Plan Patagonia. Daniel Sorín

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Plan Patagonia - Daniel Sorín


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con una tierna sonrisa en los labios, corrigió a su hija:

      —No, Melanie, no tienen pies enormes. Los primeros habitantes de la región usaban calzados de piel tan grandes que dejaban enormes huellas en la nieve.

      —Sí —dijo Annie, la pequeña compañera de Melanie—, los europeos que descubrieron esas tierras, al ver las huellas, creyeron que allí habitaban gigantes y los llamaron patagones.

      Como la familia Smith pareció no entender, la niña aclaró:

      —En español “pata” significa foot; si hubieran sido ingleses, habrían llamado a la región Footland.

      Howard se sentó en el sillón que estaba al lado del hogar.

      —¿Y cómo sabés tanto de ese lugar? —le preguntó a Annie.

      —Mis padres son de allá, señor Smith.

      Pronto se puso el sol; bajo las luces tenues y puntuales de la sala siguieron hablando sobre esa región tan desconocida como distante. Los padres de Annie habían llegado al país hacía once años a probar fortuna. Marcos, su padre, era un talentoso mecánico que en sus años mozos había conducido con relativo éxito en competencias automovilísticas. De mente despierta, había diseñado un par de piezas que una empresa automotriz juzgó interesantes y lo había contratado, siempre y cuando él quisiera trasladarse a Detroit. Ahora estaba establecido en Washington, donde tenía un empleo menos interesante, aunque más rentable.

      Cuando María Montes pasó a buscar a su hija Annie, Howard le dijo que la pequeña les había dado una clase sobre la Patagonia. La madre sonrió; estaba orgullosa de su pequeña:

      —Yo siempre le hablo de la enorme llanura y del viento que nunca deja de soplar —dijo, evocando los paisajes desolados y las rutas escasas de vehículos.

      Esa fue la primera vez que Howard Smith reparó en la palabra Patagonia; a partir de allí, se enhebrarán una serie de raras casualidades.

      Despedidas la argentina y su hija, la familia siguió con su rutina. Ya dormidos los niños, el matrimonio se puso a ver la CNN. Howard no prestaba mucha atención hasta que el periodista dijo “en la Patagonia argentina”; fue entonces que observó las imágenes: la policía reprimía de manera brutal a una multitud indefensa de “trabajadores sin trabajo”, como los definió el corresponsal. Howard vio que un hombre, arrodillado ante el cuerpo sin vida de un niño, parecía rezar entre gases, corridas y disparos. El corresponsal, con la mirada fija en la cámara, agregó:

      —La crisis económica, en este sur inhóspito, es intolerable.

      Después el periodista entrevistó a un político opositor llamado Mario Cruz quien, con un rudimentario inglés, indicó que lo que había pasado era “perfectamente previsible”.

      —Esta es una zona postergada, olvidada por el gobierno de Buenos Aires, que se queda con nuestras riquezas y nos deja desocupación y hambre.

      Por fin, el corresponsal terminó diciendo:

      —Este país deberá encontrar una salida a la actual situación antes de que la crisis se cobre nuevas víctimas. José Balverde, CNN, desde Neuquén, en la Patagonia argentina.

      Al otro día Smith llegó muy temprano a su oficina, dejó su saco en el perchero y se sirvió un café doble con crema de la máquina expendedora. Ya en su escritorio encontró, entre las novedades apiladas prolijamente por su secretaria, un informe sobre las reservas de petróleo de Venezuela. Comenzó a hojearlo de manera veloz mientras tomaba el café. Quiso la mala suerte que hiciese un movimiento inadecuado y parte del contenido del vaso se derramara sobre la página sesenta y seis del informe; rápidamente colocó sobre la hoja mojada una servilleta de papel con la esperanza de que el daño fuese lo menos grave posible. Al retirar la servilleta observó que, afortunadamente, solo quedaba una pequeña mancha en el ángulo inferior derecho, adentro de la cual todavía podía leerse con claridad: Patagonia argentina.

