Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville


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tempestad, se sentiría como el tártaro que refrena su feroz corcel apretándole la mandíbula. ¡Noble embarcación, pero muy melancólica! Todas las cosas nobles están tocadas de eso mismo.

      Entonces, al mirar a mi alrededor en el alcázar de popa, buscando alguien con autoridad a quien proponerme como candidato para el viaje, al principio no vi a nadie, pero no pude pasar por alto una extraña especie de tienda, o más bien cabaña, erigida un poco detrás del palo mayor. Parecía sólo una construcción temporal usada en el puerto. Era de forma cónica, de unos diez pies de alto, construida con las largas y anchas tiras de blando hueso negro sacado de la parte media y más alta de las mandíbulas de la ballena de Groenlandia, plantadas con los extremos más anchos en cubierta, con un círculo de esas tiras atadas juntas, inclinadas mutuamente una contra otra, y la cima unida en una punta con penacho, donde las sueltas fibras peludas oscilaban de un lado a otro como el copete en la cabeza de un viejo sachem de los Potawatomi. Una abertura triangular miraba hacia la proa del barco, de modo que quien estuviera dentro dominaba una vista completa hacia delante.

      Y medio escondido en esta extraña construcción, encontré por fin a uno que por su aspecto parecía tener autoridad; y que, siendo mediodía, y estando suspendido el trabajo del barco, ahora disfrutaba su descanso de la carga del mando. Estaba sentado en una silla de roble a la antigua usanza, enroscada toda ella en curiosas tallas, y cuyo asiento estaba formado por un recio entrelazado de la misma materia elástica de que estaba construida la cabaña.

      Quizá no había nada igualmente curioso en el aspecto del viejo que vi: era robusto y tostado, como la mayoría de la gente de mar, y reciamente envuelto en un azul capote de piloto, cortado al estilo cuáquero; solamente tenía una red sutil y casi microscópica de los más menudos, pliegues entrelazados en torno a sus ojos, que debía proceder de sus continuas travesías a través de muchas duras galernas, siempre mirando a barlovento; por tales motivos llegan a apretarse los músculos en torno a los ojos. Tales arrugas de los ojos son de gran efecto para mirar ceñudo.

      —¿Es el capitán del Pequod? —dije, avanzando hacia la puerta de la tienda.

      —Suponiendo que sea el capitán del Pequod, ¿qué le quiere? —preguntó.

      —Pensaba embarcarme.

      —Ah, ¿conque pensaba? Ya veo que no es de Nantucket: ¿ha estado alguna vez en un bote desfondado?

      —No, señor, nunca.

      —¿Y no sabe nada en absoluto de la pesca de la ballena, supongo?

      —Nada, señor, pero no tengo duda de que pronto aprenderé. He hecho varios viajes en la marina mercante, y creo que…

      —El diablo se lleve a la marina mercante. No me hable esa jerga. ¿Ve esta pierna? Se la arranco de la popa si me vuelve a hablar de la marina mercante. ¡Marina mercante, sí, sí! Supongo que ahora se sentirá muy orgulloso de haber servido en esos barcos mercantes. Pero ¡colas de ballena!, hombre; ¿por qué se empeña en ir a pescar ballenas, eh? Parece un poco sospechoso, ¿no? No habrá sido pirata, ¿eh? No ha robado a su último capitán, ¿eh? ¿No piensa asesinar a los oficiales una vez en el mar?

      Protesté mi inocencia en esas cosas. Vi que bajo la máscara de esas insinuaciones medio en broma, aquel viejo navegante, como aislado natural de Nantucket y dado a lo cuáquero, estaba lleno de prejuicios insulares, y más bien desconfiado de todos los forasteros, a no ser que salieran de Cabo Cod o del Vineyard.

      —Pero ¿por qué se mete a pescar ballenas? Quiero saberlo antes de embarcarle.

      —Bueno, señor, quiero ver qué es la pesca de la ballena. Quiero ver el mundo.

      —¿Conque quiere ver qué es la pesca de la ballena? ¿Ha echado el ojo alguna vez al capitán Ahab?

      —¿Quién es el capitán Ahab?

      —Claro, claro, ya me lo suponía. El capitán Ahab es el capitán de este barco.

      —Entonces estoy equivocado. Creí que hablaba con el capitán en persona.

