Error de cálculo. Daniel Sorín

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Error de cálculo - Daniel Sorín


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la vida era una preparación para la muerte. Ahora bien, a partir de una visión materialista, oscuramente egoísta decía él, se había reemplazado esa idea de preparación por una negación. Un ocultamiento. Lo que era una utopía, un imposible, ¿me entiende?

      —Creo que sí.

      —Esa negación es una quimera. Los hombres se siguen muriendo y, la neguemos o no, la muerte existe. Era una situación sin salida. El materialismo nos había llevado a un atajo del cual no había como salir. Para el profesor eso trajo como consecuencia un aumento de la angustia existencial, lo que llamaba el “estado de terror”. Al estado de terror lo definía como la exacerbación del miedo a la muerte. Yo me lo imaginaba como una angustia patológica que aumentaba incesantemente.

      —Layo había escrito varios trabajos al respecto.

      —Efectivamente. El profesor señalaba que las religiones habían ayudado a paliar el problema del miedo a la muerte imaginando otra vida en el más allá. Si bien no era más que un reemplazo del miedo a la muerte por el miedo a Dios, esto tampoco parecía funcionar. Estaba convencido de que si algo sobraba en la sociedad moderna era el miedo a la muerte, y si algo faltaba era el miedo a Dios.

      —¿Pensaba que transgredía principios religiosos?

      —No, él razonaba que volvía a las fuentes del cristianismo. Por otro lado, decía que el positivismo había creado una leyenda atroz, la del dolor. La gente estaba convencida de que morir es un acto doloroso, cuando no lo es. Sobre este punto, el profesor había estudiado la información que disponía acerca de los resucitados. Las personas que habían pasado el límite de la muerte clínica —paro cardíaco, carencia de respiración— a los cuales los médicos lograron traer de vuelta antes de transponer el límite biológico, signado por la destrucción de las células cerebrales. Había llegado a la conclusión que la muerte es un acto gozoso. Esos hombres volvían con imágenes que solo podían definirse como de indecible belleza. Esto era muy importante si se quería que la gente perdiera su miedo ancestral, comprendiera la muerte, dejara de darle la espalda y observara su rostro sin desviar la mirada.

      —Admira al profesor.

      —Era una persona sumamente preparada. Este era el fundamento teórico que yo no me atrevo a discutir, y que hizo que Bernardo Layo pensara que el semanario era o podía convertirse en una herramienta. La más poderosa herramienta de difusión para contrarrestar la visión positivista de la muerte.

      “Sabía que Trillo juzgaba como delirantes sus ideas, pero también que no se opondría, ya que las consideraba una forma de defensa contra la desaprobación de la Iglesia y la censura del Estado. Incluso llegó a decirme que, si perdía su lucha y se imponía la óptica mercantilista en el semanario, no dejaba de constituir una posibilidad nunca antes vista de combate.

      —¿Qué sabe, arquitecto, de los hechos de julio?

      —Solo lo publicado por los diarios. Como le dije, me distancié del profesor en los días previos a la salida del primer número del semanario. Nunca más lo volví a ver. No dudé de su sinceridad, pero todo aquello me provocaba náuseas. Yo solo vi un comercio infame, por lo menos de parte de Trillo, no sé de Artigas. Claro que ese no fue el motivo del distanciamiento.

      —¿Y cuál fue?

      —El razonamiento del profesor me parecía tan lógico, que me aterraban las consecuencias inevitables.

      —¿Tiene algo más que decirnos?

      —No, señor.

      —Muchas gracias.

      (Fin de la declaración)

      • • •

      Así llegó el 28 de marzo. De lo que ocurrió entre las nueve de la mañana de ese día hasta las cinco de la madrugada siguiente hay testigos: una secretaria, dos mozos y tres coperas.

      La señorita María del Carmen Luna era, por entonces, la secretaria, telefonista y recepcionista, además de única empleada administrativa de la joven editorial. Ese, como todos los días, llegó puntualmente a las nueve de la mañana y encendió la luz. Cuando se dirigía a abrir las ventanas de la oficina vio el sobre que habían tirado por debajo de la puerta. Lo abrió y leyó:

      Quisiera publicar en vuestro semanario el siguiente aviso:

       Cochería Uruguay

       El mejor servicio los 365 días del año

       Uruguay 1050 TE: 35-5056

      Acompañaba al pedido un cheque “no a la orden” para la editorial. Estaba firmado por Antonio Sáenz, gerente y único dueño de la empresa fúnebre.

      Una hora después llegó Artigas y a los pocos minutos Trillo. La alegría y la conmoción que causaron el sobre y el cheque solo reconocen una pausa cuando a las diez y cincuenta entró en la oficina una mujer joven. De sobria elegancia, la mujer pregunta por el gerente. La ropa de la visita denotaba cierto nivel económico; su manejo desenvuelto y un dominio absoluto de la situación insinuaba un buen nivel cultural.

      —Señorita, ¿en qué puedo servirla?

      Artigas y María del Carmen apoyaban sus orejas en la puerta de la oficina.

      —Quisiera colocar este aviso.

      Y extiende un papel donde se lee:

      ¡¡Mensajes al más allá!!

      Comuníquese con sus seres queridos.

      Vidente Ana Luz

      —estricta reserva—

      Mansilla 3066 TE: 66-1542

      Aquello fue el éxtasis. Cuando la mujer se fue los tres, Trillo, Artigas y la secretaria, bailaron desaforadamente. Rómulo se subió al escritorio y sin temor hizo un número improvisado de zapateo americano. Ese día llegaron aún más avisos. De las receptorías informaban que gran cantidad de personas pedía la publicación del aviso de la muerte de un padre, una madre, un hijo o un hermano.

      En uno de los brindis, súbitamente, Trillo se levantó y extendiendo su copa dijo: “Brindo por nuestro director periodístico, el brillante Rómulo Artigas”. Artigas se quedó unos instantes pensando, conmocionado, no pudo responder. Pero tres horas después, cuando el alcohol había subido a la cabeza de los socios, mientras caminaban hacia una boîte cercana en la calle Carlos Pellegrini, Artigas dijo en voz alta, casi gritando: “Director periodístico, ¡eso suena bien, muy bien! ¡Cuando se enteren los imbéciles del diario!... Y los imbéciles de todas las redacciones que tuve que sufrir. Y todos los imbéciles del mundo: ¡Director periodístico!

      Aun en medio de la borrachera, el profesor Layo se dio cuenta, su pelea con Trillo estaba perdida y sus esfuerzos por cambiar la dirección de los acontecimientos serían del todo inútiles.

      Y era verdad.

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