Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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cortina de trepadoras que lo ocultaron por completo. Unos sesenta soldados avanzaban lentamente hacia la casa, con los fusiles preparados para hacer fuego. Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, el sable en la mano derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía. El único movimiento que hacía era levantar la cabeza para mirar hacia la ventana donde estaba Mariana.

      Muy pronto los soldados se encontraron a muy pocos pasos de su escondite. En ese momento se oyó la trompa del lord.

      —¡Adelante! —mandó el cabo—. ¡El pirata está en los alrededores de la casa!

      Se acercaron con lentitud. Sandokán midió la distancia, se enderezó y de un salto cayó sobre los enemigos. Partir el cráneo del cabo y desaparecer en medio de la espesura fue cosa de un solo instante.

      Los soldados, asombrados por tal audacia, vacilaron un momento, lo que bastó a Sandokán para llegar a la empalizada, saltarla de un solo brinco y desaparecer por el otro lado.

      En seguida estallaron gritos de furor, acompañados de varias descargas de fusilería. Oficiales y soldados se lanzaron fuera del parque.

      Ya libre en la espesura, donde sobraban medios para desplegar mil astucias y esconderse donde mejor le pareciera, no temía a sus enemigos. Sentía una voz que le murmuraba sin cesar: “¡Huye, que te amo!”

      A cada momento los gritos de sus perseguidores se oían más lejos, hasta que se apagaron por completo. Para recobrar aliento se detuvo un rato al pie de un árbol gigantesco. Allí pensó en el camino que debía escoger a través de aquellos millares de árboles y plantas. La noche era clara, la luna brillaba en un cielo sin nubes y esparcía por los claros del bosque sus azulados rayos.

      —A ver —dijo el pirata orientándose con las estrellas—, a mis espaldas tengo a los ingleses; delante, hacia el oeste, está el mar. Si voy directo hacia allá, puedo encontrarme con algún grupo de soldados. Es mejor desviarme en línea recta. Después me dirigiré al mar, a gran distancia de aquí.

      Se internó de nuevo en la espesura y se abrió paso con mil precauciones entre la maleza, hasta que se encontró con un torrente de agua negra. Sin vacilar entró en él, lo remontó unos cincuenta metros y llegó al pie de un árbol enorme, al que se subió.

      —Con esto basta para hacer perder mi pista incluso a los perros —dijo—. Ahora puedo darme algún reposo sin temor de que me descubran.

      Habría transcurrido media hora cuando se produjo a corta distancia un ligerísimo ruido que a otro oído menos fino que el suyo se le hubiera escapado.

      Apartó un poco las hojas y, conteniendo la respiración, miró hacia lo más sombrío del bosque. Dos soldados avanzaban con todo cuidado.

      —¡El enemigo! —murmuró—. ¿Me he extraviado o han venido siguiéndome tan de cerca?

      Los dos soldados se detuvieron casi debajo del árbol que servía de refugio a Sandokán.

      —Me da miedo esta espesura —dijo uno.

      —A mí también —contestó el otro—. El hombre que buscamos es peor que un tigre, capaz de caer de improviso encima de nosotros. ¿Viste como mató a nuestro cabo en el parque?

      —¡No lo olvidaré jamás! ¡No parecía un hombre! ¿Crees que lograremos prenderlo?

      —Tengo mis dudas, a pesar de que el baronet William Rosenthal ofrece cincuenta libras esterlinas por su cabeza. Pero yo creo que mientras nosotros corríamos hacia el oeste para impedirle embarcarse en algún parao, él va hacia el norte o hacia el sur.

      —Pero mañana saldrá un crucero y le impedirá huir.

      —Tienes razón. ¿Qué hacemos ahora?

      —Vayamos a la costa y después veremos. Allá esperaremos al sargento Willis, que viene cerca.

      Lanzaron un último vistazo en derredor y continuaron su ruta hacia el oeste.

      Sandokán, que no había perdido una sílaba del diálogo, esperó cerca de media hora y después bajó a tierra.

      —¡Está bien! Todos me siguen hacia el oeste. Marcharé entonces siempre hacia el sur, donde no encontraré enemigos. Pero tendré cuidado porque el sargento Willis viene pisándome los talones.

      Emprendió su marcha, volvió a cruzar el torrente y comenzó a abrirse paso a través de una espesa cortina de plantas. Iba a rodear el tronco de un enorme árbol de alcanfor cuando una voz imperiosa y amenazadora le gritó:

      —¡Si das un paso, te mato como a un perro!

      R

      Sin mostrar el menor miedo por tan brusca intimidación, que podía costarle la vida, el pirata se volvió lentamente empuñando el sable y dispuesto a servirse de él.

      A seis pasos de él, un hombre, sin duda el sargento Willis, salió de un matorral y le apuntó fríamente, resuelto a poner en acción su amenaza.

      Sandokán lo miró con tranquilidad, pero con ojos que despedían una extraña luz, y soltó una carcajada.

      —¿De qué te ríes? —dijo desconcertado el sargento—. ¡Me parece que este momento no es para reír!

      —¡Me río porque me parece raro que te atrevas a amenazarme de muerte! —contestó Sandokán—. ¿Sabes quién soy?

      —El jefe de los piratas de Mompracem.

      —Sí, soy el Tigre de la Malasia.

      Y lanzó otra carcajada. El soldado, aunque espantado de encontrarse solo ante aquel hombre cuyo valor era legendario, estaba decidido a no retroceder.

      —¡Vamos, Willis, ven a prenderme! —dijo Sandokán.

      —¿Cómo sabe mi nombre?

      —Un hombre escapado del infierno no puede ignorar nada —repuso el Tigre burlonamente.

      El soldado, que había bajado el fusil, sorprendido, aterrado, no sabiendo si estaba delante de un hombre o de un demonio, retrocedió procurando apuntarle, pero Sandokán se le fue encima como un relámpago y lo derribó en tierra.

      —¡Perdón, perdón! —balbuceó el sargento.

      —Te perdono la vida —dijo Sandokán—. Levántate y escúchame. Quiero que contestes a las preguntas que te haré.

      —¿Qué preguntas?

      —¿Hacia dónde creen que voy huyendo?

      —Hacia la costa occidental.

      —¿Cuántos hombres me persiguen?

      —No puedo decirlo, sería una traición.

      —Es verdad, no te culpo; al contrario, estimo tu lealtad.

      El sargento lo miró asombrado.

      —¿Qué clase de hombre es usted? —dijo—. Lo creía un miserable asesino y veo que me equivocaba.

      —Eso no importa. ¡Quítate el uniforme!

      —¿Qué va a hacer con él?

      —Me servirá para huir y nada más. ¿Son soldados indios los que me persiguen?

      —Sí, son cipayos.

      El soldado se quitó el uniforme y Sandokán se lo puso, se ciñó la bayoneta y la cartuchera, se colocó el casco de corcho y se cruzó la carabina.

      —Ahora déjate atar.

      —¿Quiere que me devoren los tigres?

      —No hay tigres por aquí. Y yo debo tomar mis medidas para que no me traiciones.

      Amarró al soldado a un árbol y se alejó rápidamente.

      —Es


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