Moby-Dick o la ballena. Herman Melville

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Moby-Dick o la ballena - Herman Melville


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ilimitado mar.»

      Canción ballenera.

      Capítulo 1

      Apariciones

      Rodead la ciudad en una somnolienta tarde del día del Señor. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, por Whitehall, hacia el norte. ¿Qué es lo que veis?... Apostados como silenciosos centinelas a todo alrededor de la urbe, hay miles y miles de mortales absortos en oceánicas ensoñaciones. Algunos recostados en los pilares, algunos sentados en los extremos de los muelles, algunos mirando por encima de las amuradas de barcos de la China, algunos muy arriba en la jarcia, como si trataran de tener una aún mejor vista al mar. Pero todos ellos son hombres de tierra firme; de días laborables encerrados entre maderámenes y yesos... atados a mostradores, clavados a bancos, roblados a mesas de despacho. ¿Cómo es esto? ¿Han desaparecido los verdes campos? ¿Qué es lo que hacen aquí?

      ¡Pero observad! Aquí vienen más gentes, andando derechas hacia el agua, y aparentemente dispuestas a una zambullida. ¡Es extraño! Con nada se conformarán que no sea el límite último de la tierra; no será suficiente con pasear al sombreado socaire de aquellos almacenes. No. Han de llegar lo más cerca que puedan del agua sin caer a ella. Y ahí están... millas de ellos... leguas. De tierra firme todos, vienen de pasajes y callejones, calles y avenidas... del norte, el este, el sur y el oeste. Y, sin embargo, aquí todos se unen. Decidme: ¿los atrae allí la virtud magnética de las agujas de los compases de todos esos barcos?

      Una vez más. Digamos que estáis en el campo, en unas altas tierras de lagos. Tomad casi cualquier camino que deseéis, y apuesto diez contra uno que os conduce a un valle y que allí os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Dejad que el más despistado de los hombres se sumerja en sus más profundas ensoñaciones... haced que ese hombre esté erguido, poned en marcha sus pies, e infaliblemente, si es que hay agua en esa región, os conducirá al agua. Si en alguna ocasión estáis sedientos en el gran desierto americano, probad a hacer este experimento si es que vuestra caravana resulta estar provista de algún metafísico profesor. Sí, la meditación y el agua, como todo el mundo sabe, de por siempre están emparejadas.

      Ahora bien, cuando digo que tengo por costumbre hacerme a la mar siempre que comienzan a nublárseme los ojos y me empiezo a inquietar por mis pulmones no quiero decir que de ello se deduzca que alguna vez me hago a la mar como pasajero. Pues para ir de pasajero tienes que tener necesariamente una bolsa, y una bolsa sólo es un trapo a menos que tengas algo en ella. Además, los pasajeros se marean... se tornan rencillosos... no duermen por las noches y por regla general no se divierten mucho. No, yo nunca me embarco como pasajero; ni tampoco, aunque puedo decir que algo tengo de lobo de mar, me hago nunca a la mar como comodoro, o capitán, o cocinero. La gloria y la distinción de esos cargos las dejo para los que las aprecien. Yo, por mi parte, aborrezco todo honorable y respetable esfuerzo, empleo y tribulación de cualquier tipo. Bastante tengo con cuidarme a mí mismo sin cuidar de barcos, bricbarcas, bergantines, goletas y demás. Y en cuanto a embarcarme como cocinero... aunque confieso que hay en ello cierto honor, pues el cocinero es una suerte de oficial a bordo... aun así, nunca he acabado de verme asando aves de corral; aunque una vez asada, sensatamente untada de mantequilla y sesudamente salpimentada, no habrá nadie que hable de un ave asada con mayor respeto, por no decir reverencia, que lo haga yo. A la idólatra devoción de los antiguos egipcios por el ibis asado y el hipopótamo a la parrilla se debe que podamos observar las momias de aquellas criaturas en sus enormes hornos, las pirámides.

      No, cuando yo me hago a la mar, voy como simple marinero, propiamente delante del mástil, a plomo dentro del castillo, allá en lo alto del tope del sobremastelerillo. Cierto, me suelen mandar un poco de aquí para allá, y hacerme saltar de percha a percha como un saltamontes en un prado de mayo. Y al principio este asunto es bastante desagradable. Afecta al sentido del honor de uno, en especial si procedes de una familia de antigua raigambre en tierra, los Van Rensselaers, o los Randolphs, o los Hardicanutes. Y más que nada si precisamente antes de meter la mano en el tarro de la brea te has estado enseñoreando como maestro rural, haciendo que los muchachos más altos se portaran ante ti con respeto. El paso de una a otra cosa, de maestro a marinero, es brusco, os


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