Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville


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      Mientras caminábamos por el final del muelle hacia el barco, Queequeg arpón en mano, el capitán Péleg nos saludó desde su tipi en voz alta, con su áspero tono, diciendo que no había sospechado que mi amigo fuera un caníbal, y anunciando, además, que no permitía caníbales a bordo de ese navío, a no ser que aportaran previamente sus papeles.

      —¿Qué quiere decir con eso, capitán Péleg? –dije yo, saltando a la borda y dejando a mi camarada de pie en el muelle.

      —Quiero decir –replicó– que debe mostrar sus papeles.

      —Sí –dijo el capitán Bildad con su voz hueca, sacando su cabeza del tipi desde detrás de la de Péleg–. Debe demostrar que está convertido. Hijo de la oscuridad –añadió, volviéndose a Queequeg–, ¿estáis vos en el momento presente en comunión con alguna Iglesia cristiana?

      —Claro –dije yo–, es miembro de la Primera Iglesia Congregacional.

      Sea aquí dicho que muchos salvajes tatuados que navegan en barcos de Nantucket finalmente llegan a convertirse a las iglesias.

      —¡La Primera Iglesia Congregacional –gritó Bildad–, caramba!, ¿la que celebra el culto en la casa de reunión del diácono Deuteronomio Coleman?

      Diciendo lo cual, se quitó los lentes, los frotó con su gran pañuelo amarillo estampado y, poniéndoselos muy cuidadosamente, salió del tipi e inclinándose, tieso, sobre la amurada, echó una larga ojeada a Queequeg.

      —¿Cuánto tiempo ha sido miembro? –dijo entonces, volviéndose a mí–. No mucho, diría yo, joven.

      —No –dijo Péleg–, y tampoco ha sido bautizado correctamente, o se le habría lavado de la cara parte de ese azul del Diablo.

      —Decidme ahora mismo –gritó Bildad–, ¿es este filisteo un miembro habitual de la reunión del diácono Deuteronomio? Nunca le vi ir allí, y paso delante cada día del Señor.

      —Yo no sé nada del diácono Deuteronomio o de su reunión –dije yo–, todo lo que sé es que aquí, Queequeg, es miembro nato de la Primera Iglesia Congregacional. Él mismo es diácono, Queequeg lo es.

      —Joven –dijo Bildad gravemente–, vos estáis tomándome el pelo... Explicaos, joven hitita. ¿Qué iglesia queréis decir? Contestadme.

      Viéndome tan duramente acosado, contesté.

      —Quiero decir, señor, la misma antigua Iglesia católica a la que vos y yo, y aquí el capitán Péleg, y aquí Queequeg, y todos nosotros, y cada alma nuestra e hijo de vecino, pertenece; la grande e imperecedera Primera Congregación de este entero mundo venerador. Todos pertenecemos a ésa, sólo que algunos de nosotros nos aferramos a ciertos raros resabios en modo alguno pertinentes a la grandiosa creencia; en ésa todos unimos las manos.

      —Ayustar, vos quisisteis decir ayustar las manos –gritó Péleg, acercándose–. Joven, mejor sería que os embarcarais como misionero, en lugar de como tripulante de a pie; nunca escuché mejor sermón. El diácono Deuteronomio... qué digo, el propio padre Mapple no podría hacerlo mejor, y se le considera alguien. Subid a bordo, subid a bordo; no os preocupéis de los papeles. Digo yo, decidle ahí a Quohog... ¿qué es eso que le llamáis?, decidle a Quohog que venga con nosotros. Por la gran ancla, ¡menudo arpón que tiene! Parece buen material ése; y parece que lo maneja bien. Digo, Quohog, o como sea vuestro nombre, ¿alguna vez estuvisteis en la proa de una lancha ballenera?, ¿alguna vez acertasteis a un pez?

      Sin decir una palabra, Queequeg saltó a su salvaje manera sobre la amurada, desde allí a la proa de una de las lanchas balleneras que pendían al costado; y afirmando entonces su rodilla izquierda, y balanceando su arpón, gritó algo más o menos como esto:

      —Capitán, ¿tú ver pequeña gota brea en agua ella allí? ¿Ver? Bien, suponer ella un ojo ballena, bien, ¡diana!

