Así mueren los santos. Antonio María Sicari

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Así mueren los santos - Antonio María Sicari


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profundidades en las que el creyente se sumerge más cuanto más «cree».

      En los mártires, en cambio, ese grito (con el que el yo se adentra a evocar la Persona misma de Cristo) salta hasta la superficie de su ser, y debe hacer visible la fuerza de Su Presencia.

      Puestos ante el «caso extremo» del más radical testimonio, los mártires dicen al mundo que una vida sin Cristo es muerte, mientras que la muerte con Cristo es para ellos vida eterna.

      «Dar la vida» o «perderla voluntariamente» no es aún martirio, aunque a veces se haya dado ese nombre a la experiencia de hombres generosos que se han sacrificado por la patria, o por una justa causa —o incluso para asegurar la destrucción del enemigo—. Un mártir cristiano lo es con dos condiciones. Es necesario que su «fuerza» no provenga de una fortaleza humana. Aunque esta es posible en algunos casos (recurriendo a todas las técnicas del valor y la resistencia), el mártir cristiano se basa más bien en su debilidad, que dejar en brazos de Otro, que la cuidará. Tanto es así que al cristiano conducido al martirio —o peor aún a la insoportable tortura que lo prepara—, solo se le pide llegar con fe al umbral de lo insoportable, creyendo que Cristo (su verdadero «yo») lo padecerá en su lugar.

      Así, las Actas auténticas del martirio de las santas Felicidad y Perpetua (tradicionalmente atribuidas a Tertuliano) nos transmiten el episodio de la joven mártir Felicidad que, obligada a parir en la cárcel, a los verdugos que se burlan de ella («¿Qué harás cuando te echemos a las fieras, tú que ahora lloras tanto?») responde con humilde valentía: «¡Ahora soy yo quien sufro, pero allí será Otro quien sufrirá en mi lugar!».

      Además, es necesario que el mártir muera sin una pizca de odio o rencor hacia sus perseguidores, sino casi llevándolos con él —en su perdón, en su amor y su esperanza—, ofreciéndose en una inefable comunión entre santos y pecadores: una comunión que reanuda los vínculos, precisamente ahí donde el mal querría definitivamente romperlos.

      Los mártires, en suma, se saben ya resucitados con Cristo, mientras son llamados, por gracia, a completar Su pasión en sus propios miembros.

      * * *

      Los primeros siglos de la historia cristiana están llenos de ejemplos de mártires que la tradición ha relatado con afecto, y son muchos los antiguos nombres que han terminado conquistándonos con sus vidas. Ya el historiador Tácito escribe que una «ingente multitud» de cristianos fue ejecutada bajo el reinado de Nerón. Y los autores cristianos hablaron de «una gran multitud de elegidos», o de «un pueblo incalculable de testigos». Las catacumbas (de san Calixto o de santa Domitila, de Priscila, san Sebastián o de santa Inés) han custodiado su sagrado recuerdo.

      Sin embargo, en este texto hemos preferido evocar algunas figuras de mártires pertenecientes al segundo milenio, que vivieron en contextos históricos y sociopolíticos más cercanos a los nuestros.

      Santo Tomás Becket ha marcado el comienzo del segundo milenio, escogiendo «amar el honor de Dios» y anteponiéndolo a la devoción y la amistad que sentía por su soberano Enrique II. Así las cosas, impidió que el monarca se entrometiese en la Iglesia en Inglaterra.

      En la corte, en un acceso de ira, el rey se desfogó arremetiendo contra «esos cortesanos suyos cobardes que permitían a un sacerdote burlarse de él». Eso bastó para que cuatro rabiosos caballeros jurasen vengar al soberano. Llegaron a Canterbury con una escolta armada en la tarde del 29 de diciembre de 1170, cuando el arzobispo se disponía a celebrar las vísperas. Él, pudiendo encerrarse en la catedral, ordenó sin embargo que dejasen abiertas las puertas: «La Iglesia de Dios no debe convertirse en una fortaleza», dijo. Hubiese podido huir o esconderse en la cripta, pero decidió quedarse junto al altar, revestido con los solemnes ornamentos episcopales y con la cruz en la mano. Los conjurados empuñaban espadas y hachas.

      —¿Dónde está Tomás Becket, el traidor al rey y al reino? —gritaron.

