Morir en las grandes pestes. Maximiliano Fiquepron

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Morir en las grandes pestes - Maximiliano Fiquepron


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      Figura 3. Plano con los principales mercados e iglesias de la ciudad de Buenos Aires hacia 1870, elaboración propia sobre la base del Plano de la ciudad de Buenos Aires, realizado en 1870 por Nicolás Grondona

      Tanto las plazas como los mercados se ubicaban cerca de los dos principales ejes de circulación: el eje este-oeste, que vinculaba la ciudad con las otras provincias del interior del país, y el eje norte-sur, que llevaba hacia el puerto en la desembocadura del Riachuelo. En ambos encontramos plazas de mercado, iglesias y dependencias estatales que daban forma a una vida parroquial muy intensa.

      Figura 4. Parroquias de la ciudad de Buenos Aires hacia 1855, Pilar González Bernaldo de Quirós, Civilidad y política en los orígenes de la nación argentina: las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862, Buenos Aires, FCE, 2001, p. 70

      Desde 1822 la ciudad se había dividido administrativamente en 11 parroquias. Si confrontamos los límites de estas divisiones con los puntos de reunión alrededor de los cuales se organiza la vida social, como las plazas, templos y mercados, advertiremos que la división parroquial es la que mejor explica la distribución espacial de la sociabilidad vecinal; en esencia, porque reagrupa de manera más homogénea esos diferentes lugares de reunión. En la configuración de estos espacios intervienen tanto las características de la estructura urbana como el papel de las diferentes autoridades parroquiales. Entre ellas, el peso del cura y del juez de paz, que resuelven litigios, organizan celebraciones y actúan como conciliadores entre los habitantes de una parroquia, parece de una importancia decisiva en la constitución de una comunidad de pertenencia, que si bien no está cerrada ni fijada por fronteras verdaderamente delimitadas, funciona como grupo de referencia.[12]

      Los datos del primer censo nacional nos permiten adentrarnos en la década de 1860. Realizado en 1869, el censo nos muestra una población de 177.787 habitantes, lo que representaba el principal núcleo urbano del país, dado que la segunda ciudad con mayor población era Córdoba con 28.523 habitantes, y luego Rosario con 23.169. Buenos Aires era también la principal ciudad de la provincia, con el 35% de su población. La inmigración, que había comenzado a incrementarse sostenidamente luego de Caseros, constituía casi la mitad de la población de la ciudad, un porcentaje también único en el país. El grupo más numeroso lo conformaban los italianos (41.957), seguidos por españoles (13.998) y franceses (13.462). También alemanes, belgas, rusos y un porcentaje significativo de latinoamericanos (una categoría que incluía un total de 8656 habitantes bolivianos, peruanos, chilenos, paraguayos, brasileros, orientales y “otros estados americanos”) residían en la ciudad, y conformaban un contingente humano numeroso, que se dedicaba sobre todo a actividades productivas vinculadas con el puerto, la venta ambulante o algún oficio.

      Figura 5. Lechero, 1874, Archivo General de la Nación, colección Witcomb

      Los artesanos y obreros venidos de Europa predominaron entre los trabajadores urbanos, pero también existía un sector de trabajadores afroamericanos, mestizos e indios, que se desempeñaban como albañiles, pintores, carpinteros y herreros, además de conformar los ejércitos de estibadores y jornaleros que empleaban su fuerza de trabajo en la carga y descarga de mercadería en el puerto y los muelles. Este último grupo es el que creció más rápido, dado que el puerto y las obras públicas (en general la construcción de edificios gubernamentales y hospitales) ofrecían un ingreso sin necesidad de mayor calificación. Para 1869 crecía la demanda de productos más sofisticados, motor del surgimiento y consolidación de un artesanado más diverso, vinculado a la joyería, la relojería y la sastrería.[13] El cambio constante de ocupación también era frecuente entre los integrantes del mundo del trabajo porteño. Es muy probable que esta movilidad haya sido más acentuada entre quienes ocupaban los peldaños más bajos en la estructura laboral debido a la precariedad de sus empleos: jornaleros, lavanderas, planchadoras, vendedores ambulantes y pequeños artesanos, pero también lecheros, verduleros, fruteros, panaderos, aguateros y muchos otros trabajadores se volcaban a la venta ambulante, recorriendo las calles de la ciudad para abastecer a las familias de todos los barrios porteños y las zonas suburbanas.

