Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.—Tengo el honor—prosiguió, metiendo las manos en los bolsillos de su inmenso tabardo—de ofrecer a ustedes un librito de lectura muy provechoza para el espíritu, y espero me dispenzarán el obsequio de repazarlo con atención. Yo le ruego reflezionen sobre el contenío de estos imprezo, zeñoras mías.
Diciendo y haciendo, les presentaba tres o cuatro volúmenes empastados, y un haz de hojas volantes. Nadie estiró la mano para recoger los imprezo , y él fue depositando suavemente en los regazos de las muchachas el alijo. El inglés tripudo observaba el reparto con su fulgurante monóculo.
—¡Así Dios me salve (Ana fue la primera en hablar), yo conozco a estos pajarracos! Oyes tú, Bárbara, ¿este no es el que puso la capilla en la cuadra?
—El mismo... es el que berrea allí por las tardes.
—¿El que le dio los cuartos a la Píntiga?
—Sí, mujer.
—Y este, ¿no dice que fue cura?
—Dice que sí, allá en su país, y que ahora es cura de ellos, y está casado....
—¡Casado!!!
—Bueno, está... con una viuda. Ya tienen...—y la muchacha remedó burlescamente el llanto de un recién nacido.
—¿Y el otro bazuncho?
—Es el que...—y frotó el índice con el pulgar, ademán expresivo que significa en todas partes soltar dinero.
Mientras duraban estas explicaciones en voz baja, Amparo había leído el título de algunos folletos: «La verdadera Iglesia de Jesús.... La redención del alma.... Cristo y Babilonia.... La fe del cristiano purificada de errores.... Roma a la luz de la razón...» . Entre los retazos del diálogo que llegaban a sus oídos y los fragmentos de hoja impresa en que fijaba la vista, penetró el misterio. Levantose grave, determinada, como el día que peroró en el banquete del Círculo Rojo.
—Oiga usté—pronunció con tono despreciativo—, esto que nos ha dado usté no nos hace falta, ni para nada lo queremos. Vaya usté a engañar con ello a donde haya bobos.
—Zeñora, no ha zío mi ánimo....
—Pensará usté que somos como otras, infelices, que las compran ustés por una triste peseta; pues sepa usté, repelo, que acá ni por las minas del Potosí renegamos como San Judas.
—Zeñora... hermanas mía... tómense uzté la molestia de reflezionar, y verán la puresa de mi intencionez, que zon darle a conosé la doctrina de Jezú nuetro Zalvaor....
Pronta como un rayo, y con fuerzas que duplicaba la cólera, Amparo desbarató la encuadernada Biblia, hizo añicos las hojas volantes, y lo disparó todo a la cara afilada del catequista y a la rubicunda del silencioso inglés, los cuales, habituados, sin duda, a tal género de escenas, volvieron grupas y trataron de escurrirse lo más pronto posible entre el concurso. Por su mal, era éste tan apretado y numeroso en aquel sitio, que o tenían que retroceder, dar un rodeo y volver a cruzar ante el grupo de muchachas, o aguardar una ocasión de enhebrarse por medio de la gente. Optaron por lo primero, y avínoles mal, porque Amparo, como el corcel de batalla que ha olido la sangre, dilatadas las fosas nasales, brillantes los ojos, se preparaba a renovar la lid, animando a sus compañeras.
—Son los protestantes. A correrlos.
—A correrlos: ¡viva!
—Van a pasar otra vez por aquí... ánimo... a ver quién les acierta mejor.
—¡Que vengan, que vengan! ¡Ahora entra lo bueno! Recelosos, arrimados el uno al otro, probaron a deslizarse los dos apóstoles sin ser observados de las mozas, que ya los aguardaban haldas en cinta. Así que los vieron a tiro, enarbolaron cuál medio pan, cuál un trozo de empanada, cuál una pera, y Ana, rabiosa, no encontrando proyectil a mano, cogió a puñados la tierra para arrojársela. Cayó la granizada sobre los protestantes cuando menos se percataban de ello; un queso se aplanó sobre la faz del inglés, rompiéndole el monóculo; un gajo de cerezas despedido por el hermano de Guardiana se estrelló en la nuca del ministro, embadurnándosela lastimosamente. Al par que bombardeaban, denostaban las intrépidas muchachas al enemigo.—Tomar, a ver si reventáis—chillaba la Comadreja.—De parte de Nuestra Señora—gritaba Guardiana.—Para que volváis a dar dinero por hacer maldades—vociferaba Amparo lanzando con notable acierto un tenedor de palo al cura. Cerrados los puños como para boxear, inyectado el rostro, fieros los azules ojos, vínose sobre el grupo el hijo de la Gran Bretaña, resuelto, sin duda, a hacer destrozos en las heroínas; amenazadora actitud que redobló el coraje de estas.
