Devenir perra. Itziar Ziga

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Devenir perra - Itziar Ziga


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los catorce años decidí irme a un instituto en el que no daba clases mi padre y ahí empezó mi rebeldía en todos los aspectos. Me dejé un melenón hasta la cintura, parecía una leona. Llevaba una doble vida. En la entrada de mi casa había un espacio donde estaban los contadores de la luz y allí guardaba los modelitos con los que salía de casa. Creo que estuve dos años cambiándome y descambiándome en la entrada, llegaba siempre tarde a primera hora. Me maquillaba en el espejo del ascensor, los labios rojos, muy femme fatale. Fue cuando empecé a transexualizarme como mujer.» Me muero de la risa al pensar que los esfuerzos de la familia de Majo para moldearla como una chica asexual e inocente han fracasado tan rotundamente. Sólo hay que verla. Convertirte en perra puede ser la más dulce de las venganzas.

      A Sara, de pequeñita, tampoco le permitían airear la princesa que albergaba dentro, pero sus circunstancias eran muy distintas. Su infancia transcurrió en medio de una fuerte agitación de mujeres contra la autoridad patriarcal. La madre y las hermanas mayores de Sara batallaron contra un sistema legal que todavía no contemplaba el divorcio para librarse de un padre violento. «A mí me iba castrando este impulso mi madre, me decía “no estamos aquí para gustar, tenemos la cabeza para pensar, no para peinarnos”. Se me repetía que mi aspecto físico podía traerme problemas, que vigilara y que no dedicara mis esfuerzos a mi aspecto. Yo no pude explorar esto entonces y lo he hecho después.» Sara no lo recuerda como una imposición traumática: hoy le encanta la licra trepadora y es una incansable defensora de las mujeres contra la violencia.

      Criaturas genderfucker

      No hay dos experiencias con la feminidad ni con la masculinidad idénticas, el contexto y la percepción de los propios devenires son también aquí únicos. Alfredo —marica mutante transgenérica— siempre me dice que todo gay conoce los códigos de la masculinidad normativa y sabe hacerse pasar por hombre heterosexual cuando lo necesita: de ello depende su supervivencia. Pero para él, las señas de identidad femeninas fueron potenciadas por el círculo de mujeres de su familia en su remota infancia. «Yo nací en los años setenta en las Azores, entonces allí no se hacían ecografías a las embarazadas y no se sabía el sexo de los bebés. Mi madre deseaba que yo fuera una chica, estaba convencida de ello. Me iba a llamar Francisca, que era el nombre de mi abuela. Cuando nací y vio que era un chico biológico, ella siguió con sus planes. Me ponía pañuelitos en la cabeza, falditas y a veces me llamaban Francisquita, ella y mis tías. A mí me dijeron demasiado tarde que era un chico.»

      Carmela también siente que la feminidad más teatral ha formado parte de su vida desde que tiene memoria. «Hace poco mis padres me regalaron unas cintas en superocho que habían pasado a dvd y me di cuenta de que, desde muy pequeñita, desde que tenía dos o tres años, ya era bastante putón y bastante vedette. Ya era como soy ahora, continuamente salgo levantándome la falda, bajándome las bragas, bailando, mirando a la cámara, y mis padres ni me reñían ni me decían nada al respecto. Era muy princesita y muy femenina», recuerda. Begoña, Pilar, Mónica, Mariana y Laura también pudieron desarrollar su princesismo infantil sin oposiciones externas, cada una a su manera. Laura era la gamberra del barrio, iba siempre con los chicos, despeinada y macarra, pero encantada en su feminidad. Helen vivía en el campo y su infancia transcurrió salvaje y sin imposiciones estéticas.

      Vero siempre cuenta que, cuando tuvo que mudarse a casa de su padre y de su madrastra, el peso del género impuesto le cayó encima como una losa. Se le exigía la masculinidad, excepto cuando cuidaba de sus hermanitos menores: nadie rechaza la ayuda de una canguro gratis, aunque venga del hijo rarito. La soledad también debía de jugar una mala pasada a la conservadora madrastra de Vero: a menudo terminaban las dos frente a la tele practicando aerobic a escondidas del padre.

