Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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apenas había caído, volvió a lanzarse sobre la rama y de ahí se arrojó sobre el mono, incrustándole las garras en los hombros y en las costillas.

      El orangután dio un aullido de dolor; la sangre le corría por la piel.

      Satisfecha con el resultado de su ataque, la pantera procuró encaramarse a la rama, sirviéndose del ancho pecho del mono como punto de apoyo. Pero, a pesar de sus tremendas heridas, el orangután alargó con rapidez el brazo y cogió la cola de su contrincante. La apretó con tal fuerza, que la fiera dio un maullido de dolor.

      —¡Pobre pantera! —dijo Yáñez.

      —Está perdida —dijo Sandokán—. Si no puede soltarse, no escapará con vida.

      El pirata no se engañaba.

      Al sentir el orangután entre sus manos la cola de su enemiga, saltó sobre la rama. Reunió sus fuerzas, levantó en peso a la fiera, la hizo girar en el aire y la estrelló contra un enorme tronco.

      Se oyó un golpe seco; en seguida la pobre bestia, abandonada por su enemigo, rodó por el suelo y se deslizó en las negras aguas del arroyo.

      —No creí que ese monazo se desharía tan pronto de la pantera.

      —¿No corremos el peligro de que ahora las emprenda contra nosotros? —preguntó Yáñez—. ¡Está furioso!

      —Pero le chorrea la sangre por todas partes —dijo Sandokán—. ¿Por qué no se va?

      —Creo que tiene su nido arriba de ese árbol.

      —Entonces disparemos contra él y avancemos a lo largo del riachuelo. Somos hábiles tiradores, pero es mejor que nos acerquemos para no errar.

      Mientras se disponían a atacar al orangután, éste se acurrucó en la orilla del río y se lavó las heridas con sus manos.

      Sandokán y Yáñez se acercaron a la orilla opuesta. Apoyaron los fusiles en una rama y se aprestaban a disparar, cuando vieron que el orangután se ponía de pie de un salto y se golpeaba el pecho con furor.

      —¡Nos habrá visto? —dijo Yáñez.

      —No es con nosotros su furia. ¡Mira hacia allá, se mueven unas ramas!

      —¿Serán los ingleses?

      Alguien se acercaba apartando con precaución las hojas, ignorante del peligro. El mono estaba detrás de un tronco, dispuesto a destrozar al nuevo adversario. Ya no gemía ni aullaba; solamente anunciaba su presencia con su ronca respiración.

      —¿Qué le sucede? —preguntó Yáñez. Alguien se acerca al mono.

      —¿Hombre o animal?

      —Todavía no logro distinguir al imprudente.

      —¿Y si es un pobre indígena?

      —No le dejaremos tiempo al mono para que lo mate. ¡Ah, he visto una mano!

      —¿Blanca o negra? -Negra.

      En ese momento el gigantesco orangután se precipitaba en medio de la espesura con un aullido espantoso. Se oyó un grito, seguido de dos tiros. Sandokán y Yáñez habían hecho fuego.

      Herido en la espalda, el mono se volvió y vio a los piratas, dio un salto enorme y cayó en el río.

      Sandokán empuñó el kriss, resuelto a luchar cuerpo a cuerpo. El animal se le vino encima, cuando se oyó un grito en la orilla opuesta:

      —¡El capitán!

      En seguida resonó un disparo. El orangután cayó muerto en el arroyo.

      El hombre que acababa de matar al temible mono se lanzó al río y gritó:

      —¡El capitán! ¡El señor Yáñez! ¡Qué contento estoy de haberle metido una bala en el cráneo a ese orangután!

      —¡Paranoa! —exclamaron con júbilo los dos piratas.

      —¡En persona!

      —¿Qué haces en esta selva?

      —Lo buscaba, mi capitán. Vi a varios ingleses acompañados de perros y me figuré que los buscaban por aquí.

      —¿Llegaron ya todos los paraos? -preguntó Sandokán con ansiedad.

      —Cuando salí a buscarlos no había venido ninguno más que el mío.

      —¿Cuándo te alejaste de la boca del río?

      —Ayer por la mañana.

      —Quizás los empujó la tempestad muy al norte —murmuró el Tigre.

      —Puede ser, mi capitán -dijo Paranoa.

      —¿Perdiste algún hombre durante la borrasca?

      —Ni uno siquiera, mi capitán.

      —Y el barco, ¿ha sufrido algún daño?

      -Muy pocas averías, que ya están reparadas.

      —¿Lo tienes escondido en la bahía?

      —Lo dejé en alta mar por temor a alguna sorpresa y desembarqué solo.

      —¿Estamos muy lejos de la bahía?

      —No, llegaremos allá antes del anochecer —contestó Paranoa.

      —¡No son más que las dos de la tarde! Por lo visto nos espera un buen trozo de camino.

      —Esta selva es muy grande, señor Yáñez, y muy difícil de atravesar.

      —¡En marcha! —dijo Sandokán, poseído de viva agitación—. Temo que haya sucedido algo.

      —¿Que se hayan perdido los paraos?

      —Sí, Yáñez. Si no los encontramos en la bahía ya no los volveremos a ver.

      —¿Qué haremos entonces, Sandokán?

      —¿Y tú me lo preguntas, hermano? ¡Como si el Tigre de la Malasia se asustara y doblara la rodilla ante el destino! ¡Continuaremos la lucha!

      —Piensa que tenemos sólo cuarenta hombres en el parao.

      —¡Cuarenta tigres que, guiados por nosotros, harán milagros!

      —¿Quieres atacar la quinta?

      —Eso ya se verá. Pero te juro que no saldré de Labuán sin llevarme a Mariana, aunque tenga que luchar contra toda la guarnición de Victoria. Quizás de ella dependa la salvación o la caída de Mompracem. ¡El destino de Mompracem está en sus manos, Yáñez!

      Guiados por Paranoa subieron a la orilla del río y se internaron por un antiguo sendero que había descubierto el malayo algunas horas antes.

      Durante cinco horas caminaron por el bosque y a la puesta del sol llegaban al riachuelo que desembocaba en la bahía. Había caído la noche cuando llegaron finalmente a la bahía.

      —Mire, capitán —dijo Paranoa—. Allá se distingue el farol de nuestro parao.

      —¿Qué señal hay que hacerle para que se acerque?

      —Encender dos hogueras en la costa —contestó Paranoa.

      —Vamos hacia la punta más saliente de la península —dijo Yáñez—. Les señalaremos la ruta más exacta.

      Un momento después los tres piratas vieron desaparecer el farol blanco del parao y brillar un punto rojo. Ya nos han visto -dijo Paranoa-; podemos apagar las hogueras.

      —No —dijo Sandokán—. Pueden servir para indicar a tus hombres la verdadera dirección. Ninguno de ellos conoce la bahía, ¿verdad?

      —No, capitán.

      —Pues, entonces, guiémoslos.

      Se sentaron los tres en la playa


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