Error de cálculo. Daniel Sorín

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Error de cálculo - Daniel Sorín


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incapacidad, pero también porque toda historia para ser cierta, completamente cierta, debe ser una novela.”

      Cuando meses después, Carpintero tomó el avión que lo llevaría a su forzado exilio tenía una reconstrucción, a su manera, del Informe Paseck en la valija. Otras dos copias ya habían salido del país y una tercera estaba guardada en algún lugar de Buenos Aires que solo él y su amigo Mujica conocían. Por otra parte, dos personas fueron depositarias de sendos sobres y una breve, dramática instrucción: en caso de una muerte accidental o dudosa, el contenido de los mismos debería darse a conocer pública y rápidamente.

      He aquí su obra, su delito.

      2

      Encontré un tesoro, como aquellos que cuando chicos creíamos que tenían los piratas. Aquí las joyas no son rubíes engarzados en oro, solo los trabajosos papeles de una ardua investigación; en ellos se habla de un tiempo olvidado, pero no ajeno.

      Desde esos papeles pude asomarme a centenares de entrevistas hechas a testigos de los acontecimientos, todas realizadas por los asistentes del profesor Paseck. Muchas pruebas han desaparecido por destrucción deliberada, otras por el tiempo transcurrido. Algunos datos, como suele pasar cuando son verdaderos, se contradicen; los he enlazado, sin embargo, de la manera en que me pareció más racional y más lógica.

      He llegado a armar un rompecabezas, las piezas encajan, yo creo que es verdadero. Por lo demás, juro no haber mentido a sabiendas.

      Ramón Carpintero

      Nueva Viena, 15 de noviembre, 2009.

      (Prólogo a la primera edición francesa de Historia extraoficial y verdadera de lo acontecido en julio de 1976.)

      • • •

      El origen se remonta al 22 de enero de 1976. Ese día, a las ocho de la mañana, debió sonar el despertador de Rómulo Artigas. Ese día, como tantos otros, su mano tanteó el aparato y buscó una excusa para demorar lo inevitable. Dos horas más tarde se embarcaría, no lo sabía aún, en la aventura más grande de su vida. Hoy, treinta y cuatro años después, ya no conserva el recuerdo de esa mañana de enero, algo calurosa y húmeda, del encuentro con aquel hombre bajo, de cabellos engominados y manos blanquísimas, que tendría para él consecuencias impredecibles.

      Por esos años subía Rómulo la empinada cuesta de los treinta. Fue siempre de esa clase de mirones que se pasan contemplando la vida; reflexionan sobre ella y las más de las veces la gustan, la tocan, la olfatean. Para ellos es como una película. De mala gana dejan de mirarla para ocuparse del acontecer cotidiano. Están alejados del acto y la transformación.

      Rómulo sentía que no había llegado a ninguna meta, que transitaba por un camino brumoso sin vislumbrar final alguno. Trabajaba en el diario Clarín al tiempo que comenzaba y cancelaba decenas de proyectos propios. La mayoría sin germinar, quedaban archivados en algún sombrío cajón, hasta que eventuales mudanzas los desempolvaban solo para volverlos a olvidar. Soltero, más por no acometer el duro trabajo de la convivencia que por una decisión razonada o una frustración emotiva, fue acumulando esas manías de hombre solo, una a una, año tras año, hasta convertirse en un ser peculiar y a veces grato.

      Desayunó con café negro, pan con mermelada y jugo de pomelo, mientras hojeaba el diario para enterarse de lo que ya sabía. Se lo ha acusado, no sin intención, de consumir abundante alcohol; incluso dieron como infaltable su vaso de cerveza en el desayuno. Pero eso no es cierto, en aquella época tenía solamente ocasionales borracheras, siempre nocturnas. También se dijo que era gran consumidor de drogas, más aun, que representaban para él un floreciente negocio; no es cierto y jamás se encontró la más mínima prueba de ello.

      Esto es particularmente importante para desentrañar las causas de los hechos. Crear una imagen distorsionada de Artigas y de sus socios, endilgarles intenciones oscuras desde el comienzo mismo de los acontecimientos, equivale a ocultar las razones de lo ocurrido posteriormente.

