Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.bueno desde que..., desde que se había acatarrado un poco. Le daba vergüenza referir lo de la noche en vela, el desmayo, la fuerte impresión moral y física sufrida con tal motivo. Nucha empezó a hablarle de algunas cosas indiferentes, y pasó sin transición a preguntarle:
—¿Ha visto usted la pequeñita?
—Sí, señora.... El día del bautizo. ¡Angelito! Lloró bien cuando le pusieron la sal y cuando sintió el agua fría....
—¡Ah! Desde entonces ha crecido una cuarta lo menos y se ha vuelto hermosísima. Y alzando la voz y esforzándose, añadió:—¡Ama, ama! Traiga la niña.
Oyéronse pasos como de estatua colosal que anda, y entró la mocetona color de tierra, muy oronda con su vestido nuevo de merino azul ribeteado de negro terciopelo de tira, con el cual se asemejaba a la gigantona tradicional de la catedral de Santiago, llamada la Coca . A manera de pajarito posado en grueso tronco, venía la inocente criatura recostada en el magno seno que la nutría. Estaba dormida, y tenía la calma, el dulce e insensible respirar que hace sagrado el sueño de los niños. Julián no se cansaba de mirarla así.
—¡Santita de Dios!—murmuró apoyando los labios muy quedamente en la gorra, por no atreverse a la frente.
—Cójala usted, Julián.... Ya verá lo que pesa. Ama, déle la niña....
No pesaba más que un ramo de flores, pero el capellán juró y perjuró que parecía hecha de plomo. Aguardaba el ama en pie, y él se había sentado con la chiquilla en brazos.
—Déjemela un poquito...—suplicó—. Ahora, mientras duerme.... No despertará de seguro en mucho tiempo.
—Ya la llamaré cuando haga falta. Ama, váyase.
La conversación giró sobre un tema muy socorrido y muy del gusto de Nucha: las gracias de la pequeña.... Tenía muchísimas, sí señor, y el que lo dudase sería un gran majadero. Por ejemplo: abría los ojos con travesura incomparable; estornudaba con redomada picardía; apretaba con su manita el dedo de cualquiera, tan fuerte, que se requería el vigor de un Hércules para desasirse; y aún hacía otros donaires, mejores para callados que para archivados por la crónica. Al referirlos, el rostro exangüe de Nucha se animaba, sus ojos brillaban, y la risa dilató sus labios dos o tres veces. Mas de pronto se nubló su cara, hasta el punto de que entre las pestañas le bailaron lágrimas, a las cuales no dio salida.
—No me han dejado criarla, Julián.... Manías del señor de Juncal, que aplica la higiene a todo, y vuelta con la higiene, y dale con la higiene.... Me parece a mí que no iba a morirme por intentarlo dos meses, dos meses nada más. Puede que me encontrase mejor de lo que estoy, y no tuviese que pasar un siglo clavada en este sofá, con el cuerpo sujeto y la imaginación loca y suelta por esos mundos de Dios.... Porque así, no gozo descanso: siempre se me figura que el ama me ahoga la niña, o me la deja caer. Ahora estoy contenta, teniéndola aquí cerquita.
Sonrió a la chiquilla dormida, y añadió:
—¿No le encuentra usted parecido...?
—¿Con usted?
—¡Con su padre!... Es todito él en el corte de la frente....
No manifestó el capellán su opinión. Mudó de asunto y continuó aquel día y los siguientes cumpliendo la obra de caridad de visitar al enfermo. En la lenta convalecencia y total soledad de Nucha, falta le hacía que alguien se consagrase a tan piadoso oficio. Máximo Juncal venía un día sí y otro no; pero casi siempre de prisa, porque iba teniendo extensa clientela: le llamaban hasta de Vilamorta. El médico hablaba de política exhalando un aliento de vaho de ron, tratando de pinchar y amoscar a Julián; y, en realidad, si Julián fuese capaz de amostazarse, habría de qué con las noticias que traía Máximo. Todo eran iglesias derribadas, escándalos antirreligiosos, capillitas protestantes establecidas aquí o acullá, libertades de enseñanza, de cultos, de esto y de lo otro.... Julián se limitaba a deplorar tamaños excesos, y a desear que las cosas se arreglasen, lo cual no daba tela a Máximo para armar una de sus trifulcas favoritas, tan provechosas al esparcimiento de su bilis y tan fecundas en peripecias cuando tropezaba con curas ternes y carlistas, como el de Boán o el Arcipreste.
