Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville


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una pregunta que no han hecho ellos; esa respuesta no pedida se la saca a Jonás por fuerza la dura mano de Dios que está encima de él.

      »“Soy hebreo —exclama, y luego—: Temo al Señor, Dios del Cielo que ha hecho el mar y la tierra firme.” ¿Temerle, Jonás? Sí, ¡bien podías entonces temer al señor Dios! Derechamente, pasa entonces a hacer una confesión completa, con lo cual los marineros quedan cada vez más horrorizados, aunque todavía tienen compasión. Pues cuando Jonás —no suplicando todavía la misericordia de Dios, porque conocía de sobra la oscuridad de sus desiertos—, cuando el miserable Jonás le grita que se le lleven y le tiren al agua; pues sabe que la gran tempestad estaba encima de ellos por culpa suya, ellos, compasivamente, se apartan de él y tratan de salvar el barco por otros medios. Pero todo en vano; la furiosa galerna aúlla más fuerte; y entonces, con una mano elevada en invocación a Dios, echan la otra mano a Jonás, no sin reluctancia, para apoderarse de él.

      »Y ahora ved a Jonás izado como un ancla y dejado caer en el mar; entonces, al momento, una calma de aceite cubre la superficie desde el este, y el mar queda tranquilo, mientras Jonás se lleva consigo la tempestad, dejando atrás aguas plácidas. Desciende al corazón arremolinado de una agitación tan incontenible que apenas se da cuenta del momento en que cae bullendo en las mandíbulas bostezantes que le aguardan; y la ballena dispara todos sus dientes marfileños, como otros tantos cerrojos, sobre su prisión. Entonces Jonás rezó al Señor desde el vientre del pez. Pero observad su oración y aprended una importante lección. Pues, pecador como es, Jonás no llora y gime por la liberación directa. Siente que ese terrible castigo es justo. Deja a Dios toda su liberación, contentándose con esto, con que a pesar de todos sus dolores y penas, todavía seguirá mirando hacia Su Sagrado Templo. Y aquí, compañeros, está el arrepentimiento sincero y verdadero; sin clamar por el perdón, sino agradeciendo el castigo. Y cuánto agradó al Señor esta conducta de Jonás, se muestra en su liberación final, del mar y de la ballena. Compañeros, no pongo a Jonás ante vosotros para que le copiéis en su pecado, sino que le pongo ante vosotros como modelo de arrepentimiento. No pequéis, pero, si lo hacéis cuidad de arrepentiros de ello como Jonás.»

      Mientras él decía estas palabras, afuera, el aullido de la tempestad rugiente en quiebros parecía añadir nueva fuerza al predicador, que, al describir la tormenta marina de Jonás, se hubiera dicho agitado él mismo por una tormenta. Su hondo pecho se hinchaba como con mar de fondo; sus brazos agitados parecían los elementos en guerra actuando; y los truenos que salían rodando a la altura de su atezada frente, y la luz que se disparaba de sus ojos, hacían que todos sus sencillos oyentes le miraran con un vivo espanto que les era desconocido.

      Apareció entonces una calma en su aspecto, al volverse en silencio una vez más sobre las hojas del Libro; y por fin, irguiéndose inmóvil, con los ojos cerrados, pareció por el momento que comulgaba con Dios y consigo mismo.

      Pero de nuevo se inclinó hacia el pueblo, y agachando profundamente la cabeza, con el aspecto de la humildad más profunda, pero más viril, dijo así:

      —Compañeros, Dios no ha puesto sobre vosotros más que una mano: a mí me aprieta con las dos. Os he leído, con las pobres luces que puedo tener, qué lección enseña Jonás a todos los pecadores; y por tanto, a vosotros, y aún más a mí, pues soy mayor pecador que vosotros. Y ahora ¡con qué alegría bajaría de esta cofa y me sentaría en las escotillas donde os sentáis, y escucharía como escucháis, mientras alguno de vosotros me leyera esa otra más terrible lección que Jonás me enseña a mí, como piloto del Dios vivo. Cómo, siendo un piloto-profeta ungido, un proclamador de verdades, y mandado por el Señor a que hiciera sonar esas ingratas verdades en los oídos de la corrompida Nínive, Jonás, aterrado ante la hostilidad que iba a provocar, huyó de su misión, ¡y trató de escapar a su deber y a su Dios tomando una nave en Joppe! Pero Dios está en todas partes; jamás alcanzó Tarsis. Como hemos visto, Dios vino sobre é en la ballena, y se le tragó bajándole a abismos vivos de condenación, y con veloces quiebros le llevó «al centro de los mares», donde las profundidades arremolinadas le absorbieron hasta diez mil braza; de hondo, y «las algas estaban enredadas en torno a su cabeza», y todo el mundo acuático de la aflicción rodó sobre él. Pero aun entonces, más allá del alcance de ninguna sonda —«desde el vientre del infierno»—, cuando la ballena se posó en los últimos huesos del océano, aun entonces, Dios oyó al profeta sumergido y arrepentido cuando clamó. Entonces Dios habló al pez; y desde el estremecido frío y la negrura del mar, la ballena subió coleando hacia el sol caliente y grato, y hacia todos los deleites del aire y la tierra; y «vomitó a Jonás en tierra firme»; y entonces la palabra del Señor vino por segunda vez, y Jonás, herido y magullado —con los oídos, como dos caracolas, todavía murmurándole el tumulto del océano—, hizo lo que le mandaba el Todopoderoso. ¿Y qué era ello, compañeros? ¡Predicar la Verdad frente a la Falsedad! ¡Eso era!

