Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville


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de muchos otros maderos laterales insertados en él en forma de radios, sirve para reforzar el barco contra las heladas sacudidas de esos mares azotadores.

      Ahora bien, estos tres oficiales... Starbuck, Stubb, y Flask, eran hombres de mucha monta. Ellos eran los que por universal prescripción capitaneaban como patrones tres de las lanchas del Pequod. En ese grandioso orden de batalla en el que el capitán Ajab pronto comandaría sus fuerzas para abatirse sobre las ballenas, estos tres patrones eran como capitanes de compañías. O, al estar armados con sus largas y afiladas picas balleneras, eran como un selecto trío de lanceros; lo mismo que los arponeros eran lanzadores de jabalinas.

      Y como en esta notoria pesquería, cada oficial o patrón, como un gótico rey de la Antigüedad, siempre está acompañado por su timonel de lancha o arponero, que en ciertas coyunturas le proporciona una lanza nueva cuando la anterior ha quedado muy torcida o doblada en el asalto; y más aún, como generalmente subsiste entre los dos una estrecha intimidad y amistad; es, por tanto, conforme que en este lugar determinemos quiénes eran los arponeros del Pequod, y a qué patrón pertenecía cada uno.

      En primer lugar estaba Queequeg, al que Starbuck, el primer oficial, había seleccionado como su escudero. Pero Queequeg ya es conocido.

      El tercero entre los arponeros era Daggoo, un gigantesco negro salvaje de piel carbón, con un andar leonino... un asuero. Suspendidos de sus orejas había dos aros dorados, tan grandes que los marineros los llamaban cáncamos de argolla, y decían que iban a asegurar a ellos las drizas de gavia. En su juventud, Daggoo había embarcado voluntariamente a bordo de un ballenero que fondeaba en una solitaria bahía de su nativa costa. Y no habiendo estado en parte alguna del mundo salvo en África, Nantucket, y los puertos paganos más frecuentados por los balleneros, y al haber vivido durante ya muchos años la intrépida vida de la pesquería en barcos de propietarios carentes de la usual precaución respecto a la clase de hombres que embarcaban, Daggoo conservaba todas sus barbáricas virtudes, y erguido como una jirafa recorría las cubiertas con toda la pompa de seis pies y cinco pulgadas en calcetines. Había humildad corporal en mirarle; y un hombre blanco en pie ante él parecía una bandera blanca venida a implorar tregua ante una fortaleza. Curioso de decir, este imperial negro, asuero Daggoo, era el escudero del pequeño Flask, que a su lado parecía una figura de ajedrez. Por lo que respecta al resto de la compañía del Pequod, dicho sea que actualmente, de los muchos miles de hombres a proa de mástil empleados en la pesquería de la ballena americana, no hay uno de dos nacido en América, aunque prácticamente todos los oficiales lo son. En esto ocurre lo mismo tanto en la pesquería de ballena americana como en el ejército americano, y en la armada y en la marina mercante americanas, y en los destacamentos de ingeniería empleados en la construcción de los canales y ferrocarriles americanos. Lo mismo, digo, porque en todos estos casos los americanos nativos aportan con largueza el cerebro, proporcionando los músculos el resto del mundo con la misma generosidad. De estos marineros de la pesca de la ballena, un número no pequeño pertenece a las Azores, donde los barcos balleneros que parten de Nantucket tocan puerto para aumentar sus tripulaciones con los rudos campesinos de esas rocosas costas. De igual manera, los balleneros de Groenlandia que zarpan de Hull o de Londres fondean en las islas Shetland para recibir el complemento íntegro de su tripulación. En la travesía de vuelta a puerto los vuelven a desembarcar allí de nuevo. El porqué no se sabe, pero los isleños parecen ser los mejores pescadores de ballenas. En el Pequod también eran casi todos isleños, isolados, así los llamo, no reconociendo el continente común de los hombres, sino cada isolado que vive en un distinto continente propio. No obstante, ahora, federados a lo largo de una quilla, ¡qué conjunto formaban estos isolados! Como una diputación de Anacharsis Clootz constituida por todas las islas del mar, y todos los confines de la tierra, que acompañaba al viejo Ajab en el Pequod para presentar las quejas del mundo ante una de esas audiencias de las que no muchos logran regresar. El pequeño negro Pip... ¡Él nunca regresó! ¡Pobre muchacho de Alabama! En el desolado castillo del Pequod le veréis dentro de poco, dándole a su pandereta; prelusivo del tiempo eterno, en el que llamado al gran alcázar de las alturas, fue invitado a tocar con los ángeles, y a darle a su pandereta en la gloria, llamado un cobarde aquí, ¡aclamado un héroe allá!

      Capítulo 28

      Ajab

      Durante varios días tras zarpar de Nantucket, nada se vio del capitán Ajab por encima de los cuarteles. Los oficiales se relevaban regularmente uno a otro en las guardias, y no habiendo nada que pudiera observarse en contrario, parecían ser los únicos comandantes del barco; salvo que a veces salían de la cabina con órdenes tan repentinas y perentorias que, al final, resultaba indudable que sólo comandaban vicariamente. Sí, su supremo señor y dictador estaba allí, aunque hasta el momento oculto a cualesquiera ojos no autorizados a penetrar en el por entonces sagrado retiro de la cabina.

      Cada vez que yo ascendía a cubierta desde mis guardias abajo, instantáneamente echaba la vista a popa para fijarme si había visible algún rostro extraño; pues mi primera vaga inquietud respecto al desconocido capitán, ahora, en la reclusión del mar, se convirtió casi en un trastorno. Aquello resultaba extrañamente acentuado a veces por las diabólicas incoherencias del harapiento Elías, que, sin que yo las convocara, regresaban a mí con una sutil energía que previamente no podría haber concebido. Malamente podía resistirlas, por mucho que en otros estados de ánimo casi estuviera dispuesto a sonreír ante las solemnes fantasías de ese disparatado profeta de los muelles. Mas fuera lo que fuese que sintiera de aprensión o inquietud –por así llamarlo–, no obstante, cada vez que en el barco me ponía a mirar a mi alrededor, parecía completamente injustificado


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