Matar. Dave Grossman

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Matar - Dave Grossman


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a los animales que se iban a convertir en nuestra comida. Y el hecho de que arrojáramos piedras a los cerdos había violado esta ceremonia y este ritual que estaban completando.

      Rollie fue el último que sacrificaba a sus propios cerdos. Un año tuvo un accidente; se le escurrió el cuchillo y el animal, que solo estaba herido, se soltó y corrió por el patio hasta caer. Después de eso, ya nunca volvió a tener cerdos. Ya no creía ser digno de hacerlo.

      Todo esto desapareció. Los niños que se crían en el lago Wobegon nunca tendrán la oportunidad de verlo.

      Era una experiencia poderosa: la vida y la muerte en el fiel de la balanza.

      Era una vida en la que la gente se valía por sí misma, vivía de la tierra, vivía entre el suelo y Dios. Y se ha perdido, no solo para este mundo sino también para la memoria.

      Garrison Keillor

      «La matanza del cerdo»

      Matar y ciencia: un terreno peligroso

      ¿Por qué deberíamos estudiar el acto de matar? Aunque también cabría preguntarse, ¿por qué deberíamos estudiar el acto sexual? Las dos preguntas tienen mucho en común. Richard Strozzi-Heckler señala que «es a partir del matrimonio mitológico de Ares y Afrodita de donde nace Harmonía». La paz no llegará hasta que hayamos controlado tanto el sexo como la guerra y, para controlar la guerra, tenemos que estudiarla con la misma diligencia que Kinsey o Masters y Johnson. Todas las sociedades tienen un ángulo ciego, una zona en la que les cuesta mucho mirar. Hoy en día este ángulo ciego es el acto de matar. Hace un siglo era el sexo.

      Durante milenios, el hombre se cobijó junto con su familia en cuevas, chozas o casuchas de una habitación. Toda la familia extensa —abuelos, padres, niños—, todos se arremolinaban al calor de una lumbre, con la protección de una única pared. Y durante miles de años el sexo entre marido y mujer solo se podía dar por la noche, en la oscuridad, en esta habitación central atiborrada.

      Una vez entrevisté a una mujer que creció en una familia gitana americana, durmiendo en una gran tienda comunal con tías, tíos, abuelos, padres, primos, hermanos y hermanas a su alrededor. Cuando era joven, el sexo era algo raro, ruidoso, y ligeramente molesto que practicaban los adultos por la noche.

      En este entorno no había habitaciones privadas. Hasta muy recientemente en la historia humana, y para el ser humano medio, no existía el lujo de un dormitorio, ni siquiera de una cama. Si bien de acuerdo con los estándares sexuales de hoy en día esta situación puede parecer extraña, no carecía de ciertas ventajas. Una de ellas es que el abuso sexual de los niños no podía darse sin el conocimiento y el consentimiento tácito de toda la familia. Otra ventaja menos obvia de la forma de vivir de antaño era que a lo largo del ciclo de la vida, del nacimiento a la muerte, el sexo estaba siempre enfrente tuyo, y nadie podía negar que era un aspecto vital, esencial, y poco misterioso de la existencia humana cotidiana.

      Y entonces, con el periodo que conocemos como la era victoriana, todo cambió. De pronto, la típica familia de clase media vivía en una morada con múltiples habitaciones. Los niños crecían sin haber presenciado nunca el acto primario. Y, de repente, el sexo se había convertido en algo oculto, privado, misterioso, amenazador y sucio. La era de la represión de la civilización occidental había comenzado.

      En esta sociedad reprimida, las mujeres se cubrían del tobillo hasta el cuello, e incluso las patas de los muebles se cubrían con faldones, pues la vista de estas patas incomodaba la sensibilidad delicada de la época. Pero, al mismo tiempo que esta sociedad reprimía el sexo, parece ser que se obsesionó con él. La pornografía, tal y como la conocemos, floreció. La prostitución de menores floreció. Y una ola de abusos a niños se desencadenó a través de las generaciones.

      El sexo es una parte natural y esencial de la vida. Una sociedad que no tiene sexo desparecerá en una generación. Hoy en día nuestra sociedad ha empezado el lento y doloroso proceso para escapar de esta dicotomía patológica entre simultáneamente reprimir y obsesionarse por el sexo. Pero puede que hayamos escapado de una negación tan solo para caer en una nueva y quizás más peligrosa.

