Plan Patagonia. Daniel Sorín

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Plan Patagonia - Daniel Sorín


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se puede hacer mucho más que lo que estamos haciendo. Las empresas cierran, y la gente está sin trabajo.

      —Lo sé, lo sé perfectamente, pero ¿qué quiere que hagamos? ¿Endeudarnos, emitir bonos?

      —Por ejemplo.

      El gobernador no podía dar crédito a lo que escuchaba.

      —Se necesita un cambio radical en la política económica, gobernador. Hay que presionar a Buenos Aires, tenemos que cambiar de aliados y, mientras tanto, abrir comedores, dar más fondos a los hospitales, crear empleos en la administración pública.

      —Artificiales. ¡Empleos artificiales! —le contestó Arnaude, a quien esas ideas le sonaban como patrañas del mismo Lucifer.

      —Empleos artificiales para hambres reales, señor.

      El gobernador hizo silencio mientras, de reojo, miraba el reloj que colgaba de una de las paredes.

      —Lo voy a pensar, Barcos; no crea que soy insensible al sufrimiento de la gente.

      —Además, señor, mi línea interna ha aportado fuertemente a su campaña, y mis compañeros se sienten con derecho a participar en la ejecución de los nuevos planes asistenciales.

      —¿Cómo?

      —Ellos desean, y me exigen que le pida, el Ministerio de Desarrollo Social.

      Apenas expresada semejante demanda, el gobernador se levantó del sillón y le dijo que en una semana le contestaba, pero para sí ya tenía la respuesta.

      Después ocurrió lo que ocurrió en Neuquén y Barcos pensó que era su momento. Llamó por teléfono al gobernador y le contestaron que estaba en una reunión. Sabía que era una mentira.

      —Dígale que, por favor, haga un paréntesis en la reunión.

      —Es imposible, intendente.

      —La situación es de extrema gravedad; dígale que no puedo responder por lo que pueda pasar.

      —Apenas termine se lo comunico.

      —Usted no entiende. Dígaselo ahora mismo. Y dígale que lo estoy aguardando en línea.

      Esperó cinco minutos hasta que apareció la voz de Santos, el secretario de Planificación e íntimo amigo político del gobernador.

      —Ignacio, soy Santos.

      —Quería...

      —Ignacio, no te dejés llevar por tu carácter; no sea cosa que termines arrepintiéndote.

      —¿Es una amenaza?

      —Entendé bien lo que te digo: el gobernador está de acuerdo en que algo hay que hacer para que no pase lo de Neuquén, pero tiene más de treinta años en la política, es uno de los fundadores del movimiento, y yo creo que la tuya no es la manera de dirigirse a él. Somos jóvenes, Ignacio, ya llegará nuestro tiempo. El viejo no puede cederles el ministerio, transformarlos en los buenos de la película y quedarse con el trabajo sucio. ¿Entendés eso?

      Silencio.

      —¿Me escuchás?

      Pero Barcos ya no lo escuchaba, había dejado el auricular encima de la mesa y se había ido a hablar con los periodistas.

      Hay quienes han contado este tramo de la historia de otra manera; es aquí imprescindible dar cabida a esa hipótesis, sin dar fe, pero sin desacreditarla.

      Según esta versión, el intendente Barcos preparaba desde hacía un año su asalto a la dirección del Movimiento Popular Fueguino. Lo hacía de manera oblicua, impulsando en sede judicial una causa sobre la presunta malversación de fondos producida hacía tres años en el Ministerio de Obras Públicas. En esa causa se investigaba el destino de un préstamo de cuarenta y tres millones de dólares para la construcción de un puente que no se había realizado y cuya inversión, por otra parte, solo hubiera requerido la mitad de dicho monto. La maniobra apuntaba, según esta versión, a debilitar al gobernador Arnaude.

      Un mes antes de los acontecimientos de Neuquén, a mediados de marzo, un periodista afín al intendente había escrito en un diario que la corrupción era “proporcional a la desocupación y a la pobreza”.

      Quienes ataron así los cabos aquí presentados reprodujeron de esta manera el diálogo telefónico entre Barcos y Santos:

      —Ignacio, soy Santos.

      —Quería...

      —Ignacio, no te dejés llevar por tu carácter; no sea cosa que termines arrepintiéndote.

      —¿Es una amenaza?

      —Entendé bien lo que te digo: el viejo no se va a asustar con ese ni con ningún otro juicio. Creo que subestimás su poder. Estará un poco gagá, pero no le faltan huevos y todos tenemos nuestras agachadas. Somos jóvenes, Ignacio, ya llegará nuestro tiempo. Él no va a cederles el ministerio, transformarlos en los buenos de la película y quedarse con el trabajo sucio. Así que te propone un trato.

      —¿Qué trato?

      —Vos poné violín en bolsa y él no interviene el municipio.

      Silencio.

      —¿Me escuchás?

      Por un tiempo se dijo que había una cinta que corroboraba fehacientemente este diálogo. Lamentablemente, la cinta y su portador se han perdido. Como fuera que ocurrieron los hechos, la ruptura entre el intendente y el gobernador fue definitiva, aunque por esos días ambos desconocían que ese alejamiento estaría muy lejos de estar circunscripto a los lindes de la isla.

       El viejo Swan

      Howard Smith le comentó la idea a un amigo de la preparatoria. El amigo, hombre de escasas luces, tenía la ventaja de ser asistente de un asesor del secretario de Estado. Howard se las arregló para que, a través del asesor, su idea llegara al viejo Robert Swan, el más influyente de los hombres del presidente.

      —¿Qué necesita? —le preguntó Swan a su asesor James García, mientras hojeaba el diario y se engullía media porción de torta de fresas.

      —Señor, ¿conoce usted lo que ha pasado en la Patagonia?

      Swan hizo un gesto para que siguiese, mientras masticaba el manjar con los ojos entrecerrados.

      —He trabajado con un investigador de la Agencia que ha hecho un análisis de la situación. Hemos trazado un plan de acción que considero interesante.

      El viejo Swan se puso de pie, sus dos metros de altura llamaron la atención en la confitería.

      —Eleanor, ¿cuándo tengo media hora?

      La secretaria buscó en la agenda.

      —El jueves de la próxima semana.

      —Bien, quiero verlo, arregle con Eleanor —le dijo al asesor mientras se iba.

      García, pese a conocerlo, no podía salir del estupor. Entre sus cálculos no había estado presentarle a Smith al secretario, no tan rápido.

      —¿Smith?

      —Sí.

      —García. He conseguido una reunión con el secretario. Quiero que me acompañe —le dijo por teléfono esa misma tarde.

      Entre las dieciocho horas del miércoles, cuando recibió el llamado de García, hasta el jueves al mediodía de la semana siguiente, en que vio al viejo Swan, Howard Smith no hizo otra cosa que enfrascarse en una afiebrada exploración de datos. Concentró a la docena de investigadores que trabajaban con él, suspendió todas las reuniones y realizó interminables consultas a expertos en asuntos latinoamericanos. También le pidió a su mujer que invitara


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