—. Tenía usted a Stapleton en su poder, él lo sabía y sin embargo aún sigue viva. Lleva meses caminando al borde de un precipicio. Y ahora, señora Lyons, vamos a despedirnos de usted por el momento; es probable que pronto tenga otra vez noticias nuestras.

      —El caso se está cerrando y, una tras otra, desaparecen las dificultades —dijo Holmes mientras esperábamos la llegada del expreso procedente de Londres—. Muy pronto podré explicar con todo detalle uno de los crímenes más singulares y sensacionales de los tiempos modernos. Los estudiosos de la criminología recordarán los incidentes análogos de Grodno, en la Pequeña Rusia, el año 1866 y también, por supuesto, los asesinatos Anderson de Carolina del Norte, aunque este caso posee algunos rasgos que son específicamente suyos, porque todavía carecemos, incluso ahora, de pruebas concluyentes contra ese hombre tan astuto. Pero mucho me sorprenderá que no se haga por completo la luz antes de que nos acostemos esta noche.

      El expreso de Londres entró rugiendo en la estación y un hombre pequeño y nervudo con aspecto de bulldog saltó del vagón de primera clase. Nos estrechamos la mano y advertí enseguida, por la forma reverente que Lestrade tenía de mirar a mi compañero, que había aprendido mucho desde los días en que trabajaron juntos por vez primera. Aún recordaba perfectamente el desprecio que las teorías de Sherlock Holmes solían despertar en aquel hombre de espíritu tan práctico.

      —¿Algo que merezca la pena? —preguntó.

      —Lo más grande en mucho años —dijo Holmes—. Disponemos de dos horas antes de empezar. Creo que vamos a emplearlas en comer algo, y luego, Lestrade, le sacaremos de la garganta la niebla de Londres haciéndole respirar el aire puro de las noches de Dartmoor. ¿No ha estado nunca en el páramo? ¡Espléndido! No creo que olvide su primera visita.

      14. El sabueso de los Baskerville

      Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que en realidad se le puede llamar defecto— era lo mucho que se resistía a comunicar sus planes antes del momento mismo de ponerlos por obra. Ello obedecía en parte, sin duda, a su carácter autoritario, que le empujaba a dominar y a sorprender a quienes se hallaban a su alrededor. Y también en parte a su cautela profesional, que le llevaba siempre a reducir los riesgos al mínimo. Esta costumbre, sin embargo, resultaba muy molesta para quienes actuaban como agentes y colaboradores suyos. Yo había sufrido ya por ese motivo con frecuencia, pero nunca tanto como durante aquel largo trayecto en la oscuridad. Teníamos delante la gran prueba; pero, aunque nos disponíamos a librar la batalla final Holmes no había dicho nada: sólo me cabía conjeturar cuál iba a ser su línea de acción. Apenas pude contener mi nerviosismo cuando, por fin, el frío viento que nos cortaba la cara y los oscuros espacios vacíos a ambos lados del estrecho camino me anunciaron que estábamos


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