La caída. Guillermo Levy

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La caída - Guillermo Levy


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y la represión estatal. El Nunca más parecía fundar ese límite al cual la política no podía regresar ni permitir. El Estado no podía desaparecer gente, ni aniquilar organizaciones políticas, tampoco los grupos políticos podían hacer uso de la violencia para competir por el poder. Introducir la violencia en la política, de la forma que fuera, impedía la vida institucional y la garantía de derechos.

      Alfonsín tuvo la gran habilidad política de hacer ver a ese peronismo de la post recuperación democrática como un espacio político atravesado por la violencia. Como si fuesen parte de un hilo que los uniese a Montoneros y a la Triple A. La violencia quedó del lado del peronismo. Es cierto también que, con la irrupción de la renovación peronista a mediados de los años ochenta, ya recuperada la democracia, y el desplazamiento de casi toda la conducción partidaria de 1983, el alfonsinismo debió modificar en parte su relato: había un peronismo vinculado a la violencia, pero otro peronismo de la democracia con el que competiría en el mismo terreno, que sería un jugador plenamente comprometido con la democracia y que mostraría las flaquezas del radicalismo en su lucha contra los poderes fácticos. Esa lectura tan binaria, que le posibilitó a la UCR el triunfo contundente de octubre de 1983, ya no sería un arma efectiva pocos años después.

      Al progresismo que irrumpió en la transición a la democracia no le gustaban las guerras, sino la recreación de la resolución de los conflictos en los espacios institucionales que aparecían como el lugar de la política, del acuerdo y del disenso. El discurso tan potente de Raúl Alfonsín, “con la democracia se come, se cura y se educa”, es generador de ese progresismo argentino que buscaba en la democracia la ampliación del bienestar social. El influjo progresista va a legar una marca importante en el debate político argentino: la democracia debe apuntar a la reparación y a sortear desigualdades y no a provocarlas.

      A ello se sumó un hecho fundamental: la expulsión de la amenaza militar y el Juicio a las Juntas, donde se exhibió la muerte despiadada provocada por el Estado. El Nunca más (1984), uno de los libros más vendidos de la historia argentina, constituyó el anabólico espiritual del progresismo. Juzgar el horror con las instituciones democráticas. Sin venganzas. Aplicando la ley, como nos explica el Nunca más en el prólogo escrito por Ernesto Sabato, como se hizo en el caso italiano. El Gobierno de Italia había derrotado a la guerrilla de las Brigadas Rojas con la ley y sin apelar a la tortura. Ernesto Sabato era la figura ideal de identificación de ese progresismo reformista que no quería más golpes de Estado, pero tampoco lucha revolucionaria. Sabato, que había defendido el accionar represivo en los primeros años y que después de la guerra de Malvinas había pasado al campo de la lucha por la recuperación democrática, expresaba en buena medida y daba cuenta del mismo recorrido que había hecho una parte importante de la clase media argentina, que lograba con el alfonsinismo y los relatos que imponía, sentirse a gusto en esa democracia de ciudadanos libres sin excesos. Sobre todo, no se le exigía responder qué había hecho o dicho en los años de represión más dura.

      Tan fuerte fue ese legado, que el kirchnerismo daría cuenta de esta premisa poniendo como punto central de su agenda no matar ni reprimir en la protesta social. Al mismo tiempo, y cortando con casi veinte años de impunidad, retomaría el impulso del “Nunca más” de una manera mucho más contundente y sin ambivalencias. Anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida de Alfonsín y los decretos de indultos de Menem e impulsó los juicios de genocidio y lesa humanidad que pusieron a la Argentina a la cabeza en el mundo por juzgamientos de crímenes de Estado en juicios impulsados por el mismo Estado, sin tribunales especiales ni internacionales, con todas las garantías del Estado de derecho. Se vuelve llamativo, desde una mirada retrospectiva de la agenda progresista de principios de los años ochenta, que estas acciones no impidieran que una buena parte del progresismo cincelado al calor del alfonsinismo no se sintiera representado por un gobierno que, como el de Cristina Fernández, produjo logros concretos impensables en la Argentina de los años ochenta. Solo se puede entender parcialmente esto viendo el recorrido del progresismo argentino en esta etapa democrática y desgranando el antiperonismo que convivió mezclado en ese universo hasta la llegada del kirchnerismo.

