Ciencias sociales y administración. Jean François Chanlat

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Ciencias sociales y administración - Jean François Chanlat


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es necesario primero que todo recordar el proyecto y las exigencias tanto de las ciencias sociales como de la administración. Veremos enseguida cómo la administración ha utilizado las ciencias humanas, y después haremos un recuento de cómo la administración trata a los seres humanos actualmente. A partir de esta serie de interrogantes precisaremos el papel que las ciencias sociales deben representar en el campo de la administración. Aunque retomo lo esencial del proyecto intelectual de las ciencias sociales, defenderé en la última parte de esta exposición la construcción de una antropología general. Se sobreentiende que el punto de vista que voy a defender aquí es parcial, parcial y comprometido, lo que es coherente con cualquier ejercicio intelectual de este tipo. Pero como no es un dogma, está sometido a debate público y a la crítica de cada cual.

       “El siglo XXI no podrá ser sino el siglo de las ciencias sociales”.

      Claude Lévi-Strauss

       “A diferencia de las ciencias de la naturaleza, las ciencias sociales establecen inevitablemente una relación “sujeto-sujeto” con sus objetos”.

      Anthony Giddens

      Antes de empezar es conveniente definir lo que se entiende por ciencias sociales. Para nosotros, las ciencias sociales son todas las ciencias que se ocupan de hacer inteligible la vida social en su totalidad o en uno de sus aspectos. Como no se puede considerar un ser humano solo y una sociedad sin hombres ni mujeres, la distinción entre ciencias humanas y sociales –como lo destacó Lévi-Strauss– es un pleonasmo. Hegel lo supo resumir de manera lapidaria: “La realidad humana sólo puede ser social. Es necesario, por lo menos, ser dos para ser humano”.1

      Conservaremos el término ciencias sociales únicamente para hacer más evidente en el léxico el carácter fundamentalmente colectivo de la experiencia humana. Pero utilizaremos indistintamente las dos expresiones a lo largo de esta lección porque, como se habrán dado cuenta, son sinónimas.

      La mayoría de las ciencias humanas o sociales nacieron en el siglo XIX. Son el producto de la sociedad occidental que a partir del siglo XVIII introdujo el cambio permanente y rompió, sometida por los violentos ataques de la razón, con la religión y la literatura.2 En nombre del progreso del espíritu humano –para aludir al título de un célebre libro de Condoncert–, es decir, en nombre, simultáneamente, de la Razón y de la Ciencia, del intercambio tan alabado por Adam Smith en La riqueza de las naciones, y de los derechos del hombre y del ciudadano exaltados por los filósofos de La Ilustración y de la Revolución Francesa, los Occidentales trajeron al mundo una sociedad muy diferente de la de sus ancestros. Inventaron la modernidad.

      “El período que va desde el último cuarto del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX constituye –escribe Nisbet– uno de los períodos más fecundos de toda la historia. Pensemos simplemente en los términos que fueron inventados o que recibieron su acepción actual en el transcurso de este período: industria, industrial, democracia, clase, clase media, ideología, intelectual, racionalismo, humanitario, atomista, masas, mercantilismo, proletariado, burocracia, capitalismo, crisis”. (1984, p. 39)

      La génesis de las ciencias sociales es, pues, el fruto de sociedades en profundas mutaciones, que buscan no sólo comprenderse mejor y explicar mejor lo que ocurre, sino también controlar y prever mejor, como escribía el creador del vocablo sociología, el francés Auguste Comte.3

      Desde el comienzo y a lo largo de su historia, las ciencias sociales han oscilado entre dos actitudes con respecto al estudio científico de los fenómenos humanos: de una parte una posición naturalista, objetivista, causalista y cientificista y, de la otra, una posición humanista, subjetivista, finalista y comprensiva.