      —No soy un traidor. Soy un sacerdote —respondió el arzobispo, con la vista fija en la imagen de la Virgen que había en la pared frente a él.

      Y mientras todo el grupo se le echaba encima, Tomás se tapó los ojos con las manos y murmuró:

      —En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

      Luego añadió con decisión:

      —Acepto la muerte en el nombre de Jesús y de su Iglesia.

      Le golpearon en la cabeza con un hacha, y se desplomó en un charco de sangre. Los conjurados, antes de saquear el palacio episcopal, ordenaron arrojar el cuerpo a una ciénaga. La noticia de aquel asesinato conmovió a Europa. Se contaba que incluso el propio papa quedó turbado y consternado, y nadie se atrevió a dirigirle la palabra durante ocho días. El mismo Enrique II se encerró tres días en su habitación, sin querer comer nada.

      La trágica muerte en defensa de la libertad de la Iglesia, que padeció Tomás en su catedral, revestido con los ornamentos episcopales y en el curso de una liturgia, impresionó de tal manera a los contemporáneos que incluso se le reconoció el título altisonante de Arzobispo Primado, no solo de una ciudad, sino del mundo entero.

      Fue canonizado en 1173, dos años después de su muerte, y se le encuentra ya representado entre los santos mártires en los mosaicos del ábside de Monreale, construido en 1174.

      Nacido en Londres, Tomás Moro fue uno de los más grandes humanistas de su tiempo. Es autor de una célebre obra de filosofía política titulada Utopía. Casado y padre de cuatro hijos, magistrado, dio testimonio de intensa caridad, llegando a fundar la Casa de la Providencia para acoger ancianos y niños enfermos. En 1529 fue nombrado Canciller del Reino de Inglaterra por el rey Enrique VIII —como ya lo había sido Tomás Becket—. El soberano entró en conflicto con el papa, porque pretendía la invalidación de las nupcias contraídas con Catalina de Aragón (que no le había dado hijos), para casarse con Ana Bolena.

      Al rechazar el pontífice aquella pretensión, el rey se hizo proclamar «único protector y cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra». Moro, en conciencia, no pudo aceptar tal decisión y dimitió como canciller. Encerrado en la Torre de Londres, permaneció allí durante quince meses, meditando la Pasión de Cristo y «tratando de seguir humildemente sus huellas». Hubo muchos que trataron de convencerlo, recordándole que el Acta de Supremacía había sido aceptada incluso por muchos obispos, pero Moro siempre respondía que «la mayor parte de los santos había pensado en vida como él pensaba», y que «el concilio de un solo reino no tenía autoridad contra el concilio general de la Cristiandad». Lo decapitaron en un descampado ante la Torre de Londres —precisamente el 6 de julio de 1535, víspera de la fiesta de santo Tomás Becket—.

      El día anterior de su muerte escribió a su hija: «Querría ir al paraíso mañana, en un día tan propicio para mí». Y, como el primer Tomás había elegido morir repitiendo las últimas palabras de Esteban protomártir, así también Moro se dirigió a los jueces que lo acababan de condenar, evocando el mismo episodio bíblico: «No tengo nada que añadir, señores, sino esto: como el apóstol Pablo, según leemos en los Hechos de los Apóstoles, asistió consintiendo en la muerte de san Esteban, guardando la ropa de los que lo lapidaban, y ahora es santo y está con él, en el cielo, donde estarán unidos para siempre, verdaderamente del mismo modo espero (y rezaré intensamente por esto) que vosotros y yo, mis señores, que habéis sido mis jueces y me habéis condenado en la tierra, podamos todos juntos encontrarnos con gozo en el cielo por nuestra salvación eterna».

      Así murió cristianamente. Durante toda su vida había mostrado la dignidad del hombre —tan reivindicada en el Renacimiento— armonizando fe, cultura, caridad, afectos familiares, actuación social y política. Al final, muriendo mártir, mostró que su más alta dignidad estaba en dedicar totalmente a Cristo Jesús la propia vida.

      Con Tomás Moro, además, el ideal humanístico del verdadero hombre no solo se afirmó con solemne dignidad ante la persecución y la muerte, sino que alcanzó una cumbre altísima: la de reconocer la plena


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