La Lista De Los Perfiles Psicológicos. Juan Moisés De La Serna
Читать онлайн книгу.un estreno de cine a mitad de la semana tampoco es para tanto…, ¡Ah, vale!, ahora lo comprendo, el final de las ligas menores. Seguramente tengan algún hijo en el equipo local o serán muy forofos a este deporte.
A pesar de no compartir aquella afición que en algunos casos llegaba a ser de fanáticos, estaba de acuerdo en que hubiese una actividad en la que uno se pudiese liberar de sus inhibiciones, y que se sintiese identificado con un colectivo al que normalmente no pertenecía, alejado de su casa o de su trabajo.
Era reconfortante ver cómo la gente se reunía en las cafeterías a vitorear a sus equipos y a sufrir por cada pase mal dado o cada regate que no se ha realizado; e igualmente emocionarse hasta el estallido de júbilo cuando el delantero centro robaba el valor, avanzaba entre sus contrincantes y al final lograba marcar.
Pero si aquello es saludable, e incluso catártico, liberando emociones primarias, lo que más me llama la atención es el efecto que provoca cuando juega el equipo nacional; aquello es un revulsivo de sentimiento nacionalista, de hermandad por encima de las diferencias, de unidad ante las adversidades.
Algo que he podido comprobar atónito cuando he viajado al extranjero, donde me he encontrado entre personas que no conocía de nada, que me trataban como un hermano cuando había un partido en el que jugaba el equipo nacional independientemente del país donde me hallase.
Una explosión de júbilo y emociones que parecen haber arrastrado a mis dos pacientes de esta tarde a anteponer su afición a la consulta.
En ese momento escuché cerrarse la puerta de la calle. Mi secretaria había salido casi sigilosamente, tal y como ella era. Nunca quería interrumpirme, pues a veces estaba revisando casos, escribiendo notas en los informes de los pacientes que acababa de atender, o consultando alguno de esos libros voluminosos de psiquiatría que se acumulaban en los estantes de la librería.
–Nunca se termina de aprender ―la decía yo, cuando ella me recriminaba que casi no descansase entre paciente y paciente, creo que, por eso, ya no se molestaba en decirme que saliera, aunque sea para coger un café de la máquina de recepción.
Miré por la ventana que daba a un parque cercano y vi cómo había empezado a lloviznar. Eran las cinco de la tarde, pero el sol, parecía tener hoy prisa pues ya casi no se veía la calle, entre aquellos nubarrones negros que se habían apoderado de un cielo claro con el que amaneció.
“Espero a que escampe un poco y luego salgo”, me dije mientras regresaba a mi sillón. Observé a mi alrededor, entre aquellas cuatro paredes, en donde había pasado buena parte de mi juventud, intentando ayudar a las personas a mejorar en sus vidas, lo que ellas misma se permitían hacer.
Era reconfortante ver cómo algunos con un poco de ayuda conseguían avanzar y superar aquellos pequeños baches de la vida que nos retrasan en nuestro desarrollo; en cambio otros…, por muchas sesiones que tuviesen eran incapaces ni siquiera de darse cuenta de su situación y lo perjudicial que era aquello para sí mismo y para la relación con los demás.
“¡Si las paredes hablasen!”, pensé para mis adentros. Cerré el informe de la persona que acababa de atender, después de realizar algunas anotaciones sobre su progreso, y me levanté a guardarlo en el fichero donde tenía clasificado a todos los pacientes que estaba actualmente atendiendo, dejando los cajones de abajo para los que ya lo habían superado o abandonado la terapia.
Estaba buscando el sitio donde colocar la carpeta del paciente en función de su apellido cuando sonó el timbre de la puerta.
“¡Qué raro!, ―me dije―, mi secretaria tiene llave; puede que sea alguno de esos dos pacientes que cancelaron y que por la lluvia se haya suspendido el partido, y venga a recuperar su hora de consulta”, pensé mientras salí del despacho y atravesando la recepción me acerqué a la puerta.
