Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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descendió del caballo.

      Pero Sandokán no oía a nadie en ese momento y continuaba adelantándose a la carrera.

      El oficial, que lo precedía unos diez pasos, al oírlo acercarse apuntó rápidamente el fusil e hizo fuego sobre el tigre, que estaba al pie de un gran árbol, con las pupilas contraídas, abiertas las poderosas garras y dispuesto a lanzarse sobre cualquiera.

      No se había disipado todavía el humo cuando se le vio atravesar el espacio con ímpetu tremendo y derribar al imprudente y poco diestro oficial.

      Iba a volver a saltar para arrojarse sobre los cazadores, pero ya Sandokán estaba allí. Aferró firmemente el kriss, se precipitó sobre la fiera y antes de que ésta tratara de defenderse, la derribó en tierra y le apretó el cuello con tanta fuerza que ahogó sus rugidos. —¡Mírame! —dijo—. ¡Yo también soy un tigre! Grandes gritos acogieron la proeza. El pirata arrojó una mirada despectiva al oficial y se volvió hacia la joven, que permanecía muda de terror y de angustia, y le dijo con un gesto que hubiera envidiado un rey:

      —¡Milady, la piel de este tigre es suya!

      R

      El almuerzo ofrecido por lord James a los invitados fue uno de los más espléndidos y alegres que se habían dado hasta entonces en la quinta.

      Se brindó repetidas veces en honor de Sandokán y de la intrépida Perla de Labuán.

      Al pasar las horas, la conversación se hizo animadísima; discutían acerca de tigres, cacerías, piratas, barcos. únicamente el oficial de marina estaba silencioso y parecía muy ocupado en estudiar a Sandokán, pues no apartaba de él la vista ni un solo instante.

      De pronto se dirigió al Tigre, que estaba hablando de la piratería, y le dijo con brusquedad:

      —Dígame, príncipe, ¿hace mucho tiempo que llegó a Labuán?

      —Hace veinte días —contestó el Tigre.

      —¿Por qué razón no he visto en Victoria su barco?

      —Porque los piratas me robaron los dos paraos que me conducían.

      —¡Los piratas! ¿Lo atacaron los piratas? ¿Dónde?

      —En las cercanías de las Romades.

      —¿Cuándo?

      —Pocas horas antes de mi arribo a estas costas.

      —Seguramente se equivoca usted, príncipe, porque precisamente entonces nuestro crucero navegaba por esos parajes y no llegó a nosotros el eco de ningún cañonazo.

      —Pudiera ser, porque el viento soplaba de Levante —contestó Sandokán, que principiaba a ponerse en guardia, sin saber adónde iba a parar el oficial.

      —¿Cómo llegó usted aquí?

      —A nado.

      —¿Y no asistió a un combate entre un crucero y dos barcos corsarios, que decían que iban mandados por el Tigre de la Malasia?

      —No.

      —¡Es extraño!

      —¿Usted pone en duda mis palabras? —preguntó Sandokán poniéndose de pie.

      —¡Dios me libre de ello, príncipe! —contestó el oficial con ligera ironía.

      —Baronet William —intervino el lord—, le ruego que no promueva una disputa en mi casa.

      —Perdóneme, milord, no tenía esa intención —respondió el oficial.

      —Entonces, no se hable más. Bajaron todos al parque.

      —¿Me permite una palabra, milord? —dijo el oficial.

      —Por supuesto.

      El marino susurró al oído del lord unas palabras que nadie pudo oír.

      —Está bien —contestó lord James—. ¡Buenas noches, amigos, y que Dios nos libre de malos encuentros!

      Los cazadores montaron a caballo y salieron del parque galopando.

      Después de saludar al lord, que se había puesto de muy mal humor, y de estrechar apasionadamente la mano de Mariana, Sandokán se retiró a su cuarto. Se paseó largo rato. Una inquietud inexplicable se reflejaba en su rostro, y sus manos atormentaban la empuñadura del kriss. Sin duda pensaba en el interrogatorio que le había hecho el oficial. ¿Lo habría reconocido, o era nada más que una sospecha? ¿Tramaba algo contra el pirata?

      —¡Si me preparan una traición —dijo al fin Sandokán alzando los hombros—, yo sabré deshacerla! Nunca he tenido miedo a los ingleses. Descansemos y mañana ya veré qué es lo que hay que hacer.

      Se echó en la cama sin desnudarse, puso el kriss al lado, y se durmió tranquilamente con el dulce nombre de Mariana en los labios.

      Despertó al mediodía, cuando ya el sol entraba por las ventanas.

      Le preguntó a un criado dónde estaba el lord, pero le contestó que había salido a caballo antes del amanecer, en dirección a Victoria. Tal noticia lo dejó estupefacto.

      —¿Se ha marchado sin haberme dicho nada anoche? —murmuró—. ¿Se estará tramando alguna traición en mi contra? ¿Y si esta noche volviera como enemigo? ¿Qué debo hacer con ese hombre que me ha cuidado como un padre y que es el tío de la mujer a quien adoro? ¡Ah, qué bella estaba Mariana la tarde en que intenté huir! ¡Y yo trataba de alejarme para siempre de ti, cuando tú me amabas ya! ¡Extraño destino! ¿Quién hubiera dicho que yo amaría a esa mujer? ¡Y cómo la amo! ¡Por esa mujer sería capaz de hacerme inglés, me vendería como esclavo, dejaría para siempre la borrascosa vida de aventurero, maldeciría a mis tigrecillos y a ese mar que domino y que considero como la sangre de mis venas!

      Inclinó la cabeza y se sumergió en un mundo de pensamientos. Pero volvió a levantarla, con los dientes apretados y los ojos despidiendo llamas.

      —¿Y si rechaza al pirata? —exclamó—. ¡No es posible, no es posible! ¡Aunque tenga que poner fuego a Labuán, será mía!

      Bajó al parque y empezó a pasearse, dominado por una intensa agitación.

      Mariana apareció caminando por un sendero.

      —Lo buscaba, mi heroico amigo —dijo ruborizada. Se acercó un dedo a los labios como para recomendarle silencio, lo cogió de una mano y lo condujo a una pérgola.

      —Escuche —dijo aterrada—. Ayer dejó usted escapar unas palabras que han alarmado a mi tío. Tengo una sospecha que usted debe arrancarme del corazón. Dígame, si la mujer a quien ha jurado amor le pidiera una confesión, ¿se la haría?

      El pirata se hizo atrás bruscamente. Pareció que vacilaba bajo un terrible golpe.

      —Milady —dijo al cabo de algunos instantes de silencio, y cogió las manos de la joven-, por usted lo haré todo. Si debo hacerle una revelación dolorosa para ambos, la haré. ¡Se lo juro!

      Mariana levantó sus ojos hacia él. Sus miradas se cruzaron, suplicante la de ella, brillante la del pirata.

      —No me engañe, príncipe —dijo Mariana con voz ahogada—. Quienquiera que sea, el amor que ha encendido en mi corazón no se apagará nunca. ¡Rey o bandido, lo amaré igual!

      Un profundo suspiro salió de los labios del pirata.

      —¿Quieres saber mi nombre?

      —¡Sí, tu nombre!

      —Escucha, Mariana —dijo Sandokán, como si hiciera un esfuerzo sobrehumano—, hay un hombre que impera en este mar que baña las costas de las islas malayas, que es el azote de los navegantes, que hace temblar a las gentes, y cuyo nombre suena como una campana


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