Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.de la apóstata, a quien por el color de su tez biliosa y de su lacio pelo, por lo sombrío y zaíno del mirar, llamaban Píntiga , nombre que dan en el país a cierta salamandra manchada de amarillo y negro. Era esta mujer capaz de comer suela de zapato a trueque de ahorrar un maravedí, y no ajena a su conversión una libra esterlina, o doblón de a cinco, que para el caso es igual. Si lo cobró y pudo coserlo en una media con otras economías anteriores, amargolo aquellos días en forma. Acercábase a una compañera, y esta le volvía la espalda; su mesa quedó desierta, porque nadie quiso trabajar a su lado; ponía su mantón en el estante, y al punto se lo empujaban disimuladamente desde la otra parte de la sala, para que cayese y se manchase; dejaba su lío de comida en el altar, y lo veía retirado de allí con horror por diez manos a un tiempo; la maestra examinaba sus mazos de puros, antes de darlos por buenos y cabales, con ofensiva minuciosidad y ademán desconfiado. Un día de gran calor pidió a la operaria que halló más próxima que le prestase un poco de agua, y esta, que acababa de destapar un colmado frasco de cristal para beber por él, le contestó secamente: «No tengo meaja». Señaló la protestanta al frasco, con ira silenciosa, y la operaria, levantándose, lo tomó y derramó por el suelo su contenido sin pronunciar una palabra. Púsose verde la Píntiga , y llevó la mano, sin saber lo que hacía, al cuchillo semicircular: pero de todos los rincones del taller se alzaron risas provocativas, y hubo de devorar el ultraje, so pena de ser despedazada por un millar de furiosas uñas. En mucho tiempo no se atrevió a volver a la Fábrica, donde la corrían.
—XXV— Primera hazaña de la Tribuna
Extramuros, al pie de las fortificaciones de Marineda, celébrase todos los años una fiesta conocida por las Comiditas , fiesta peculiar y característica de las cigarreras, que aquel día sacan el fondo del cofre a relucir y disponen una colación más o menos suculenta para despacharla en el campo; campo mezquino, árido, donde sólo vegetan cardos borriqueros y ortigas. Desde el lavadero público hasta el alto de Agua santa, ameno y risueño, se había esparcido la gente, sentándose, si podía, a la sombra de un vallado o en la pendiente de un ribazo, y si no, donde Dios quería, al raso, sin paraguas ni quitasol. Y cuenta que ambos chismes podrían ser igualmente necesarios, porque el astro diurno, encapotado por nubarrones que amenazaban chubasquina, despedía claridad lívida y sorda, y a veces por la ahogada calma de la atmósfera atravesaban soplos de aire encendido, bocanadas de solano que amagaban tempestad.
No por eso había menos corros de baile y canto, menos puestos de rosquillas y jinetes, menos meriendas y comilonas. Aquí se escuchaba el rasgueo de guitarras y bandurrias, más adelante retumbaba el bombo, y la gaita exhalaba su aguda y penetrante queja. Un ciego daba vueltas a una zanfona que sonaba como el obstinado zumbido del moscardón, y al mismo tiempo vendía romances de guapezas y crímenes. A pocos pasos de la gente que comía, mendigos asquerosos imploraban la caridad; un elefancíaco enseñaba su rostro bulboso, un herpético descubría el cráneo pelado y lleno de pústulas, este tendía una mano seca, aquel señalaba a un muslo ulcerado, invocando a Santa Margarita para que nos libre de «males extraños». En un carretoncillo, un fenómeno sin piernas, sin brazos, con enorme cabezón envuelto en trapos viejos, y gafas verdes, exhalaba un grito ronco y suplicante, mientras una mocetona, de pie al lado del vehículo, recogía las limosnas. En el aire flotaban los efluvios de dos toneles de vino que ya iban quedando exangües, y el vaho del estofado, y el olor de las viandas frías. Oíanse canciones entonadas con voz vinosa, y llantos de niños, de los cuales nadie se cuidaba.