Abriéndola con premura observé como detrás de aquel quicio había una mujer mayor algo desaliñada y que empezaba a rezumar agua sobre la alfombrilla de la entrada.
–Pase usted señora ―dije con suavidad mientras le cedía el paso y me quitaba de delante de la puerta.
–Gracias joven, y disculpe que venga mojada.
–No se preocupe, nadie sabía que el tiempo iba a cambiar de esa manera ―comenté justificando que ni quisiera llevase paraguas, ya que con lo único que se había protegido era con un pañuelo en la cabeza.
–¿Dónde puedo dejar esto? ―preguntó mientras se lo quitaba, con gesto de querer escurrirlo.
–Por aquí tiene un pequeño cuarto de baño, ahí puede escurrir si es lo que quiere ―le dije mientras le indicaba y cerraba la puerta tras de sí.
–Gracias, no quisiera molestar.
–No es ninguna molestia.
La señora entró en el baño y allí debió de escurrir sobre el lavabo buena parte del agua que había conseguido frenar aquel pañuelo evitando así empaparse.
–¿Y el abrigo? ―preguntó saliendo del baño.
–Se lo pongo en el perchero ―dije mientras se lo recogía.
–Es muy amable ―insistió―, por cierto, ¿sabe si el doctor me podrá atender hoy? ―preguntó con voz melosa.
–Seguro que sí, el doctor soy yo ―respondí con una leve sonrisa.
–¡Ah!, pues es usted muy joven, parece que fue ayer cuando salió de la facultad ―comentó contrariada.
–Es que me conservo muy bien, ya se sabe, un poco de ejercicio diario y una buena alimentación.
–¡Ah!, pues me tendrá que dar la receta, pues a mí los años no me han tratado lo que se dice que muy bien ―protestó mientras se echaba la mano sobre un hombro, supongo que sería porque tuviese en este el recuerdo de alguna fractura o algo así―. Bien, ¿dónde podremos hablar? ―preguntó la señora con voz impaciente.
–Pues si quiere en mi despacho ―señalé con asombro por aquella pregunta.
–Prefiero en ese asiento ―dijo señalando al sillón de la sala de espera.
–Pues si prefiere ahí…
–Sí gracias ―dijo y se dirigió al sillón.
La seguí y me senté en la silla de la secretaria que cogí de al lado para ponerme delante.
–Usted me dirá, ¿a qué debo su visita?
–Verá doctor, hace noches que no puedo dormir y no sé muy bien porqué, pero me está empezando a afectar. Al principio sólo me sentía agotada, y bueno, eso es soportable, pero ahora es que no puedo salir a la calle, porque al rato no sé dónde estoy ni lo que voy a hacer, y si entro en una cafetería a tomar algo, me duermo sobre la mesa.
–¿Ha consultado usted a su médico de familia, para ver si le pasa algo?
–He recorrido todos los especialistas, pero ninguno me ha sabido decir a qué se puede deber esto.
–¿Hay algo que lo haya provocado?, me refiero a las primeras veces que se dio cuenta de este problema, ¿sabe si ha pasado algo que pudiese alterar su vida, y que como consecuencia sufra eso?
–Bueno, nada que yo recuerde, o quizás sí, no sé si tiene que ver, es una caja que me encontré en un parque. No me juzgue mal, pero con mi pensión, lo poco que cobro, pues a veces recojo lo que encuentro para ver si me es útil. Ya sé que acumulo demasiado, pero no sabe lo mal que lo pasé en mi juventud.
–¿Acumula? ―pregunté asombrado por aquel comentario.
–Sí, ya sabe, tiene un nombre muy raro, pero no puedo evitarlo. Todo lo que encuentro tiene un sitio reservado en mi casa, ya sé dónde irá.
–¿Sufre Síndrome de Diógenes?
–Si, algo así me dijeron, los de los Servicios Sociales, aquella vez que vaciaron mi piso. Se imaginará…, toda una vida guardando, para que de la noche a la mañana me lo dejasen vacío, sin el más mínimo objeto.
–Pero ¿sabe qué eso no es saludable? ―la señalé extrañado por