Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
Читать онлайн книгу.a la bahía y embocó el canal, entrando en la boca del arroyo. Al verlo anclar cerca de un bosque de cañas, los tres piratas se le acercaron.
Con un gesto Sandokán impuso silencio a la tripulación, que iba a saludar a los dos jefes con una explosión de alegría.
—Es posible que no estén muy lejos nuestros enemigos —les dijo—, y les pido que guarden el más absoluto silencio para que no nos sorprendan antes de realizar mis proyectos.
En seguida, volviéndose hacia su segundo jefe, le preguntó con emoción tan viva que le hacía temblar la voz:
—¿No han llegado los otros dos paraos?
—No, Tigre —contestó el pirata—. Durante la ausencia de Paranoa recorrí todas las costas vecinas, llegando hasta las de Borneo, pero no pudimos ver a ninguno de nuestros barcos.
—¿Qué crees que haya ocurrido?
—Creo, Tigre de la Malasia, que nuestros dos barcos se han hecho pedazos en las costas septentrionales de Borneo.
Sandokán se clavó las uñas en el pecho.
—¡Fatalidad! ¡Fatalidad! —murmuró—. ¡La niña de los cabellos de oro traerá la desgracia a los tigres de Mompracem!
—¡Ánimo, hermano! —le dijo Yáñez, poniendo una mano sobre su hombro—. No nos desesperemos todavía. Quizás nuestros paraos fueron arrastrados lejos y con tan grandes averías que no hayan podido volver hasta ahora al mar. Mientras no encuentre sus restos no creeré que se hayan hundido.
—Pero no podemos esperar más, Yáñez. No sé si el lord permanecerá mucho tiempo en su quinta.
—Si se aleja, ahora tenemos bastantes hombres para atacarlo en el camino y raptar a su sobrina. -¿Intentarías un golpe de tal naturaleza?
—¿Y por qué no? Estoy madurando un magnífico plan y estoy seguro que dará excelente resultado. Déjame descansar esta noche y mañana haremos lo que haya que hacer.
—Confío en ti, Yáñez.
—No dudes, hermano.
—Sin embargo, no podemos dejar aquí el parao, pueden descubrirlo.
—Ya pensé en eso, Sandokán. Paranoa ya recibió sus instrucciones. Ahora, vamos a comer algo y luego nos iremos a acostar a nuestras camas. Te confieso que ya no puedo más de cansancio.
Calmada el hambre de tantas horas, se tendieron en sus literas. El portugués se durmió en seguida. Pero Sandokán tardó bastante en cerrar los ojos.
Tristes pensamientos y siniestras inquietudes lo tuvieron en vela varias horas.
Cuando volvió a subir a cubierta, vio que los piratas habían logrado esconder el parao. Lo empujaron ha
cia las márgenes de la laguna y lo ocultaron en medio de un bosque muy espeso. Cualquiera que pasara por ahí pensaría que se trataba de un grupo de plantas y de ramaje que la corriente había arrastrado hasta allí.
—¡Brillante idea! —dijo Sandokán.
—Pues ven ahora conmigo a tierra. Ya hay veinte hombres que nos esperan.
—¿Qué piensas hacer, Yáñez?
—Lo sabrás después. ¡Al agua la chalupa y mantengan la guardia!
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Capítulo 22: El prisionero
Atravesaron el riachuelo, y Yáñez condujo a Sandokán en medio de un boscaje, donde los aguardaban escondidos entre los árboles veinte hombres, armados hasta los dientes y provistos de un saco de víveres y un cobertor de lana. Paranoa y el subjefe, Ikant, estaban allí.
—¿Están todos? —preguntó Yáñez.
—Todos —contestaron los hombres.
—Escúchame con atención, Ikant. Tú volverás a bordo y, ante cualquier cosa que suceda, enviarás a un hombre que encontrará siempre a otro compañero esperando sus órdenes. Nosotros te transmitiremos nuestros mandatos, los que pondrás en ejecución inmediatamente sin el menor retraso.
Ikant saltó a la canoa y Yáñez echó a andar, remontando el curso del río.
—¿Adónde nos conduces? —preguntó Sandokán, que no comprendía nada.
—Espera un poco, hermanito. Ante todo, dime cuánto dista del mar la quinta de Guillonk.
—Cerca de cuatro kilómetros en línea recta.
—Entonces tenemos hombres más que suficientes.
—Pero, ¿qué vas a hacer?
—¡Ten un poco de paciencia, Sandokán!
Se orientó por medio de una brújula y se internó bajo los árboles, a paso rápido.
Recorrió cuatrocientos metros, se detuvo y se volvió hacia uno de los marineros.
—Instala aquí tu domicilio y no lo abandones por ningún motivo sin que nosotros te lo ordenemos. El río está a cuatrocientos metros, por lo tanto te puedes comunicar con facilidad con el parao. A igual distancia hacia el Este estará otro de tus compañeros. Cualquiera orden que te transmitan del parao se la comunicas a tu compañero más próximo. ¿Has entendido?
—Sí, señor Yáñez.
Mientras el malayo preparaba una cabañita junto al árbol, el grupo se puso en marcha, dejando a otro hombre a la distancia indicada.
—¿Comprendes ahora, Sandokán?
—Sí —contestó éste—, y te admiro. Y nosotros, ¿dónde acamparemos?
—En el sendero que conduce a Victoria. Desde allí podremos ver quién va o viene de la quinta e impedir que el lord huya sin que lo sepamos.
—¿Y si no se decide a marcharse?
—¡Por la gran carabina! ¡Atacaremos la quinta y nos robaremos a la muchacha!
—No llevemos las cosas a ese extremo, Yáñez. Lord James es capaz de matar a Mariana.
—¡Eso no! ¡Nunca me consolaría si ese bribón le hace algo a la niña!
—¿Y yo? ¡Sería la muerte del Tigre de la Malasia!
—Lo sé demasiado bien. ¡Estás hechizado! Llegaban en ese momento a las márgenes de la selva. Al otro lado se extendía una pequeña pradera, con varios grupos de arecas y maleza y atravesada por un ancho sendero donde crecía la hierba.
—La quinta no ha de estar lejos —dijo Yáñez.
—Distingo la empalizada por detrás de aquellos árboles.
—¡Perfecto! —exclamó Yáñez.
Ordenó a Paranoa que armara la tienda en el extremo del bosque ayudado por los seis hombres que lo acompañaban.
Sandokán y Yáñez fueron hasta unos doscientos metros de la cerca y luego volvieron al bosque y se tendieron bajo la tienda.
—Estamos al lado del sendero que va a Victoria -dijo Yáñez-. Si el lord quiere salir, pasará obligadamente junto a nosotros. En menos de media hora podemos reunir veinte hombres decididos a todo, y en una hora tener aquí toda la tripulación del parao. ¡Que intente moverse y lo acorralaremos!
—¡Sí! —exclamó Sandokán—. Estoy resuelto a lanzar mis hombres contra un regimiento entero.
—Por ahora —dijo Yáñez—, hagamos algo por la vida. Este paseo matinal me ha abierto el apetito de modo extraordinario.
Ya habían terminado de comer, cuando entró Paranoa jadeante.
—¿Qué sucede? —preguntó