      La enorme mayoría de estos trabajadores –sobre todo los menos calificados– habitaban conventillos y casas de inquilinato diseminados por toda la ciudad. Aunque no existen cifras para el período, los relevamientos realizados por las comisiones encargadas de combatir la epidemia mostraron una ciudad con una alta concentración poblacional en las casas de inquilinato. Estas consistían en una serie de cuartos de alquiler, por lo general alineados ante un patio de uso compartido, con servicios comunes muy precarios o casi inexistentes y una única puerta como medio de comunicación con el exterior. Estas viviendas colectivas, muchas de ellas conventillos de entre cuatro y nueve habitaciones, llegaron a albergar a aproximadamente el 30% de la población total de la ciudad.[14]

      El hacinamiento también fue un rasgo distintivo y definitorio de los conventillos. Este panorama se agravaba de manera significativa cuando la precariedad, insuficiencia o inexistencia de servicios sanitarios los transformaba en verdaderos focos de incubación de enfermedades infecciosas. Aún hacia fines de la década de 1880, tras casi dos décadas de presencia de médicos higienistas en organismos del Estado y en la prensa, eran comunes las denuncias sobre la falta total de letrinas en las casas de inquilinato o la excesiva aglomeración de personas por habitación. Un alivio temporario para el hacinamiento se lograba utilizando otros espacios públicos o semipúblicos, en zonas de uso compartido por varios grupos convivientes. Así, el patio del conventillo, la cuadra, el vecindario y el barrio constituyeron un renovado espacio de sociabilidad donde se entrelazaban solidaridades, vínculos y, en ocasiones, enemistades. La calle fue otro de los lugares de interacción más recurrentes, al igual que los cafés, fondas, almacenes y pulperías. Todos ellos conformaban un lugar de tránsito, de búsqueda, de trabajo y de exhibición, espacios creadores de relaciones y de encuentros tan rápidos como furtivos.

      La ciudad también había comenzado a sufrir cambios cuantitativos y cualitativos en torno a su espacialidad y edificación. Para poder comprender mejor la ciudad vivida, iniciaremos un recorrido desde los poblados vecinos de Flores y Belgrano hacia la ciudad y su puerto, para que, al realizar ese trayecto, podamos percibir las diferentes formas de apropiarse del espacio desplegadas por sus habitantes; ello nos permite entrever vínculos entre el centro de la ciudad y su periferia que iban más allá del abasto de mercaderías y la circulación de rutas comerciales. Para esta exploración, nos centraremos en las dinámicas de la ciudad, en especial en el eje oeste-este y en el eje norte-sur.

      Desde el oeste hacia el río, de La Boca a La Recoleta

      Alejándonos del centro de la ciudad hacia el oeste, las casas edificadas cambiaban su fisonomía, y se alternaban con zonas de baldíos, mataderos, corrales, depósitos de maderas y otros lugares similares. Algunos kilómetros más al oeste comenzaban las quintas, hogares de residencia de las familias acomodadas para vacacionar, así como las huertas productoras de frutos que se comercializaban en los mercados de la ciudad. En esta dirección nos acercamos a los pueblos de San José de Flores y Belgrano. Ambos eran asentamientos modestos y pequeños, aunque Flores contaba con una historia un poco más larga, y con una población también mayor (6579 habitantes en 1869).

      Fundado como curato en 1806, y como pueblo en 1811, San José de Flores fue un sitio conocido por sus grandes quintas, generalmente usadas en temporada estival por personalidades destacadas de la época. Juan Manuel de Rosas tenía su establecimiento de campo cerca de allí, además de ser un asiduo visitante de la quinta de la familia Terrero, socio, compadre y apoderado judicial del Restaurador. El pueblo fue muy dinámico desde sus comienzos dado que se encontraba sobre el Camino Real, la ruta que conectaba Buenos Aires con Córdoba. Asimismo, era uno de los muchos poblados que abastecía a la ciudad de Buenos Aires de comestibles y mercaderías. Belgrano, por su parte, había cobrado estatus de pueblo en 1855, ya que hasta entonces era un conjunto de asentamientos


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