      Hace poco, vi a Jazz en el blog de Maro, mi genderfucker (literalmente, jodedor del género, estadio de eterna transición, negación del binarismo extremo por el que un cuerpo indeciso debe transitar de una de las dos identidades permitidas a la otra y nunca quedarse en medio). Jazz es una niña transgénero de seis añitos que sonríe a la cámara vestida de hawaiana y que adora a las sirenas, porque no tienen nada entre las piernas por lo que discriminarlas. A su lado, la mirada triste de Camerron: ni siquiera sabemos cómo quería que la llamásemos. Se ahorcó en febrero de 2008 en su habitación, arropada por un salto de cama, después de que su madre le contestara que no podría vivir como una niña hasta la mayoría de edad. Le faltaban ocho años y debió de pensar que no iba a soportarlo. «La diferencia entre una vida digna y una solución desesperada llena de soledad», reflexiona Maro. Y sabe muy bien de lo que habla.

      Porque el único problema real que para mí tienen la feminidad y la masculinidad es que se nos imponen. Que se erigen en un objetivo que tratará de boicotear de por vida el fluir de nuestras mutaciones continuas, de nuestra identidad en permanente reconstrucción. Los sistemas de control para ajustarnos al género considerado adecuado son muchos y permanentes. Desde la imposición de una determinada vestimenta hasta la hormonación y mutilación genital en bebés diagnosticados intersexuales —aplicando el protocolo Money—, que son los que peor parte se llevan en este empeño brutal de seguir produciendo mujeres y hombres a toda costa.

      Aprendices de camioneras

      Fuera cual fuera nuestra experiencia infantil con la feminidad, la iniciación en el mundillo feminista nos hizo abandonar a casi todas, por un tiempo, la depilación y otras señas de identidad princesiles. (Es curioso, en general las perras renunciamos a depilarnos durante nuestra fase de mayor crítica a la feminidad normativa. La depilación parece ser el gran lugar común de la feminidad en nuestra cultura occidental, casi más que ningún otro. Para Carmela, volver a depilarse supuso un reencuentro: «A mí me encanta ir rasurada y siento un placer morboso y fetichista depilándome».)

      Como decía, casi todas pasamos por nuestra etapa de aprendices de camioneras con el fin de evitar que el malvado patriarcado siguiera inscribiendo en nuestros cuerpos su vergonzosa marca. «Estaba investigando qué mujer quería ser y ésta fue una fase de mi búsqueda muy interesante, porque me di cuenta de que yo soy feliz siendo femenina. Nosotras hemos hecho un camino de ida y vuelta con la feminidad y no se tiene que despreciar nuestra elección», me dijo Paula.

      Bilbao, mediados de los noventa. Mi fiebre activista es tan elevada que ya sólo subo a la universidad para participar en asambleas, conferencias, reuniones y actos miles. Cada vez centro más mi energía revolucionaria en el feminismo. Me corto el pelo yo misma, abandono la cera depilatoria y cualquier rastro de maquillaje y trato de emular a las bollos bilbaínas con sus mallas elásticas y camisetas reivindicativas. Mi fase camionerilla duró muy poco tiempo, recuerdo que me miraba al espejo y pensaba: nena, vas hecha un cuadro, pero es lo que toca, ya te acostumbrarás.

      Traté de relegar los malvados sujetadores pero, con una talla noventa, no es tan fácil parecer andrógina. Por supuesto, ésta es también la época en la que empecé a follar con chicas. Estaba investigando una estética que reflejara mi posicionamiento político y a la vez mi deseo, recuerdo mucha indecisión y mucho cambio. Pero llegó un día en que me puse un vestidito y dije: ay, que liberación. Mi amiga Bego transitaba entonces en Iruñea por parecidas encrucijadas en la construcción de su identidad, aunque a ella la conversión al feminismo estético más extendido le duró tres minutos. Es mucha Begoña.

      «Siempre he sido muy femenina, menos en una época en que tomé contacto con el feminismo, como activista y como lectora, y empecé a ver esa feminidad como una opresión, como algo impuesto, y me planteé que yo tenía que ser otra cosa. Después comprobé que a mí me gustaba ser femenina y punto. Pasé por esa maravillosa época en la que decides no depilarte, porque es una opresión patriarcal y los hijos de puta de los hombres te obligan a depilarme. Pero yo no lo vivía bien, de hecho esta fase fue muy cortita en mi caso. Yo lo hacía porque sentía que políticamente era lo que tocaba pero a mí no me sentaba bien, vivía en una contradicción. Era una autoimposición, yo me lo marcaba como un objetivo», recuerda.

      Para resolver esa contradicción, Bego empezó a llevar una doble vida. «Durante años pensaba antes de salir de casa: me he puesto este escote, no puedo ir a este bar o a este otro porque me encontraré con mis compañeras de lucha y qué van a pensar. O: tengo reunión, ni de coña me pongo este vestido ajustado. Yo consideraba que mi aspecto tenía que estar en la misma


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