      Una nueva represión que gravita en torno a matar y la muerte sigue precisamente en paralelo el patrón establecido por la represión sexual anterior.

      A lo largo de la historia el hombre se ha visto rodeado de la muerte personal y del acto de matar. Cuando los miembros de la familia morían a causa de una enfermedad, heridas que no sanaban, o de viejos, morían en el hogar. Cuando morían en algún sitio cercano a la casa, sus cuerpos eran trasladados ahí —cueva, choza, o casucha— y se les preparaba para el entierro familiar.

      En un lugar del corazón es una película en la que Sally Field interpreta a una mujer en una pequeña plantación de algodón a principios del siglo xx. Han disparado de muerte a su marido y lo llevan a la casa. Y, repitiendo un ritual que se realiza desde hace innumerables siglos por parte de innumerables esposas, ella lava su cuerpo desnudo con ternura, preparándolo para el entierro mientras las lágrimas discurren por su rostro.

      En ese mundo, cada familia mataba y limpiaba a sus animales domésticos. La muerte formaba parte de la vida. Innegablemente, matar era esencial para vivir. Y la crueldad rara vez formaba parte del hecho de matar. La humanidad entendía su lugar en la vida, y respetaba el lugar de las criaturas cuyas muertes eran necesarias para perpetuar la existencia. El indio americano pedía perdón al espíritu del ciervo que mataba, y el agricultor americano respetaba la dignidad de los cerdos que sacrificaba.

      Como recoge Garrison Keillor en «La matanza del cerdo», para la mayor parte de gente el sacrificio de animales fue un ritual vital de la actividad cotidiana y estacional hasta la primera mitad del siglo pasado. A pesar de la pujanza de la ciudad, a comienzos del siglo xx la mayor parte de la población, incluso en las sociedades industriales avanzadas, continuó siendo rural. El ama de casa que quería pollo para cenar salía fuera y ella misma le retorcía el pescuezo al animal o pedía a sus hijos que lo hicieran. Los niños observaban el sacrificio cotidiano y estacional, y para ellos matar era una cosa seria, sucia y un poco aburrida que todo el mundo hacía porque formaba parte de la vida.

      En este entorno no había refrigeración y pocos mataderos, morgues u hospitales. Y en estas condiciones inmemoriales, a lo largo de todo el ciclo de la vida, la muerte y el acto de matar siempre estaban delante de ti —bien como partícipe bien como observador aburrido— y nadie podía negar que era una aspecto vital, esencial y común de la existencia humana cotidiana.

      Y entonces, tan solo en las últimas generaciones, todo empezó a cambiar. Los mataderos y las cámaras frigoríficas nos aislaron de la necesidad de matar a nuestros propios animales. La medicina moderna empezó a curar enfermedades, y cada vez se hizo más raro que muriéramos en la juventud o en la plenitud de la vida, y los asilos, hospitales y morgues nos aislaron de la muerte de las personas ancianas. Los niños empezaron a crecer sin haber entendido nunca de verdad de dónde procedía la comida, y de pronto pareció que la civilización occidental había decido que matar, matar cualquier cosa, sería una cosa cada vez más oculta, privada, secreta, misteriosa, espantosa y sucia.

      El impacto de esto oscila entre lo trivial y lo estrambótico. Al igual que los victorianos vestían con ropa sus muebles para ocultar las patas, ahora las trampas para ratones vienen equipadas con cubiertas para ocultar el acto de matar. Y se producen allanamientos de laboratorios que realizan investigaciones médicas con animales, y los activistas a favor de los derechos de los animales destruyen investigaciones que salvan vidas. Estos activistas, si bien comparten los frutos médicos de su sociedad —frutos que se basan en siglos de investigaciones con animales—, atacan a los investigadores. Chris DeRose, que encabeza el grupo basado en Los Angeles Last Chance for Animals, afirma: «Si la muerte de una sola rata curara todas las enfermedades, no me importaría en absoluto. En el orden de la vida todos somos iguales.»

      Con independencia de lo que se mate, esta nueva sensibilidad se siente ofendida. Las personas que llevan abrigos de pieles o prendas de cuero se ven atacadas de forma verbal y física. En este nuevo orden, se condena por racistas (o «especistas») y asesinos a las personas por comer carne. La líder de los derechos de los animales Ingrid Newkirk afirma que


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