      —Habla con el capitán Peleg: con ése es con quien habla. A mí y al capitán Bildad nos corresponde cuidar que el Pequod tenga de todo para el viaje, y esté provisto de todo lo necesario, incluyendo la tripulación. Somos copropietarios y agentes. Pero, como iba a decir, si quiere saber qué es la pesca de la ballena, como decía que quería, puedo darle la manera de averiguarlo antes de comprometerse sin poderse volver atrás. Ponga los ojos en el capitán Ahab, y encontrará que no tiene más que una pierna.

      —¿Qué quiere decir? ¿Ha perdido la otra con una ballena? —¡Que si la ha perdido con una ballena! Joven, acérquese más: la devoró, la masticó, la aplastó el más monstruoso cachalote que jamás hizo astillas un bote, ¡ah, ah!

      Me alarmé un poco ante su energía, y quizá también me conmoví un poco ante el sincero dolor de su exclamación final, pero dije tan tranquilamente como pude:

      —Lo que dice sin duda es verdad, capitán; pero ¿cómo iba a saber yo que había alguna ferocidad peculiar en esa determinada ballena? Aunque, desde luego, podría haberlo inferido por el simple hecho del accidente.

      —Mire, joven, tiene unos pulmones un poco débiles, ya ve. No habla como un buen tiburón. Pero vamos a entendernos. ¿Seguro que ha estado alguna vez en el mar antes de ahora, seguro?

      —Capitán —dije—: creía haberle dicho que he hecho cuatro viajes en la marina mercante…

      —¡Fuera con eso! ¡No olvide lo que le he dicho de la marina mercante! No me irrite: no lo voy a consentir. Pero vamos a entendernos. Le he hecho una sugerencia sobre lo que es la pesca de la ballena: ¿sigue sintiéndose inclinado a ella?

      —Sí, señor.

      —Muy bien. Bueno, ¿es usted hombre como para meter un arpón por la garganta de una ballena viva, y saltar detrás de él? ¡Conteste, deprisa!

      —Sí que soy, si es decididamente indispensable hacerlo: quiero decir, si no se puede remediar, que supongo que no ocurrirá.

      —Está bien también. Bueno, entonces, ¿no solamente quiere ir a pescar ballenas, para saber por experiencia qué es eso, sino que también quiere ir para ver mundo? ¿No es eso lo que ha dicho? Ya me lo suponía. Bueno, entonces, vaya adelante, y eche una ojeada por la proa a barlovento, y luego vuelva a contarme qué es lo que ve.

      Por un momento, me quedé un poco desconcertado por su curiosa petición, sin saber exactamente cómo tomarla, si en broma o en serio. Pero concentrando todas sus patas de gallo en un solo gesto ceñudo, el capitán Peleg me echó a andar con el encargo.

      Adelantándome a mirar por la proa a barlovento, me di cuenta de que el barco, balanceándose sobre el ancla con la marea alta, ahora apuntaba oblicuamente hacia el mar abierto. La perspectiva era ilimitada, pero enormemente monótona e impresionante; ni la menor variedad que pudiera yo ver.

      —Bueno, ¿cuál es el parte? —dijo Peleg cuando volví—; ¿qué ha visto?

      —No mucho —contesté—, nada más que agua; aunque hay un considerable horizonte, y se prepara un chubasco, me parece.

      —Bueno, ¿qué piensa entonces de ver el mundo? Quiere doblar el cabo de Hornos para ver algo más de él, ¿eh? ¿No puede ver el mundo donde está ahora?

      Me quedé un poco vacilante, pero debía y quería ir a pescar ballenas; y el Pequod era tan buen barco como cualquiera —yo pensaba que el mejor—, y todo eso se lo repetí entonces a Peleg. Al verme tan decidido, expresó que estaba dispuesto a enrolarme.

      —Y sería mejor que firmara los papeles ahora mismo —añadió—: le acompaño. —Y así diciendo, me precedió a la cabina, bajo cubierta.

      Sentado en el yugo estaba alguien que me pareció una figura muy extraordinaria y sorprendente. Resultó ser el capitán Bildad, que, junto con el capitán Peleg, era uno de los principales propietarios del barco, mientras que las demás partes, como a veces ocurre en esos puestos,


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