Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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respondió en buen inglés: —¿Por quién nos toma usted?

      —¿Qué es esto? —exclamó asombrado el oficial—. ¡Un sargento de cipayos! ¿Qué hace usted aquí?

      Voy a las Romades, señor -contestó Sandokán. -¿A qué va a esas islas?

      —Llevo órdenes para que se las comuniquen al yate de lord James Guillonk.

      —¿Está en las Romades su yate?

      —Así es, señor.

      —¿Y va en esa canoa?

      —No encontré nada mejor.

      —¡Cuidado, porque hay algunos paraos malayos que rondan mar adentro!

      —¡Ah! —exclamó Sandokán, temblando de alegría. Ayer vi dos, y juraría que vienen de Mompracem. Tendré cuidado, comandante.

      —¡Buen viaje, entonces!

      El cañonero se dirigió a Labuán, en tanto que Giro Batol orientaba la vela hacia Mompracem.

      —¿Has oído? —le preguntó Sandokán.

      —Sí, mi capitán.

      —Nuestros barcos están en estas aguas.

      —Lo buscan todavía, capitán.

      —¡Qué sorpresa para el buen Yáñez cuando vuelva a verme!

      Volvió a sentarse a popa, con la mirada dirigida a Labuán, y no habló más.

      Al amanecer los separaban de Mompracem unos doscientos kilómetros, distancia que podían recorrer en menos de veinticuatro horas.

      El malayo sacó algunas provisiones y se las ofreció a Sandokán. Pero éste, absorto en sus meditaciones, ni siquiera contestó.

      —¡Está hechizado! —repitió el malayo meneando la cabeza—. ¡Pobres de ustedes, ingleses, si han embrujado al Tigre!

      Durante el día el viento decayó varias veces, pero por la tarde, al ponerse el sol, sopló un viento fresco que empujó rápidamente la canoa hacia el Poniente.

      Al anochecer, el malayo, que iba de pie en la proa, avistó una masa oscura que surgía del mar.

      —¡Mompracem! —exclamó.

      Al oír este grito, Sandokán, emocionado por primera vez desde que se embarcara, se levantó de un salto.

      Había desaparecido de su rostro la expresión de melancolía, y le brillaban los ojos.

      Contempló su isla salvaje, el baluarte de su poder, de su grandeza en aquellos mares, que no en vano llamaba suyos. Otra vez era el Tigre de la Malasia.

      Sus ojos se detuvieron en la alta roca, donde todavía ondeaba la bandera de los piratas.

      —¡Mompracem! —exclamó—. ¡Por fin vuelvo a verte! -¡Estamos a salvo, Tigre! -dijo el malayo, poseído de una loca alegría.

      Sandokán lo miró asombrado.

      —¿Todavía merezco ese nombre, Giro Batol? —preguntó—. ¡Creí que ya no lo merecía!

      Cogió el timón y dirigió la canoa hacia Mompracem. A las diez atracaron cerca de la gran peña. Al poner el pie en su isla, Sandokán respiró con fuerza. Es posible que en ese momento se olvidara de Labuán y de Mariana.

      —Giro Batol —dijo al pisar el primer escalón de la tortuosa escalera que conducía a su vivienda-, anuncia a mis piratas que he regresado. Pero diles que me dejen tranquilo, porque tengo que tratar algunos asuntos que deben ser un secreto para todos y no quiero que me interrumpan.

      —Nadie lo molestará, capitán, si tal es su deseo. Permítame que le dé las gracias por haber vuelto conmigo, y sepa que si es preciso sacrificar a un hombre, aunque sea para salvar a un inglés o a una inglesa, yo estoy dispuesto a hacerlo.

      —¡Gracias, Giro Batol! Y ahora vete.

      Y el pirata subió la escala en medio de las sombras.

      R

      Así que llegó a lo alto de la roca, Sandokán se detuvo y miró a lo lejos, muy a lo lejos, en dirección del Este, hacia Labuán.

      —¡Gran Dios! —murmuró—. ¡Qué distancia tan grande me separa de esa criatura amada! ¿Qué hará a estas horas? ¿Me llorará por muerto o prisionero?

      De sus labios escapó un gemido sordo. Aspiró el aire de la noche y se acercó lentamente a la casa, en la cual, a pesar de la hora, había luz en una habitación.

      —¡Yáñez! —dijo sonriendo con tristeza—. ¿Qué dirá cuando sepa que el Tigre de la Malasia vuelve vencido y hechizado?

      Abrió con suavidad la puerta, sin que lo oyera Yáñez, que estaba sentado ante una mesa, con la cabeza entre las manos.

      —¡Bueno, hermano! —dijo al cabo de un instante—. ¿Te has olvidado del Tigre de la Malasia?

      No había concluido de pronunciar estas palabras cuando Yáñez se había lanzado a sus brazos.

      —¿Tú? ¿Tú, Sandokán? ¡Ya te creía perdido para siempre!

      —No, ya ves que he vuelto.

      —Pero, ¿dónde estuviste todos estos días? Hace cuatro semanas que te espero lleno de angustia y de ansiedad. ¿Saqueaste el sultanato de Varauni, o te ha hechizado la Perla de Labuán?

      En lugar de contestar a sus preguntas, Sandokán lo miró en silencio durante un rato, con mirada torva.

      —¿Ignoras todavía —dijo finalmente— que de los cincuenta tigrecitos que llevaba contra Labuán no sobrevive más que Giro Batol? ¿No sabes que todos perecieron en las costas de la isla maldita, que yo también caí gravemente herido sobre la cubierta de un crucero, y que mis barcos reposan en el fondo del mar de la Malasia?

      —¡Vencido tú! ¡Es imposible!

      —¡Sí, Yáñez, fui vencido y herido! ¡Mis hombres murieron y yo regreso mortalmente enfermo!

      Vació una tras otra tres copas de whisky. En seguida, con voz quebrada, gestos violentos e imprecaciones, contó cuanto le había sucedido en Labuán.

      Pero cuando llegó el momento de hablar de la Perla de Labuán, desapareció toda su ira. Su voz adquirió un timbre dulce, melancólico. Habló de ella, de sus cabellos, de sus ojos, de su voz angelical que de modo tan extraño hiciera vibrar las fibras de su corazón. Pintó con acento apasionado los momentos pasados junto a la mujer amada, durante los cuales se olvidó de Mompracem.

      —¿Creerás, Yáñez —dijo conmovido—, que en el instante en que puse el pie en la canoa, dejando indefensa a Mariana, sentí que se me desgarraba el corazón? Antes que alejarme de esa isla hubiera querido hundir en el abismo la canoa y a Giro Batol. ¡Hubiera destruido mi Mompracem, mis paraos, mis hombres, hubiera dado cualquier cosa por no haber sido nunca el Tigre de la Malasia!

      —¡Sandokán! —exclamó Yáñez, con el ceño fruncido.

      —¡No me digas nada, Yáñez! ¡Amo a esa mujer hasta tal extremo, que si me pidiera que renegara de mi nacionalidad para hacerme inglés, lo haría sin vacilar! ¡Siento un fuego que corre por mis venas, que me abrasa! ¡Creo que estoy delirando siempre, que tengo un volcán dentro del pecho, que me vuelve loco! En este estado deplorable me encuentro desde el día que vi a esa muchacha, Yáñez.

      El pirata se levantó con un movimiento brusco. Dio algunas vueltas por la habitación, y después se detuvo ante el portugués, interrogándolo con los ojos. Pero éste permaneció mudo.

      —No lo creerás —prosiguió Sandokán—, pero he luchado con fuerzas antes de darme por vencido.


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