Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.Primeriza al fin y al cabo.... Estas batallas acostumbran durar bastante.... Allá voy a ver qué ocurre....
Precedido de don Pedro, echó a andar látigo en mano y resonándole las espuelas, de modo que la imagen bélica que acababa de emplear parecía exacta, y cualquiera le tomaría por el general que acude a decidir con su presencia y sus órdenes la victoria. Su continente resuelto infundía confianza. Reapareció a poco pidiendo una taza de café bien caliente, pues con la prisa de venir se encontraba en ayunas. Al señorito le sirvieron chocolate. Emitió el médico su dictamen facultativo: armarse de paciencia, porque el negocio iba largo.
Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por el insomnio, quiso a toda costa saber si había peligro.
—No, señor; no, señor—contestó Máximo desliendo el azúcar con la cucharilla y echando ron en el café—. Si se presentan dificultades, estamos aquí.... Tú, Sabel: una copita pequeña.
En la copita pequeña escanció también ron, que paladeó mientras el café se enfriaba. El marqués le tendió la petaca llena.
—Muchas gracias...—pronunció el médico encendiendo un habano—. Por ahora estamos a ver venir. La señora es novicia, y no muy fuerte.... A las mujeres se les da en las ciudades la educación más antihigiénica: corsé para volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para producir la clorosis y la anemia; vida sedentaria, para ingurgitarlas y criar linfa a expensas de la sangre.... Mil veces mejor preparadas están las aldeanas para el gran combate de la gestación y alumbramiento, que al cabo es la verdadera función femenina.
Siguió explanando su teoría, queriendo manifestar que no ignoraba las más recientes y osadas hipótesis científicas, alardeando de materialismo higiénico, ponderando mucho la acción bienhechora de la madre naturaleza. Veíase que era mozo inteligente, de bastante lectura y determinado a lidiar con las enfermedades ajenas; mas la amarillez biliosa de su rostro, la lividez y secura de sus delgados labios, no prometían salud robusta. Aquel fanático de la higiene no predicaba con el ejemplo. Asegurábase que tenía la culpa el ron y una panadera de Cebre, con salud para vender y regalar cuatro doctores higienistas.
Don Pedro chupaba también con ensañamiento su cigarro y rumiaba las palabras del médico, que por extraño caso, atendida la diferencia entre un pensamiento relleno de ciencia novísima y otro virgen hasta de lectura, conformaban en todo con su sentir. También el hidalgo rancio pensaba que la mujer debe ser principalmente muy apta para la propagación de la especie. Lo contrario le parecía un crimen. Acordábase mucho, mucho, con extraños remordimientos casi incestuosos, del robusto tronco de su cuñada Rita. También recordó el nacimiento de Perucho, un día que Sabel estaba amasando. Por cierto que la borona que amasaba no hubiera tenido tiempo de cocerse cuando el chiquillo berreaba ya diciendo a su modo que él era de Dios como los demás y necesitaba el sustento. Estas memorias le despertaron una idea muy importante.
—Diga, Máximo.... ¿le parece que mi mujer podrá criar?
Máximo se echó a reír, saboreando el ron.
—No pedir gollerías, señor don Pedro.... ¡Criar! Esa función augusta exige complexión muy vigorosa y predominio del temperamento sanguíneo.... No puede criar la señora.
—Ella es la que se empeña en eso—dijo con despecho el marqués—; yo bien me figuré que era un disparate... por más que no creí a mi mujer tan endeble.... En fin, ahora tratamos de que no nazca el niño para rabiar de hambre. ¿Tendré tiempo de ir a Castrodorna? La hija de Felipe el casero, aquella mocetona, ¿no sabe usted?...
—¿Pues no he de saber? ¡Gran vaca! Tiene usted ojo médico.... Y está parida de dos meses. Lo que no sé es si los padres la dejarán venir. Creo que son gente honrada en su clase y no quieren divulgar lo de la hija.
—¡Música celestial! Si hace ascos la traigo arrastrando por la trenza.... A mí no me levanta la voz un casero mío. ¿Hay tiempo o no de ir allá?
—Tiempo, sí. Ojalá acabásemos antes; pero no lleva trazas.
