Devenir perra. Itziar Ziga

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Devenir perra - Itziar Ziga


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desde hace muchos años.

      Nada de mujer-mujer

      Necesito aclarar que me horrorizan todas esas manidas reivindicaciones de la mujer que por fin recupera su maravillosa feminidad tras lustros de feminismo radical castrante. Como si las mujeres en Occidente nos hubiésemos dedicado a quemar nuestros sujetadores en masa durante los setenta y los ochenta y ahora vagásemos a la deriva por ahí como zombis posnucleares desaliñadas, embrutecidas, con nuestros pechos peludos y caídos, ansiosas por hallar la puerta de regreso al edén bajo un letrero luminoso de Corporación Dermoestética.

      A veces me asalta el temor de que me confundan con una de ellas, con otra defensora más de la mística de la feminidad, tan pluscuamperfecta y terrorífica como Sarah Palin. Acaba de publicarse en castellano una de tantas apologías de la mujer-mujer escrita por dos ultrahembras francesas, se llama El corsé invisible. Las chicas se preguntan: ¿Viven mejor las mujeres después del feminismo? Yo me pregunto: ¿Cómo es posible que el librito de estas mentecatas se haya traducido al castellano en unos poquitos meses, mientras que la joya política de Judith Halberstam ha tardado diez años en llegarnos y la imprescindible obra de Annie Sprinkle todavía no ha sido publicada aquí?

      Aseguran que «la mujer se ha convertido en su propio verdugo», en su desbocado intento de conciliar vida familiar y laboral, víctima de la publicidad, enloquecida por su ansia de convertirse en «mujer, esposa, madre, asalariada perfecta». Parece ser que el modelo de mujer que lee Cosmopolitan y sueña con Sexo en Nueva York fue formulado por las feministas. Las muy estúpidas lanzan una fórmula, un consejo, a la estresada superwoman blanca, heterosexual, de clase media de nuestro tiempo: no renuncies a tu feminidad.

      Yo no lo entiendo, debo de ser muy burra. Precisamente, la mujer que se vuelve loca tratando de encarnar a la mejor esposa, madre y trabajadora posible, que quiere seguir estando eternamente buena para que su marido tarde más en tirarse a la secretaria y vaya menos a golfear por ahí, que además tiene un hobby encantador que le aporta toques de personalidad propia, precisamente ella, si a algo no ha renunciado, es a la feminidad. Es todavía más completa que la perfecta ama de casa de los cincuenta, porque además aporta dinero al hogar.

      A estas chicas tan monas les digo: nenas, leed un poco. Lo que decís no es nada nuevo. Si hubiera caído en vuestras manos, por ejemplo, Reacción de la periodista estadounidense Susan Faludi, editado por primera vez en 1991 —y agotado en castellano desde hace demasiados años—, a lo mejor os daba un poquito de corte publicar tanta reiterante tontería. En él se analiza el acoso y derribo al que fue sometido el feminismo en ee.uu. en la era Reagan, cuando los periódicos, las salas de cine, las pasarelas, las librerías, se llenaron de vuestra mística de la feminidad y empezaron a preconizar el regreso de la mujer-mujer tras años de monstruosidades emancipatorias. Se llegó a culpar al feminismo del aumento de la violencia en las calles por promover «el rechazo a la vida», según ellos inherente al aborto.

      Estas mentes preclaras no quisieron vincular el empobrecimiento de los más pobres en un país con diferencias económico-raciales tan escandalosas con el aumento de la delincuencia. No, la culpa de todo lo malo que sucedía en el mundo era de las feministas por haber abierto la caja de Pandora. Se decía entonces, como afirmáis vosotras ahora, que la mujer era inmensamente desgraciada si no cumplía con su mandato biológico de formar una familia, heterosexual, se entiende. Enciendo la tele y veo los cadáveres de felices y realizadas mujeres que no se alejaron de este modelo de familia hasta que ya no pudieron soportar más golpes.

      Hay algo más que no alcanzo a entender de este discurso prorregreso a la dulce feminidad: ¿Alguna vez en los Estados Unidos, en Francia, aquí, las mujeres se agruparon mayoritariamente en comunidades feministas y dejaron de preparar la cena a sus mariditos? Hablan de los convulsos años setenta como si todo el orden heteropatriarcal hubiera saltado entonces por los aires. Que yo recuerde, mi madre —sin ir más lejos— en aquellos años trabajaba fuera y dentro de casa como una jabata, paría, nos alimentaba y encima recibía unos cuantos palos de mi padre, comunista y ateo, si la cena estaba demasiado caliente, fría, salada o sosa, según el día. Y además era pobre, no tenía tiempo de preocuparse por nuevas técnicas de depilación y, como hobby, charlaba y reía con su amiga Presen, también madre, esposa, pobre y estresada, aunque al menos no apaleada.