      La primera fue sostenida por Stuart Mill y Auguste Comte que buscaron construir, a comienzos del siglo XIX, siguiendo el modelo de las ciencias fisicoquímicas, una verdadera física social, es decir, como escribe el mismo Comte, “una ciencia que tiene por objeto propio el estudio de los fenómenos sociales, considerados de la misma manera que los fenómenos astronómicos, físicos, químicos y fisiológicos”. (1972 p. 86). El espíritu científico es invocado aquí con el propósito de establecer, por medio de la observación, las leyes sociales, sirviéndose del determinismo causal. Este punto de vista, heredado de las ciencias de la naturaleza, inspirará a la gran mayoría de los investigadores en ciencias sociales hasta nuestros días. Desde las ciencias económicas hasta la sociología, pasando por la psicología, las ciencias políticas, la demografía, la antropología, numerosos son los que recurrieron y todavía utilizan exclusivamente esta postura teórica, metodológica y epistemológica.

      La segunda actitud fue desarrollada a finales del siglo XIX y principios del XX, como reacción a la anterior, sobre todo por pensadores de lengua alemana. Dilthey, entre ellos, la expone muy bien en estos términos: “Es necesario tomar lo opuesto de los métodos positivos de un Stuart Mill y de un Buckle, quienes abordan las ciencias humanas desde el exterior; es necesario fundar estas ciencias sobre una teoría del conocimiento, legitimar y apuntalar la independencia de su función y abandonar definitivamente la subordinación de sus principios y de sus métodos a los de las ciencias naturales”. (1942, p. 140)

      Rickert, Simmel, Weber, Cassirer, Hayek y otros investigadores contemporáneos asumen, en grados diversos,4 esta posición, en nombre de la singularidad del objeto estudiado. En efecto, como escribe Gusdorf, las ciencias humanas “son ciencias ambiguas, puesto que el hombre, que es a la vez su objeto y su sujeto, no puede ponerse él mismo entre paréntesis para considerar una realidad independiente de él” (1960, p. 340). Deben pues tomar nota de esto y nunca ceder a la fascinación de lo que Paul Ricoeur calificó de falsa objetividad, es decir, la de una humanidad “en la que no habría sino estructuras, fuerzas, instituciones, en vez de hombres y valores humanos” (1955, p. 30). Lo que Devereux resumió, en una obra fundamental de metodología de las ciencias humanas, con una formula de choque: “La cuantificación de lo no-cuantificable con el objeto de hacerse valer es, en el mejor de los casos, comparable al intento leibniziano de demostrar matemáticamente la existencia de Dios” (1980, p. 29).

      A la división entre estas dos grandes posturas teóricas, metodológicas y epistemológicas, se añade igualmente un corte de naturaleza praxeológica. Casi desde sus orígenes, las ciencias sociales oscilan entre dos actitudes en relación con la acción social concreta que resulta de sus trabajos: mantener una distancia fundamentalmente crítica o desarrollar una tecnología social directamente utilizable. Según los defensores de la primera corriente –como, por ejemplo, el sociólogo Max Weber–, la primera finalidad de las ciencias sociales no es la de ponerse al servicio de algunos poderes o instituciones establecidos, sino en primer lugar y sobre todo volver inteligible la realidad humana, social e histórica. Para lograrlo, deben teorizar y sintetizar de manera crítica los objetos estudiados. En sus famosas encuestas de Verein, prácticamente desconocidas por los lectores de lengua francesa, sobre la influencia que la gran industria alemana ejerce en numerosos aspectos de la vida social, Max Weber afirmaba que toda búsqueda de aplicaciones prácticas en materias sociales, comerciales o culturales era absolutamente ajena a la investigación. “Con tales objetivos –escribía–, la imparcialidad científica de estas investigaciones no sería respetada de ninguna manera” (Kaesler, 1996, p. 86). Esta posición será nuevamente defendida por C.W. Mills, cuando, en los años sesenta, hiciera la crítica de la utilización administrativa de la sociología: “las grandes fundaciones estimulan, con gran despliegue, las investigaciones burocráticas sobre problemas de menor importancia, y reclutan con tal fin a los administradores intelectuales” (1971, p.111). Recientemente, esta posición fue confirmada por numerosos especialistas en ciencias sociales –en Norteamérica y Europa–, como consecuencia del descalabro técnico de numerosas investigaciones.5

      Los representantes de la segunda corriente no ven de la misma manera el papel de las ciencias sociales. Según ellos, las ciencias sociales deben ser también, y sobre todo, prácticas, es decir útiles. Esta utilidad se encarna en una forma de ingeniería social cuya finalidad


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