      Y apuntando derecho a ella lanzó el hierro justo por encima del ala ancha del viejo sombrero de Bildad, limpiamente a través de la cubierta del barco, y dio en la refulgente mancha de brea haciéndola desaparecer.

      —Ahora –dijo Queequeg recogiendo tranquilamente la estacha– suponer ella ojo ballena-i; bueno, ballena esa muerta.

      —Rápido, Bildad –dijo Péleg a su socio, que, aterrorizado ante la cercana vecindad del arpón volador, se había retirado hacia el portalón de la cabina–. Daos prisa, digo, vos, Bildad, y traed los papeles del barco. Debemos hacernos aquí con Gorgojo, quiero decir Quohog, para una de nuestras lanchas. Mirad, Quohog, os daremos el nonagésimo provecho, y eso es más de lo que nunca se dio a un arponero que zarpara de Nantucket.

      Así que abajo fuimos a la cabina y, para mi gran contento, Queequeg fue pronto enrolado en la propia compañía de barco a la que yo mismo pertenecía.

      Cuando finalizamos todos los preliminares y Péleg hubo dispuesto todo para firmar, se giró hacia mí y dijo:

      —Supongo que aquí Quohog no sabe escribir, ¿o sí? Digo, Quohog, ¡espabilad!: ¿firmáis con vuestro nombre o hacéis vuestra marca?

      Mas, ante esta pregunta, Queequeg, que había participado antes dos o tres veces en similares ceremonias, no pareció en modo alguno avergonzado; sino que, tomando la pluma que le ofrecían, copió sobre el papel, en el lugar apropiado, una extraña figura redonda que estaba tatuada en su brazo; de manera que, dado el obstinado error del capitán Péleg tocante a su apelativo, quedó algo semejante a esto:

      Quohog

      su X marca

      Mientras tanto, el capitán Bildad permaneció sentado, observando firme y seriamente a Queequeg, y levantándose finalmente de modo solemne y hurgando en los enormes bolsillos de su levita gris de anchos faldones, extrajo un montón de folletos; y seleccionando uno titulado «El advenimiento del día final, o no hay tiempo que perder», lo puso en las manos de Queequeg, y tomando entonces éstas y el libro con ambas suyas, le miró gravemente a los ojos y dijo:

      —Hijo de la oscuridad, debo cumplir mi deber con vos; soy propietario parcial de este barco, y me siento responsable de las almas de toda su tripulación; si vos todavía os aferrarais a vuestras costumbres paganas, lo que tristemente me temo, os lo suplico, no seáis por siempre un siervo de Belial. Expulsad al ídolo Bel, y al espantoso dragón; alejaos de la ira que vendrá; estad atento, os digo; ¡oh, gracia bondadosa!, ¡apartaos del pozo ardiente!

      Algo del salado mar persistía aún en el lenguaje del viejo Bildad, mezclado de manera heterogénea con frases locales y escriturarias.

      —¡Péleg! ¡Péleg! –dijo Bildad, alzando sus ojos y sus manos–, vos mismo, al igual que yo mismo, habéis vivido muchos momentos peligrosos; vos sabéis, Péleg, lo que es tener miedo a la muerte; cómo, entonces, podéis dar voces de esta impía manera. Contrariáis vuestro propio corazón, Péleg. Decidme, cuando este mismísimo Pequod perdió por la borda sus tres mástiles en aquel tifón en Japón, aquella misma expedición en la que vos fuisteis de oficial con el capitán Ajab, ¿no pensasteis vos entonces en la muerte y en el Juicio Final?

      —¡Escuchadle, escuchadle ahora –gritó Péleg, yendo de un lado al otro de la cabina y hundiendo sus manos muy hondo en sus bolsillos–... escuchadle todos vosotros! ¡Imaginaos! ¡Cuando a cada momento pensábamos que el barco se hundiría! ¿La muerte y el Juicio Final entonces? ¿Qué? Con los tres mástiles haciendo tal sempiterno tronar contra el costado; y todos los mares


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