Error de cálculo. Daniel Sorín

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Error de cálculo - Daniel Sorín


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       Error de cálculo

       Daniel Sorín

       Colección Espejo Negro

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       Daniel Sorín

       Error de cálculo

      E-Book

      ISBN 978-987-42-9036-6

      © 2019, Al Fondo a la Derecha Ediciones.

      José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

      www.alfondoaladerecha.com.ar

      © 2019, Daniel Sorin.

      www.danielsorin.com

      Diseño de tapa e interior:

      Al Fondo a la Derecha Ediciones.

      Reservados todos los derechos.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

       Contratapa

      Error de cálculo cuenta una historia terrible con horror y con calma. La cercanía está dada, curiosamente, por una admirable distancia, por una astuta objetividad que cambia el signo del olvido.

      Así, Daniel Sorín urde una trama ajustada y sutil, un sueño de la historia dentro de la historia. Las distorsiones y las coincidencias remiten a un pasado que con buena o mala memoria podemos llamar reciente, las hábiles persuasiones del argumento permiten tratar el tema del ‘negocio de la muerte’ como nunca antes.

      Con el rigor y la modestia del más genuino arte de narrar, Daniel Sorín provoca una evidencia postrera y unívoca que nos cura de la pesadilla del recuerdo con la magia exacta de la ficción.

      Luis Chitarroni

      Error de cáculo obtuvo el Premio Emecé de Novela en 1998. El jurado estuvo integrado por Alberto Laiseca, María Rosa Lojo y Guillermo Saccomano.

      A la memoria de Juana, mi madre,

      a Héctor Sorín.

      Para mis hijas Valeria, Lucía y Ana.

      Números y letras grabados

      en el bronce y el mármol

      para la eterna brevedad del tiempo.

      Viernes de Dolores,

      Miguel Ángel Asturias.

       1

      Voy a cometer un delito. Algo grande, verdaderamente grande va a pasar conmigo. Este es un momento decisivo, de esos que dejan huellas profundas y consecuencias indelebles. Siento el cosquilleo extraño en el diafragma, las yemas de los dedos humedecidas y el nervioso vacío en el estómago que preanuncia las grandes ocasiones. Tengo la más completa conciencia de mi cuerpo, de habitarlo y usarlo. Veo mi espíritu. Lo veo en toda su fuerza y en sus límites. He adquirido responsabilidad sobre mi vida y sobre mis actos de una manera absoluta y nueva. Me declaro, entonces, perfectamente imputable ante la justicia y ante mis conciudadanos.

      (De una carta de Ramón Carpintero a Daniel Rodríguez Mujica fechada en Nueva Viena el 24 de diciembre del 2009.)

      • • •

      Ocurrió a tiempo. Justo antes de que el polvo enterrase sus sueños y la inmovilidad inutilizara los sutiles músculos del espíritu. Fue una breve información en los diarios. Intrascendente, pasó desapercibida para la mayoría; a él, sin embargo, le llamó profundamente la atención: la agencia de noticias oficial informaba sobre la muerte del profesor Mario Paseck. Tres horas después otro despacho homenajeaba la memoria del asesor y precisaba datos acerca del trágico accidente. Fue entonces, al enterarse de las características accidentales del fallecimiento, que recordó. Quince días antes, una tarde lluviosa y aburrida, el cadete había dejado distraídamente sobre su escritorio el cable que informaba que el profesor había entregado al presidente el informe sobre los oscuros acontecimientos de 1976.

      Los hechos del 76 siempre ejercieron en él una profunda atracción. Las décadas pasadas no habían enfriado sus recuerdos; todo lo contrario, sedimentaron la fantasía de esclarecerlos. Incluso, cuatro años antes había comenzado a ordenar datos, leer estudios, cotejar opiniones, pero las urgencias cotidianas, con su complicidad, dejaron el proyecto para un indefinido mañana.

      Trató de obtener una copia del informe. Durante días trajinó de oficina en oficina, pero una fuga inexplicable en el sistema lo había tragado. Una pérdida sin rastro alguno. Nada verdaderamente especial para buscarlo, solo un par de razones personales: una vieja pregunta y un ser estimado. Había conocido durante sus primeros años de periodista al profesor Paseck. Era un investigador, un académico que durante algún tiempo trabajó en el Departamento de Criminología de la Policía Federal. Hombre de fina inteligencia y gran capacidad de trabajo.

      • • •

      Pasaron los meses, ya había olvidado la muerte del profesor, cuando un mediodía recibió en la redacción un extraño sobre. Era una síntesis que repartía la Oficina de Información del trabajo de Paseck. Apenas dos escuetas carillas. “Conclusiones del Informe Paseck” —ese era su título— reducía a una docena de párrafos un estudio que sus informantes habían evaluado voluminoso, acaso de centenares de folios.

      “Aquí no hay nada extraño”, fueron las palabras con que el jefe de redacción lo despachó esa mañana. Aquí no hay nada extraño, se repitió él mientras caminaba por los pasillos poblados de gente corriendo tras información. Pero, ¿no había nada extraño?

      Carpintero tenía sus inclinaciones paranoicas. A esto se sumaban los años como cronista de policiales, que le habían despertado cierta adicción por desentrañar misterios. Estaba dispuesto a reconocer su afición por la literatura negra y las magníficas obras de Pierre Gulotz y Georges Simenon, su encanto por las películas de François Le Parc y el fascinante suspenso de Alfred Hitchcock. Admitía su vocación por ver partículas oscuras, pequeñas y tenebrosas, en aguas cristalinas. Aun así, pensó que la duda era razonable, que hacerle caso a su inevitable desconfianza o su fatal escepticismo, o como quisiera llamarlo su jefe, lo conduciría a algo.

      El profesor Paseck había trabajado durante un año y medio en ese proyecto. Había tenido centenares de entrevistas con testigos directos y cronistas de los hechos, llegando a recoger una cantidad innumerable de datos y pruebas que procesó con su habitual meticulosidad. Era bien conocido que había viajado varias veces al extranjero y formado un grupo de una docena de colaboradores que manejaban todos los recursos de la informática moderna. ¿Era posible que tanto despliegue tecnológico, tal cantidad de trabajo y de inteligencia, arrojaran como resultado apenas dos carillas?

      En la síntesis que tenía en su poder se arribaba a una conclusión que lo sorprendía: en 1976 “manos inescrupulosas”, amparadas en una “profusa y bien dirigida publicidad”, gestaron un “proceso atípico” que arrojó las “consecuencias por todos conocidas”. Dicho de otra manera: una casualidad histórica, un hecho único e irrepetible. Una pieza de museo solo apta para el estudio histórico y sociológico, sin ningún tipo de aplicación práctica. Algo que no se relacionaba con la realidad actual. Esas carillas llevaban un inequívoco mensaje: ciudadanos, duerman tranquilos, todo está en orden. Sin embargo, tenía la convicción de que si había alguien que jamás habría llegado a tal conclusión era el profesor Paseck.

      Redobló sus esfuerzos por hacerse del informe original. Al poco tiempo supo que la Oficina de Información nunca lo había tenido, más aún, que nadie en la extendida burocracia estatal lo había visto jamás, y que ningún disco rígido hubo almacenado sus datos y resultados. Llegado a este punto pidió una audiencia con el director de la Oficina, la que le fue cortésmente negada, habida cuenta de las innumerables ocupaciones del director.

      Así,


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