Componíase el círculo en que figuraba Amparo de muchachas alegres, que habían esgrimido briosamente los dientes contra una razonable merienda. Allí estaba la Comadreja, a quien no era posible aguantar de puro satisfecha y vana, porque tenía en Marineda al capitán de la Bella Luisa , y si él no había querido convidarse a merendar «por el aquel del bien parecer», contaba con que la acompañaría al final de la función. Allí también Guardiana, penetrada de alegría por otra causa diversa: porque había traído consigo a dos de sus pequeños, el escrofuloso y la sordo—mudita; en cuanto al mayor, ni se podía soñar en llevarlo a sitio alguno donde hubiese gente, porque le entraba enseguida la «aflición». La niña sordo—muda miraba alrededor, con ojos reflexivos, aquel mundo del cual sólo le llegaban las imágenes visibles; por su parte el niño, que ya tendría sus trece años, y que hubiera sido gracioso a no desfigurarlo los lamparones y la hipertrofia de los labios, gozaba mucho de la fiesta, y se sonreía con la sonrisa inocente, semi—bestial, de los bobos de Velázquez. Guardiana no se mostró muy comedora: los mejores bocados los reservó para sus hermanos, y ella manifestó poco apetito.
—¿Qué tienes, Guardia?—le preguntó la radiante Ana.
—Mujer, algunos días parece que estoy así... cansada. He de ir a que me levanten la paletilla, porque imposible que no se me cayese.
—Aprensiones, aprensiones. Canta el Joven Telémaco , Amparo.
Amparo, y otras dos o tres del taller de cigarrillos, rendidas de calor y ahítas de comida, se habían tendido en una pequeña explanada, que formaba el glacis de la fortificación, adoptando diversas posturas, más o menos cómodas. Unas, desabrochándose el corpiño, se hacían aire con el pañuelo de seda doblado; otras, tumbadas boca abajo, sostenían el cuerpo en los codos y la barba en las palmas de las manos; otras, sentadas a la turca, alzaban cuándo la pierna izquierda, cuándo la derecha, para evitar los calambres. Por la seca hierba andaban esparcidos tapones de botellas, papeles engrasados, espinas de merluza, cascos de vaso roto, un pañuelo de seda, una servilleta gorda.
Fuese efecto de la comida y del vinillo del país, ligero y alegre como unas pascuas, o del aire solano, que tiene especial virtud excitante de los nervios, hallábanse las muchachas alborotadas, deseosas de meterse con alguien, de gritar, de hacer ruido. Estaban ebrias, no del escaso mosto, sino del vaivén y mareo de la romería, de los colores chillones, de los sonidos discordantes: sólo la sordo—muda permanecía indiferente, con su límpida mirada infantil. La casualidad proporcionó a las briosas mozas un desahogo que tuvo mucho de cómico y pudo tener algo de dramático.
Es el caso que vieron adelantarse y dirigirse hacia ellas un individuo de extraña catadura, alto y delgado, vestido con larga hopalanda negra, y acompañado de otro que formaba con él perfecto contraste, pues era rechoncho, pequeño y sanguíneo, y llevaba americana gris rabicorta. Al aspecto de la donosa pareja llovieron los comentarios.
—El del gabanón parece un cura—dijo Guardiana.
—No es cura—afirmó la Comadreja—. ¿No le ves unas patillitas como las de un padronés?
—Pero, mujer, si lleva alzacuello.
—¡Qué alzacuello! Corbata negra.
—El gordo es un inguilis .
—¡Ay Jesús; parece que le pintaron la barba con azafrán!
—¿Y aquello qué es? ¡Madre mía de la Guardia!; un anteojo en un ojo solo, y colgado en el aire; ¡mira, mira!
—Callar, que vienen para acá.
—Vienen aquí en derechura.
—No, mujer.
—¡Dale! Vienen y vienen. ¿Te convences, porfiosa?
—Es que les gustaste tú.
—No, tú. El del azafrán viene a casarse contigo.
—Pues a ti te mira mucho el clérigo mal comparado.
—¡Chssss! Callar, que están cerca, alborotadoras de Judas.
—¡Callaban! Que callen ellos si les da la gana.
Y Amparo y Ana cantaron a dúo:
Me gusta el gallo,
Me gusta el gallo,
Me gusta el gallo
Con azafrán...
No obstante estos primeros indicios de hostilidad, los dos graves personajes se aproximaban al corro, con mucha prosopopeya. El de la hopalanda, no