Mientras el belicoso médico no venía, todo era paz y sosiego en la habitación de la enferma. Únicamente lo turbaba el llanto, prontamente acallado, de la niña. El capellán leía el Año cristiano en alta voz, y poblábase el ambiente de historias con sabor novelesco y poético: «Cecilia, hermosísima joven e ilustre dama romana, consagró su cuerpo a Jesucristo; desposáronla sus padres con un caballero llamado Valeriano y se efectuó la boda con muchas fiestas, regocijos y bailes.... Sólo el corazón de Cecilia estaba triste...». Seguía el relato de la mística noche nupcial, de la conversión de Valeriano, del ángel que velaba a Cecilia para guardar su pureza, con el desenlace glorioso y épico del martirio. Otras veces era un soldado, como San Menna; un obispo, como San Severo.... La narración, detallada y dramática, refería el interrogatorio del juez, las respuestas briosas y libres de los mártires, los tormentos, la flagelación con nervios de buey, el ecúleo, las uñas de hierro, las hachas encendidas aplicadas al costado... «Y el caballero de Cristo estaba con un corazón esforzado y quieto, con semblante sereno, con una boca llena de risa (como si no fuera él sino otro el que padecía), haciendo burla de sus tormentos y pidiendo que se los acrecentasen...». Tales lecturas eran de fantástico efecto, particularmente al caer de las adustas tardes invernales, cuando la hoja seca de los árboles se arremolinaba danzando, y las nubes densas y algodonáceas pasaban lentamente ante los cristales de la ventana profunda. Allá a lo lejos se oía el perpetuo sollozo de la represa, y chirriaban los carros cargados de tallos de maíz o ramaje de pino. Nucha escuchaba con atención, apoyada la barba en la mano. De tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar.
No era la primera vez que observaba Julián, desde el parto, gran tristeza en la señorita. El capellán había recibido una carta de su madre que encerraba quizás la clave de los disgustos de Nucha. Parece que la señorita Rita había engatusado de tal manera a la tía vieja de Orense, que ésta la dejaba por heredera universal, desheredando a su ahijada. Además, la señorita Carmen estaba cada día más chocha por su estudiante, y se creía en el pueblo que, si don Manuel Pardo negaba el consentimiento, la chica saldría depositada. También pasaban cosas terribles con la señorita Manolita: don Víctor de la Formoseda la plantaba por una artesana, sobrina de un canónigo. En fin, misia Rosario pedía a Dios paciencia para tantas tribulaciones (las de la casa de Pardo eran para misia Rosario como propias). Si todo esto había llegado a oídos de Nucha por conducto de su marido o de su padre, no tenía nada de extraño que suspirase así. Por otra parte, ¡el decaimiento físico era tan visible! Ya no se parecía Nucha a más Virgen que a la demacrada imagen de la Soledad. Juncal la pulsaba atentamente, le ordenaba alimentos muy nutritivos, la miraba con alarmante insistencia.
Atendiendo a la niña, Nucha se reanimaba. Cuidábala con febril actividad. Todo se lo quería hacer ella, sin ceder al ama más que la parte material de la cría. El ama, decía ella, era un tonel lleno de leche que estaba allí para aplicarle la espita cuando fuese necesario y soltar el chorro: ni más ni menos. La comparación del tonel es exactísima: el ama tenía hechura, color e inteligencia de tonel. Poseía también, como los toneles, un vientre magno. Daba gozo verla comer, mejor dicho, engullir: en la cocina, Sabel se entretenía en llenarle el plato o la taza a reverter, en ponerle delante medio pan, cebándola igual que a los pavos. Con semejante mostrenco Sabel se la echaba de principesa, modelo de delicados gustos y selectas aficiones. Como todo es relativo en el mundo, para la gente de escalera abajo de la casa solariega el ama representaba un salvaje muy gracioso y ridículo, y se reían tanto más con sus patochadas cuanto más fácilmente podían incurrir ellos en otras mayores. Realmente era el ama objeto curioso, no sólo para los payos, sino por distintas razones, para un etnógrafo investigador. Máximo Juncal refirió a Julián pormenores interesantes. En el valle donde se asienta la parroquia de que el ama procedía—valle situado en los últimos confines de Galicia, lindando con Portugal—las mujeres se distinguen por sus condiciones físicas y modo de vivir: son una especie de amazonas, resto de las guerreras galaicas de que hablan los geógrafos latinos; que si hoy no pueden hacer la guerra sino a sus maridos, destripan