      Ya habían pasado las nueve cuando salió de su departamento en el segundo piso del edificio de Hidalgo 88. Sentía que ese día, mágicamente, acabaría su indeseado anonimato. Caminó hacia la avenida Rivadavia y desapareció en la nerviosa columna de gente que a esa hora viaja por los subterráneos de Buenos Aires. El encuentro con Bernardo Layo ocurriría solo minutos después.

      El hecho de que Layo haya muerto oscuramente contribuyó a desfigurar la imagen que se tenía de él. Hoy es común creer que era, más o menos, un típico ejemplar de intelectual oportunista y sin escrúpulos, un escriba que consiguió ser altamente remunerado. Ya llegará el momento de esculpir la compleja personalidad de Layo y conocer sus ideas con lujo de detalles; baste decir por ahora que se trataba de un erudito, un investigador y ensayista, profesor de Filosofía y Letras. No era ni por lejos un oportunista, sino un ávido buscador de las verdades existenciales, abstractas, elementales. Un profundo pensador de bares, gran consumidor de libros, cafés y cigarrillos. Podía conferenciar durante horas capturando al auditorio, hablando con las manos, permitiéndose breves miradas furtivas a las mujeres de su alrededor. No se embarcó en esa aventura por conveniencia personal. Es más, jamás la concibió como una aventura. Fue seducido por una idea que no tuvo dueño ni autor determinado. Buscador nato de las certezas primarias, filósofo místico y subjetivo, adhirió con pasión, sinceramente, sin dobles intenciones. Su propio desenlace, acaso, sea la prueba misma de su inocencia.

      A las diez de la mañana la confitería era ya un hervidero de gente. Unos cuantos alumnos secundarios haciendo la rabona, mesas llenas de vendedores, leguleyos y varios otros personajes indeterminados. Con esa escenografía, Artigas y Layo se encontraron para trabajar en el reportaje que debía salir en el próximo número de una ignota revista de la que el primero era columnista y el segundo ocasional colaborador.

      —¿Qué tal, profesor, hace mucho que me espera?

      Artigas se sentó sin esperar respuesta, buscó con la mirada al mozo y por señas le encargó un café; para el mozo no hacía falta: Artigas jamás consumía otra cosa a no ser por invitación.

      Layo comenzó a exponer acerca de las tendencias románticas en las letras nativas; una larga exposición, como era su costumbre. Habló sobre las influencias no solo políticas que llevaron a Echeverría a escribir El matadero. Mientras tanto, Artigas esperaba el momento propicio para intercalar sus nueve preguntas, largamente elaboradas durante los minutos de viaje en subterráneo. Tomaba algunas notas, no obstante, por si las respuestas no completaban el centimetraje necesario y, más que nada, como fórmula de respeto hacia su antiguo profesor. Hacía ya tres cuartos de hora que escuchaba, cuando Layo, a propósito de la tendencia mortuoria de los personajes y autores románticos, le dijo al pasar aquello que cambiaría su vida.

      —Sabe usted, Artigas, —el profesor jamás tuteaba a sus alumnos y estos nunca dejaban de serlo— hay siempre en el hombre una clara inclinación hacia la muerte. Una atracción normalmente sublimada en el arte; pero no solo en él, hay deportes y oficios ligados a ella. Quizá esa sublimación sea una buena causa, o un buen efecto de la civilización. ¡Vaya a saber!, no he reparado en ello. Los otros días, por ejemplo, un antiguo condiscípulo suyo me sugirió que trabajase en un proyecto que tenía, ¿cómo le diré?... un periódico de avisos gratis, como un Segunda Mano donde la gente, los deudos, dieran a conocer las muertes que les atañen.

      —¿Avisos fúnebres?

      —Eso mismo. El día tal, a la hora tal, por ejemplo, dejó de existir fulanito de tal; su esposa y sus hijos, tal y tal, sus nueras y nietos, participan etcétera, etcétera, etcétera.

      Artigas abrió los ojos, no supo por qué se le cortaba la respiración.

      —Me comentó que imaginaba a los deudos dando a conocer una semblanza del finado. Sus últimas palabras, si las hubiera, su testamento, o cualquier otra cosa que dramatizase, así dijo él, la muerte del sujeto.

      —¿A quién se le pudo ocurrir?

      —Me dijo —lo interrumpió el profesor sin escucharlo— que si la quinta parte de la gente que hojea el diario para leer los avisos necrológicos comprase el periódico, sería un magnífico éxito editorial. Fíjese


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