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Читать онлайн книгу.hamaca de Queequeg, bajamos al Musgo, la pequeña goleta de línea amarrada en el muelle. A nuestro paso, la gente se quedaba mirando; no tanto por Queequeg —pues estaban acostumbrados a ver caníbales como él en sus calles—, cuanto por vernos a él y a mí en términos de tanta confianza. Pero no les hicimos caso y seguimos adelante empujando la carretilla por turno, mientras Queequeg se paraba de vez en cuando a ajustar la vaina en la punta del arpón. Le pregunté por qué bajaba a tierra consigo una cosa de tanto estorbo, y si todos los barcos cos balleneros no se buscaban sus propios arpones. A eso contestó, en sustancia, que aunque lo que yo sugería era bastante cierto, sin embargo, él tenía un afecto particular a su propio arpón, porque era de material seguro, bien probado en muchos combates a muerte, y en profunda intimidad con los corazones de las ballenas. En resumen, como muchos segadores y recolectores que entran en los prados del granjero armados con sus propias guadañas, aunque no están en absoluto obligados a proporcionarlas, también Queequeg, por sus motivos particulares, prefería su propio arpón.
Cambiando la carretilla de mis manos a las suyas, me contó una divertida historia sobre la primera carretilla que había visto. Fue en Sag Harbour. Los propietarios de su barco, al parecer, le habían prestado una para llevar su pesado baúl a la posada. Para no parecer ignorante sobre la cosa, aunque en realidad lo era por completo en cuando al modo exacto en que manejar la carretilla, Queequeg puso el baúl encima, lo ató sólidamente, y luego se echó al hombro la carretilla y se fue por el muelle arriba.
—Vaya —dije yo—, Queequeg, podrías haberlo entendido mejor, cualquiera diría. ¿No se rió la gente?
Con esto, me contó otra historia. La gente de su isla de Rokovoko, al parecer, en sus fiestas de boda exprimen la fragante agua de los cocos tiernos en una gran calabaza pintada, como una ponchera; y esta ponchera siempre forma el gran ornamento central en la estera trenzada donde se tiene la fiesta. Ahora bien, cierto grandioso barco mercante tocó una vez en Rokovoko, y su capitán —según todas las noticias, un caballero muy solemne y puntilloso, al menos para ser capitán de marina— fue invitado a la fiesta de boda de la hermana de Queequeg, una bonita y joven princesa que acababa de cumplir los diez años. Bueno, cuando todos los invitados estuvieron reunidos en la cabaña de bambú de la novia, entra el capitán, y al serie asignado el puesto de honor, se coloca frente a la ponchera y entre el Sumo Sacerdote y su majestad el Rey, el padre de Queequeg. Dichas las bendiciones —pues esa gente tiene sus bendiciones, igual que nosotros, si bien Queequeg me dijo que, al contrario que nosotros, que en tales momentos bajamos la vista a los platos, ellos, imitando a los patos, levantan la mirada al Gran Dador de todas las fiestas—, dichas las bendiciones, pues, el Sumo Sacerdote comienza el banquete con la ceremonia inmemorial de la isla; esto es, metiendo sus consagrados y consagradores dedos en la ponchera, antes que circule el bendito brebaje. Al verse colocado junto al Sacerdote, y notando la ceremonia, y considerándose —como capitán de barco— en franca precedencia sobre un mero rey isleño, sobre todo en la propia casa del rey, el capitán empezó fríamente a lavarse las manos en la ponchera, tomándola, supongo, por un gran aguamanil.
—Entonces —dijo Queequeg—, ¿qué pensar ahora? ¿No se rió nuestra gente?
Al fin, pagado el pasaje, y en seguridad el equipaje, estuvimos a bordo de la goleta, que, izando vela, se deslizó por el río Acushnet abajo. Por un lado, New Bedford se elevaba en calles escalonadas, con sus árboles cubiertos de nieve destellando todos en el aire claro y frío. Grandes cerros y montañas de barriles sobre barriles se apilaban en los muelles, y los barcos balleneros, que recorrían el mundo, estaban uno junto a otro silenciosos por fin y amarrados con seguridad, mientras de otros salía un ruido de forjas y carpinteros y toneleros, con mezcla de ruido de forjas y fuegos para fundir la pez, todo ello anunciando que se preparaban nuevos cruceros; terminado un peligrosísimo y largo viaje, sólo empieza otro, y terminado éste, sólo empieza un tercero, y así sucesivamente, para siempre amén. Eso es, en efecto, lo intolerable de todo esfuerzo terrenal.
