¡Arroja la bomba! . Vanina Escales
Читать онлайн книгу.hacía.
Georgina Botana, la hija menor de Salvadora, murió en 2015 en Francia. Encontré su número en la guía telefónica parisina. “Hola, China, te llamo desde la Argentina, quiero hablar sobre tu madre”, le dije. Si con “madre” había saldado los rencores, con la “Argentina”, no. “Ay, Argentina, ¿qué querés saber?”. “En este momento tengo una pregunta muy chica, ¿qué hacía tu abuelo?”. La risa y la voz elegante de actriz de cine: “Creo que el padre de la Vieja era arquitecto, de los que estuvieron en el proyecto de construcción de La Plata”.2 Ningún registro tiene su nombre. Murió cuando sus hijas eran muy chicas y Teresa hizo las valijas para ir a Gualeguay, de donde era Ildefonso y quedaba familia.
Doña Teresa se convirtió pronto en uno de los pilares gualeyos. Española, antes de llegar a la Argentina vivía en un pueblo muy chico cerca de Cádiz.Tenía que casarse con un marino llamado Benito Pantoja, pero lo dejó plantado en el altar para escaparse con un circo y probar el nomadismo como écuyère, algo que la familia argentina descubrió tras su muerte. Amiga de la madre del escritor Carlos Mastronardi, “era una especie de Séneca a marchas forzadas”, “instantánea en la respuesta, aunque de amable modo, desconcertaba a quienes creían tener la verdad en el bolsillo”.3 Si alguien necesitaba una inyección, Teresa la aplicaba.Si alguien estaba en desgracia y necesitaba pedir al banco una moratoria, Teresa acompañaba y se encargaba de explicar. Todas las cuestiones que preocupaban a quienes conocía las hacía propias.
Mastronardi la recuerda lúcida y valiente, como movida por “cierto individualismo, a la vez altanero y estoico, que la dotaba de fuerzas para salir inmune de todos los embates”.4 Si se llevaba mal con Salvadora se debía a que no eran opuestas sino dos imanes del mismo polo, con una voluntad a la que la realidad debía rendirse. “Así, corrido el tiempo, optó por ser maestra rural en un caserío próximo a Gualeguay antes que seguir a un pariente rico que vivía en Buenos Aires, cuyas invitaciones declinó porque ‘prefería ser cabeza de ratón y no cola de león’”.5
Salvadora era compañera de escuela de un muchacho flaco que dibujaba, Juan Ortiz, a quien años después conoceríamos con una L. de Laurentino entre nombre y apellido. Aunque Juan L. era un año menor, en el pueblo chico agrupaban a los niños sin tanto rigor en el aula. Los compañeros se peleaban para guardarse sus bocetos. “Cesáreo Quirós vio los dibujos de Ortiz. Y bien sabía Quirós que cualquier pibe de cara sucia que en la escuela traza cinco rayas puede llevar escondido un artista futuro”, escribió Salvadora.6
Llegué un sábado a Gualeguay. La biblioteca que había juntado a Juan L., Salvadora, Amaro Villanueva y Carlos Mastronardi, lleva ahora el nombre de este último. Allí escribieron, se leyeron, formaron una comunidad intelectual siendo muy jóvenes. Permanece como era en aquel momento: la madera oscura de los anaqueles, el pasillo alzado con más estantes, las cortinas de madera que dan a la calle y el sol que subraya los lomos de los libros. El margen, la periferia, ese lugar no es solo un punto geográfico sino uno ético y estético. Lejos de los círculos oficiales de la literatura, del mundo comercial que edifica éxitos, Buenos Aires fue una tentación, pero también un camino de ida y vuelta.
También leían o comentaban libros en la puerta de la casa de Juan L. o, años más adelante, cuando Salvadora ya no vivía ahí, en el círculo de “Amigos de la revolución soviética”, que había fundado Juan L.y que también integraba Juan José Manauta. Allí iba Emma Barrandeguy “con sus grandes ojos buenos a flor de su iluminada cara buena”.7 Pronto organizaron la agrupación Claridad pero, según Emma, sin descuidar la literatura. Habían adherido al grupo Boedo, que editaba la revista Claridad.8 Siempre tenían material nuevo para discutir. Habían hablado con un camarero del ferrocarril y él era quien hacía de correo desde Buenos Aires.
Salvadora era pelirroja, muy hermosa. Trabajaba como maestra en la escuela de Carbó, donde daba clases Teresa. Tenía diecisiete años cuando conoció a un joven político de Paraná que estudiaba para ser abogado y le llevaba siete años, Enrique Pérez Colman. Si ya Salvadora se sentía anarquista, cuidar la virginidad como si fuera un tesoro –¿guardado para quién?– no era un problema, pero más acá de la ideología, estaba enamorada. Y tras el romance, la plusvalía amorosa: se quedó embarazada.