      Volviendo a ese territorio de la violencia, se fueron estableciendo algunas fronteras del progresismo argentino. La no reivindicación de la violencia y, por ende, de los excesos y del desborde. El peronismo y sus prácticas posibilitaron y habilitaron ese nuevo actor que pululaba por las tiendas del radicalismo. La Coordinadora radical supo representar esa vocación progresista que debía articularse desde el Estado y sus poderes. Era la fusión simbólica de las expectativas que abría el Nunca más (en materia de derechos) y del bienestarismo que proponía la caja PAN en un contexto de “economía de guerra”.

      El levantamiento carapintada dirigido por Aldo Rico en 1987 –en contra de los juicios a todo aquel que hubiera obedecido órdenes destinadas a desaparecer y torturar a militantes populares– provocó la reacción de un conjunto de hombres y mujeres que se movilizaron a diversas instituciones militares a manifestar su repudio. Los militares recibieron una fuerte impugnación por parte de ese progresismo movilizado y colgado de las vallas de Campo de Mayo. Pese a ello, Alfonsín tuvo que negociar y acordar con los insurgentes. Ya un año antes había promulgado la Ley de Punto Final (1986) y, con los sucesos carapintadas, se sumaría la Ley de Obediencia Debida (1987), que eximía judicialmente a casi todos los que habían participado de la represión salvo las planas mayores. Evitar la sangre, la muerte y el conflicto –como ya se habían visto en otras épocas– orientó la acción presidencial. Alfonsín negoció con Rico con el apoyo del peronismo. No el de Herminio Iglesias, sino la renovación peronista liderada por Antonio Cafiero. Un peronismo que leyó la época y que comprendió que algo se estaba gestando. En 1985, Cafiero, Grosso, Bittel y Menem organizaron la renovación para conducir ese peronismo que controlaban Ítalo Luder, Herminio Iglesias y sectores ortodoxos. Cafiero, al no poder participar en internas del peronismo bonaerense, se presentó con un nuevo espacio, el Frente de la Justicia y la Democracia y la Participación (FREJUDEPA), en alianza con el dirigente de la Democracia Cristiana, Carlos Auyero. En espejo, algo similar haría el kirchnerismo en 2005, veinte años después, para presentarse a elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires y enfrentar al aparato justicialista controlado en ese entonces por Eduardo Duhalde. Cristina Fernández, como candidata a diputada, le sacó 28 puntos de ventaja a Hilda “Chiche” Duhalde que iba con el sello del Partido Justicialista. Un dato para pensar escenarios posteriores de esa elección en la que el kirchnerismo despegaba e iba hacia la reelección: una dispersión de ofertas electorales que diez años después confluirían en Cambiemos arañaban en total los 30 puntos en la provincia de Buenos Aires.

      Cafiero logró ser elegido como diputado en las elecciones legislativas de 1985 y el peronismo comenzó a reconfigurarse. Con la inflación y el Plan Austral, el peronismo renovador y un sector del sindicalismo buscaban establecer un diálogo distinto al que proponían los ortodoxos. El peronismo comenzaba a releer la recuperación democrática en clave argentina y europea. En 1987, Cafiero construyó una unidad política en el Frente Justicialista Renovador, el cual enfrentaría al candidato radical Juan Manuel Casella. Logró la gobernación de la provincia de Buenos Aires y la presidencia del Consejo Nacional de Partido Justicialista y, ese mismo año, Aldo Rico realizó el primer levantamiento militar en democracia. Hay una suerte de casualidad: el ascenso de un peronismo decidido a avanzar con una agenda progresista, alejándose del peronismo ortodoxo, marcó la “soledad” de los militares y su aislamiento de la clase política. Ese peronismo ortodoxo que le había puesto el oído a los reclamos militares había perdido su poder.

      El progresismo que coagulaba en la transición


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