Alcanzando aguas más abiertas, la reconfortante brisa refrescó; el pequeño Musgo rechazaba la viva espuma de la proa, como un joven potro lanza sus resoplidos. ¡Cómo aspiraba yo aquel aire exótico! ¡Cómo despreciaba la tierra con sus barreras, esa carretera común toda ella mellada con las marcas de botas y pezuñas serviles! Y me volvía a admirar la magnanimidad del mar, que no permite dejar nada inscrito.
En la misma fuente de espuma, Queequeg parecía beber y mecerse conmigo. Sus sombrías narices se ensanchaban; mostraba sus dientes afilados y puntiagudos. Adelante, adelante volábamos; y alcanzando altamar, el Musgo rindió homenaje a las ráfagas, y se agachó y sumergió la frente, como un esclavo ante el Sultán. Inclinándose a un lado, nos disparamos a un lado; con todas las jarcias vibrando como alambres; los dos palos mayores doblándose como cañas de bambú en un ciclón. Tan llenos estábamos de esta escena estremecida, de pie junto al bauprés que se sumergía, que durante algún tiempo no notamos las miradas burlonas de los pasajeros, una reunión de bobos, que se maravillaban de que dos seres humanos estuvieran en tan buena compañía, como si un blanco fuera algo más digno que un negro enjalbegado. Pero había allí algunos imbéciles e idiotas que, por su intenso verdor, debían haber salido del corazón y centro de toda verdura. Queequeg sorprendió a uno de esos tiernos retoños remedándole a sus espaldas. Creí que había llegado la hora del juicio de aquel imbécil. Dejando caer el arpón, el robusto salvaje le apretó entre los brazos, y con fuerza y destreza casi milagrosas, le envió por los aires a gran altura; luego, golpeándole ligeramente la popa a mitad de su cabriola, hizo llegar a aquel tipo al suelo de pie, con los pulmones estallando, mientras Queequeg, volviéndole la espalda, encendió su pipahacha y me la pasó para darle una chupada.
—¡Capitán, capitán! —aulló el imbécil, corriendo hacia ese oficial—: capitán, capitán, aquí está el demonio.
—¡Eh, usted, señor! —exclamó el capitán, enjuta costilla marina, dando zancadas hacia Queequeg—: ¿qué rayos pretende con eso? ¿No sabe que podía haber matado a este tipo?
—¿Qué decir él? —dijo Queequeg, volviéndose suavemente hacia mí.
—Dice que casi mataste a ese hombre —dije yo, señalando al novato que todavía temblaba.
—¡Matar él! —gritó Queequeg, retorciendo su cara tatuada en una sobreterrenal expresión de desprecio—: ¡ah, el banco peces pequeños! Queequeg no matar peces pequeños tanto: ¡Queequeg matar ballena grande!
—¡Mira! —rugió el capitán—: yo matar tú, caníbal, como vuelvas a probar aquí a bordo otro de tus trucos: así que anda con ojo. Pero ocurrió precisamente entonces que era hora de que el capitán anduviera con ojo. La extraordinaria tensión en la cangreja había partido la escota a barlovento, y la tremenda botavara ahora volaba de un lado para otro, barriendo completamente toda la parte de popa de la cubierta. El pobre hombre a quien Queequeg había tratado tan mal fue barrido por encima de la borda; hubo pánico entre todos los marineros, y parecía locura intentar agarrar la botavara para amarrarla. Volaba de derecha a izquierda, y otra vez atrás, casi en lo que tarda un tictac del reloj, y a cada momento parecía a punto de partirse en astillas. Nada se hacía, y nada parecía poderse hacer; los de cubierta se precipitaron hacia la proa, y se quedaron mirando la botavara como si fuera la mandíbula inferior de una ballena exasperada. En medio de esta consternación, Queequeg se dejó caer de rodillas, y gateando bajo el recorrido de la botavara, agarró un cabo que restallaba, amarró un extremo a la amurada, y luego, lanzando el otro como un lazo, lo prendió en torno a la botavara cuando pasaba sobre su cabeza, y a la siguiente sacudida, la verga quedó capturada de ese modo, y todo estuvo seguro. Se puso la goleta al viento, y mientras todos los marineros desamarraban el bote de popa, Queequeg se desnudó hasta la cintura y saltó disparado desde la borda con un brinco en vivo arco largo. Durante tres minutos o más se le vio nadar como un perro, lanzando los largos brazos por delante, y de vez en cuando mostrando sus robustos hombros a través de la espuma heladora. Miré buscando a aquel tipo presumido y grandioso, pero no vi nadie que salvar. El novato se había hundido. Disparándose verticalmente desde el agua, Queequeg lanzó una mirada instantánea a su alrededor, y pareciendo ver cómo estaba el asunto, se zambulló y desapareció.
Pocos minutos después volvió a subir,