Enrique no estaba casado, pero decidió no decirle nada y tener el hijo sola. Si el pueblo chico sobrevive, a falta de entretenimiento, gracias al tejido simbólico de las habladurías, nadie se atrevió a meterse con la hija de Teresa, al menos no abiertamente. La vergüenza de la soltería es un problema de los otros, no propio, asunto que Emma Barrandeguy entendió cuando escuchó a sus tías decir “Señoras no, son otra cosa”. Salvadora tenía casi dieciocho años cuando nació Carlos, “Pitón”, el 20 de febrero de 1912.
Antes de que dejara Gualeguay, a fines de 1913, había ensayado en El diario de Gualeguay sus primeras colaboraciones, pero ya pensaba en Buenos Aires y en “ganarse la vida” escribiendo. Enviaba desde el pueblo cuentos a Fray Mocho, que en 1918 fueron recopilados en El libro humilde y doliente.9 Se trata de postales de la miseria tomadas en los días en que fue maestra. Es un libro de juventud en el que se describe –con promesa de realidad– la vida de los niños de Gualeguay, sucios, malos, sufridos, de una pobreza expresionista y muda, en la que Salvadora busca las claves para transformar esa sensibilidad en un código de revolución social.
Ya instalada en Buenos Aires, anunció en Fray Mocho la llegada de Juan, de forma literal y espiritual “a caballo, a pie, a nado y en bote”; la fragilidad del muchacho flaco no desmiente su tenacidad ni voluntad. “Vencerá –dice la amiga–. He aquí un muchacho criollo, valeroso y temerario, que sintiéndose artista y queriendo triunfar, abandona Entre Ríos, su provincia natal, y sin más patrimonio que una delirante fe en sí mismo, se viene a Buenos Aires a vivir… ¿A vivir de qué? A vivir, ¡qué ironía!, de sus dibujos y de su poesía”.10 “Se llama Juan Ortiz. Es un muchacho triste, está solo, pero es de los que llegan”.11 Para Juan L., Salvadora fue la “hermana mayor”, la de “fuego santo”, la que cuida y no olvida.
Periodismo y performance política
Cuando dejó Gualeguay atrás, estaba decidida a no volver. “Ansié gloria, luz y ruido, / y volé a la ciudad… y como todas / llegué a la luz y me quemé las alas”,12 escribió en pose modernista, con corte de pelo á la garçón y Pitón que ya caminaba. Tenía un rostro que abría el paso, pero todavía se peinaba las cejas con saliva. Aunque leída, era pueblerina y pobre, y eso se le notaba en la ropa. El “básico” convierte en uniforme digno la falta de financiación: camisa, corbatín y falda, o el little black dress antes de Chanel.
Llegó a Buenos Aires con un plan: trabajar como periodista. En la estación de Retiro la estaba esperando su amiga Manena Vargas; tomaron las valijas y se fueron a Balvanera, a la casa donde vivía con sus padres: Julián de Vargas era redactor en la revista PBT. Dejó a Pitón instalado y al otro día fue a pedir trabajo al diario más importante del anarquismo en la Argentina La Protesta, en Cangallo (hoy Perón) 2559, a cuatro cuadras de la plaza Miserere.
El diario era un caos. En noviembre habían justificado el atentado contra Ramón Falcón y cayó la policía a desarmar todo. Quienes estaban en ese momento adentro fueron a parar a la Penitenciaría Nacional, trabajaran o no en el diario. Con forcejeos y a punta de pistola pararon las máquinas que imprimían el diario del 15 de noviembre de 1913 e hicieron despedir a los operarios. Expulsaron a todos los empleados de la administración y de la expedición, cerraron las puertas por afuera, embadurnaron el frente con la clausura y dejaron de florero a dos vigilantes en la vereda para que nadie se acercara. A algunos detenidos los fueron soltando con los días, pero no a su director, Teodoro Antillí, ni a su administrador, Apolinario Barrera.
Bautista V. Mansilla se quedó a cargo de rearmar el boliche, después de levantar la clausura. En eso estaba cuando Salvadora se presentó a golpear las puertas del salario. Traía consigo una obra de teatro, Almafuerte,13 con la Ley de Residencia como telón de fondo, que estrenó antes de publicar con su firma en La Protesta el poema “Imitación de Ada Negri”,14 una mirada de la miseria argentina, eco de la italiana.
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