      »Ésta, compañeros, es la otra lección; y ¡ay de aquel piloto del Dios vivo que la desprecie! ¡Ay de aquel a quien el mundo con sus encantos le aparte del deber evangélico! ¡Ay de aquel que trate de echar aceite en las aguas cuando Dios las ha hecho hervir en una galerna! ¡Ay de aquel que trate más de agradar que de horrorizar! ¡Ay de aquel que, en este mundo, no pretenda deshonor! ¡Ay de aquel que no sea sincero cuando ser falso sea la salvación! ¡Sí, ay de aquel que, como dijo el gran Piloto Pablo, mientras predica a los demás es él mismo un réprobo!

      Se desplomó y se hundió en sí mismo por un momento; luego, volviendo a alzar la cara hacia ellos, mostró en sus ojos un gozo profundo, y exclamó con entusiasmo celeste:

      — Pero ¡oh, compañeros!, a estribor de toda aflicción, hay un gozo seguro; y la cofa de ese gozo es más alta de lo que es de profundo el fondo de la aflicción. La altura de la perilla, ¿no es mayor que la profundidad de la sobrequilla? El gozo —un gozo muy alto, muy alto y muy entrañable— es para aquel que, frente a los orgullosos dioses y comodoros de esta tierra, siempre mantiene su propia persona inexorable. El gozo es para aquel cuyos recios brazos todavía le sostienen cuando el navío de este vil y traidor mundo se ha hundido bajo sus pies. El gozo es para aquel que no da cuartel en la verdad, y mata, quema y destruye todo pecado, aunque tenga que sacarlo de debajo de las togas de senadores y jueces. El gozo, gozo hasta el tope del mástil, es para aquel que no reconoce ley ni señor sino al Señor su Dios, y que sólo es patriota del Cielo. El gozo es para aquel a quien todas las olas de los mares de la multitud estrepitosa jamás pueden arrancar de su segura Quilla de las Edades. Y tendrá eterno gozo y delicia aquel que cuando repose pueda decir con su, último aliento: « ¡Oh, Padre! a quien reconozco sobre todo, por tu vara; mortal o inmortal, aquí muero. Me he esforzado por ser tuyo, más que por ser de este mundo, o por ser mío. Pero eso no es nada, te dejo a ti la eternidad; pues ¿qué es el hombre para que viva toda la edad de Dios?».

      No dijo más, sino que, lanzando lentamente una bendición, se cubrió la cara con las manos, y permaneció así arrodillado, hasta que todos se hubieron marchado y él quedó solo en aquel sitio.

      X.— Un amigo entrañable

      Volviendo de la capilla a la Posada del Chorro, encontré allí a Queequeg completamente solo, pues había dejado la capilla un rato antes de la bendición. Estaba sentado en un banco junto al fuego, con los pies en el hogar de la estufa, y con una mano se había acercado mucho a la cara su idolillo negro, mirándole fijamente la cara, y afilándole la nariz suavemente con una navaja de muelles, mientras canturreaba al mismo tiempo a su manera pagana.

      Pero al ser entonces interrumpido, dejó la imagen, y muy pronto, acercándose a la mesa, tomó un gran libro que había allí, y colocándolo en el regazo, empezó a contar las páginas con deliberada regularidad; a cada cincuenta páginas —me pareció— se detenía un momento, mirando con aire vacío a su alrededor y lanzando un silbido de asombro, largamente sostenido y gorjeante. Luego volvía a empezar con las cincuenta siguientes, pareciendo empezar por el número uno cada vez, como si no supiera contar más de cincuenta, y como si el encontrar juntas tal número de cincuentenas le produjese su asombro por la muchedumbre de páginas.

      Yo


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