Cuando el señorito salió, Máximo se sirvió otra copa de ron y dijo en confianza al capellán:
—Si yo estuviese en el pellejo del Felipe... ya le quiero un recado a don Pedro. ¿Cuándo se convencerán estos señoritos de que un casero no es un esclavo? Así andan las cosas de España: mucho de revolución, de libertad, de derechos individuales.... ¡Y al fin, por todas partes la tiranía, el privilegio, el feudalismo! Porque, vamos a ver, ¿qué es esto sino reproducir los ominosos tiempos de la gleba y las iniquidades de la servidumbre? Que yo necesito tu hija, ¡zas!, pues contra tu voluntad te la cojo. Que me hace falta leche, una vaca humana, ¡zas!, si no quieres dar de mamar de grado a mi chiquillo, le darás por fuerza. Pero le estoy escandalizando a usted. Usted no piensa como yo, de seguro, en cuestiones sociales.
—No señor; no me escandalizo—contestó apaciblemente Julián—. Al contrario.... Me dan ganas de reír porque me hace gracia verle a usted tan sofocado. Mire usted qué más querrá la hija de Felipe que servir de ama de cría en esta casa. Bien mantenida, bien regalada, sin trabajar.... Figúrese.
—¿Y el albedrío? ¿Quiere usted coartar el albedrío, los derechos individuales? Supóngase que la muchacha se encuentre mejor avenida con su honrada pobreza que con todos esos beneficios y ventajas que usted dice.... ¿No es un acto abusivo traerla aquí de la trenza, porque es hija de un casero? Naturalmente que a usted no se lo parece; claro está. Vistiéndose por la cabeza, no se puede pensar de otro modo; usted tiene que estar por el feudalismo y la teocracia. ¿Acerté? No me diga usted que no.
—Yo no tengo ideas políticas—aseveró Julián sosegadamente; y de pronto, como recordando, añadió:—¿Y no sería bien dar una vuelta a ver cómo lo pasa la señorita?
—¡Pchs!... No hago por ahora gran falta allá, pero voy a ver. Que no se lleven la botella del ron, ¿eh? Hasta dentro de un instante.
Volvió en breve, e instalándose ante la copa mostró querer reanudar la conversación política, a la cual profesaba desmedida afición, prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces se encendía y exaltaba, encontrando inesperados argumentos. Las violentas discusiones en que se llegaba a vociferar y a injuriarse le esparcían la estancada bilis, y la función digestiva y respiratoria se le activaba, produciéndole gran bienestar. Disputaba por higiene: aquella gimnasia de la laringe y del cerebro le desinfartaba el hígado.
—¿Con que usted no tiene ideas políticas? A otro perro con ese hueso, padre Julián.... Todos los pájaros de pluma negra vuelan hacia atrás, no andemos con cuentos. Y si no, a ver, hagamos la prueba: ¿qué piensa usted de la revolución? ¿Está usted conforme con la libertad de cultos? Aquí te quiero, escopeta. ¿Está usted de acuerdo con Suñer?
—¡Vaya unas cosas que tiene el señor don Máximo! ¿Cómo he de estar de acuerdo con Suñer? ¿No es ése que dijo en el Congreso blasfemias horrorosas? ¡Dios le alumbre!
—Hable claro: ¿usted piensa como el abad de San Clemente de Boán? Ése dice que a Suñer y a los revolucionarios no se les convence con razones, sino a trabucazo limpio y palo seco. ¿Usted qué opina?
—Son dichos de acaloramiento.... Un sacerdote es hombre como todos y puede enfadarse en una disputa y echar venablos por la boca.
—Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tener intereses bastardos, puede querer vivir holgazanamente explotando la tontería del prójimo, puede darse buena vida con los capones y cabritos de los feligreses.... No me negará usted esto.
—Todos somos pecadores, don Máximo.
—Y aún puede hacer cosas peores, que... se sobrentienden..., ¿eh? No sofocarse.
—Sí, señor. Un sacerdote puede hacer todas las cosas malas del mundo. Si tuviésemos privilegio para no pecar, estábamos bien; nos habíamos salvado en el momento mismo de la ordenación, que no era floja ganga. Cabalmente, la ordenación nos impone deberes más estrechos que a los demás cristianos, y es doblemente difícil que uno de nosotros sea bueno. Y para serlo del modo que requeriría