—Venga usté, venga usté, que aquí estamos, le decía Amparo con voz vibrante, bella en su indignación como irritada leona, asiendo con la diestra una botella; mientras Ana, pálida de ira, se apoderaba de la cazuela en que había venido el guisado, y las restantes amazonas buscaban armamento análogo. Pero ya, al ruido de la escaramuza, se arremolinaba gente, y gente adversa a los catequistas, a quienes conocían bastantes de los espectadores; y el ministro, verde de miedo, con turbada lengua aconsejaba a su acompañante una prudente retirada.
—Éjelas, míter Ezmite... (Smith). Éjelas, que no zaben lo que jazen... Éjelas, que aquí nadie noz efenderá, de eguro.... Yo debo ar ejemplo de manzedumbre....
No hizo caso míter Ezmite , por demás mohíno y amostazado con el bombardeo de comestibles; pero antes de que llegase al grupo cumpliose la profecía del ministro, interponiéndose más de treinta personas, que rodearon a los malaventurados apóstoles apretándolos en términos que no les dejaban respirar. A poca distancia un agente de policía presenciaba una rifa, y aunque harto veía con el rabo del ojo el motín, no dio el más leve indicio de querer intervenir en él, y basta que vio a los dos catequistas abrirse paso trabajosamente y huir como perro con maza, perseguidos por la rechifla general, no volvió la cabeza ni se acercó, preguntando al descuido: «¿Qué pasa aquí, señores?».
—XXVI— Lados flacos
Para la Comadreja el desenlace de la romería fue delicioso: comenzaron a llover gotas anchas cuando ya se aproximaba la noche, y vino el capitán mercante a ofrecerle el brazo y un paraguas. A la luz de los faroles de la calle, que rielaba en el mojado pavimento, Amparo vio alejarse a la pareja y quedose poseída de una especie de tristeza interior que rara vez domina a los temperamentos sanguíneos, alegres de suyo. Aquella melancolía atacaba a la Tribuna desde que no alimentaba su viva imaginación con espectáculos políticos y desde que al bullicio de la Unión del Norte sucedió la habitual y uniforme vida obrera de antes, sin asomo de conspiración ni de otros romancescos incidentes. Por distraerse, habló más con Ana de amoríos y menos de política. Ana se prestaba gustosa a semejantes coloquios. Llegó la Tribuna a saber de memoria al capitán de la Bella Luisa , sus hábitos, sus viajes, sus caprichos, y el eterno proyecto de matrimonio, diferido siempre por altas razones de conveniencia, que explicaba Ana con sumo juicio y cordura. Si ella se quisiese casar con algún artista de esos ordinarios, un zapatero, verbigracia, cansada estaría de tener marido; pero ¿para qué? Para cargarse de familia, para vivir esclava, para sufrir a un hombre sin educación. No en sus días.
—¿Y si te deja plantada Raimundo?—preguntaba Amparo nombrando al galán de su amiga, como lo hacía esta, por el nombre de pila.
—¡Qué ha de dejar, mujer... qué ha de dejar! ¡Diez años de relaciones! Y luego, aquel señorío de estar tanto tiempo con un chico fino, eso no me lo quita nadie.
Amparo protestó: ella no entraba por cosas de ese jaez; quería poder enseñar la cara en cualquier parte; quería, como dijeron los señores de la Unión, moral y honradez ante todo.
—¿Si pensarás tú—replicó Ana viperinamente—que el de Sobrado venía a casarse contigo?
—¿El de Sobrado? ¿Y qué tengo yo que ver con el de Sobrado?
—Anduvo tras de ti, y si no estuviese fuera, sabe Dios.... No digas, mujer, no digas, que