      Que conste que yo no hablo de una feminidad dulce y autocomplaciente, ni mucho menos. No reivindico la feminidad de las chicas buenas, sino la de las perras malas. Una feminidad extrema, radical, subversiva, espectacular, insurgente, explosiva, paródica, sucia, nunca impecable, feminista, política, precaria, combativa, incómoda, cabreada, despeinada, de rimel corrido, bastarda, desfasada, perdida, prestada, robada, extraviada, excesiva, exaltada, borde, canalla, viciosa, barriobajera, impostora…

      1. Hace un año tuve el honor de ser retratada por Del Volcano para el libro que acaba de publicar junto a Ulrika Dahl Femmes of Power y de colaborar con un texto mío. Ya no me siento tan marciana.

      Ésa no soy yo: impostando el feminismo y la feminidad

      Una es más auténtica

      cuanto más se parece

      a lo que siempre soñó de sí misma.

      La Agrado en Todo sobre mi madre

      «Cuando era pequeña, me llamaban marimacho, marimacho, macho, macho, sólo porque me comportaba de manera distinta a ellas, a las demás niñas, a esa parte de la población a la que se suponía tenía que pertenecer, comportarme y ser igual, sólo porque biológicamente nacimos con los mismos genitales … ¿Quién coño se ha atrevido a obligarnos a las que tenemos coño a ser y parecer lo mismo?» Con este manifiesto, comienza mi amiga Irene Sala su revelador vídeo Marimachos, otro hermanito mayor de mi Devenir perra. Afirmamos nuestras identidades torcidas como respuesta a la negación, como resistencia al ocultamiento, por venganza, por placer y por rabia.

      La feminidad y la masculinidad son dos polos de adoctrinamiento masivo. Sus reproducciones tratan de moldear mujeres y hombres hasta el infinito, como en un bucle. Y fracasan estrepitosamente. «El género es una copia sin original», decía Judith Butler. Y no sólo hay transgéneros encallando la máquina binaria, no existe ni un solo humano que encarne sin fisuras el prototipo de su género asignado. Muy a pesar de aquel carnicero llamado John Money, que inventó en 1953 el protocolo médico todavía aplicado hoy para ajustar el cuerpo de los bebés a uno de los dos únicos modelos que la autoridad heteropatriarcal puede concebir. Quizás John pintaba sus labios de rojo sangre y emulaba a Marilyn Monroe en la intimidad de su hogar. A salvo de las miradas inquisidoras que él mismo había adoctrinado.

      Princesitas frustradas

      Al igual que yo, algunas de las perras a las que he entrevistado fueron princesitas frustradas de pequeñas, reprimidas en su feminidad espectacular por el entorno familiar y social. Unas porque fueron identificadas como chicos al nacer, otras por mil razones; en mi caso las medidas no fueron nada terribles. Me cortaban el pelo para que mi madre no se complicara aún más la vida peinándome y ninguna niña iba a mi escuela enfundada en un vestido de fiesta. (Me encantó saber que Mariana tenía de pequeñita dos pelucas y algún vestidito brillante, y que nadie en su entorno se oponía a que aterrizase en el colegio como si viviera en un eterno carnaval.)

      Yo sentía que el espejo me devolvía una imagen que no era mía. Deseaba ardientemente tener una melena ondulada larguísima y una vida aventurera cargada de exotismo más allá de los bloques de mi barrio desiertos de glamour. Para mí vestir como un putón significa una conquista asociada a mi independencia de adulta.

      Ayer recibí en mi correo electrónico una foto de Majo. Ella y su hermana parecen absortas frente a la tele con jerséis de cuello alto enfundados en la cabeza y echados hacia atrás simulando una larga melena de tela blanca. Carmela, Bego, tantas otras y yo misma utilizábamos muchas veces esa técnica infantil para restituir el cabello largo que sentíamos nuestro y nos faltaba. Como un miembro fantasma. «A mí de pequeña no me dejaban ser femenina, para mí la feminidad era un signo de rebeldía. No me dejaban ponerme minifaldas ni ropa ajustada. Tenía que ser asexual. No me dejaban tener el pelo


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