      Leyó: “Gracias a la tecnología de fracking, actualmente las reservas petroleras y gasíferas en el extremo occidental de la Patagonia argentina pueden calcularse como muy importantes”.

      Esa tarde, antes de ir a su casa, pasó por el supermercado. Hombre que gustaba de la cocina, quería conseguir un par de paltas, ya que le habían pasado una prometedora receta. Entre las góndolas, Howard encontró a María Montes, la madre de Annie. La mujer se veía visiblemente alterada y con torpeza tiró al piso un par de latas que él, gentilmente, levantó de inmediato.

      —Disculpe señor Smith, estoy muy nerviosa.

      —A todos nos pasa.

      —Es que hubo graves disturbios en Neuquén, la ciudad donde nací.

      —Sí, los he visto por televisión.

      —Mataron a un niño.

      Howard recordaba claramente haber visto la extraña imagen de un hombre arrodillado ante un pequeño sin vida en medio de la represión. Se preguntó si realmente el sujeto estaría rezando, por lo menos esa había sido su primera impresión.

      —El niño que mataron es el hijo de un primo mío. Yo lo conocí, ¡lo tuve en mis brazos apenas recién nacido!

      Pese a ser muy norteamericano, Howard Smith no era creyente y no profesaba ninguna religión, circunstancia que, naturalmente, escondía a las miradas ajenas. Nunca había creído en señales misteriosas, en destinos escritos, ni en designios sobrenaturales, de manera que cuando esa noche se puso a pensar, whisky en mano en el sillón que estaba al lado del hogar, se dijo que todo aquello no podía ser otra cosa que una coincidencia.

      Sucederían aún dos hechos antes de que su mente maquinara lo inevitable. El lunes siguiente, después de un agitado fin de semana en familia, mientras trabajaba en la redacción final del informe que su oficina elevaría al Departamento de Estado, ocurrió el primero.

      El trabajo trataba sobre el “curso de acción inmediato” luego de un supuesto (y por suerte improbable) atentado terrorista contra depósitos de agua potable de grandes ciudades de la Unión. En ese informe, su grupo de asistentes había previsto las dificultades de potabilizar el agua salada ante la hipotética carencia de agua dulce. El proceso era, según el estudio, tan costoso como lento. En la página ciento dieciséis podía leerse: una de las mayores reservas de agua dulce del planeta se encuentra en el extremo sur del continente, en la Patagonia, tanto del lado chileno como del argentino.

      Howard Smith ya no pudo sacar la palabra de su mente: no se había tropezado con ella más de dos o tres veces en su vida y ahora, en cuestión de una semana, la palabra había llegado a él de manera insistente una y otra vez.

      El segundo hecho obró como un verdadero catalizador. A la noche de ese mismo lunes, encontró en su casa a la pequeña Annie que se quedaba a dormir con ellos. Sin malicia, le preguntó si tenía alguna novedad sobre la situación “allá”.

      —Escuché que mi papá decía que todas las provincias patagónicas están unidas —le contestó Annie.

      Smith sintió un agudo escalofrío. Una idea se le reveló desde las profundidades de su inconsciente.

       Arnaude

      Como hemos visto, el viernes 3, el intendente de la ciudad de Ushuaia, Ignacio Barcos, proclamó a los cuatro vientos que se alejaba del Movimiento Popular Fueguino porque este había traicionado sus principios.

      —Si seguimos por este camino, lo que sucedió en Neuquén pasará en Tierra del Fuego —dijo, y acuñó la expresión “el interior de abajo” para referirse a la infinita meseta patagónica y a sus habitantes.

      No carente de gusto poético —había sido por años profesor de castellano en escuelas secundarias— insistió:

      —Somos apenas un olvido.

      Una semana antes se había entrevistado con Arnaude, gobernador de la isla y presidente de su partido. El mandatario le había expresado que sus reclamos no estaban ajenos de verdades, pero que la


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