Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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      A

      ~El cisne de Vilamorta~

      7

      l ver la luz mi penúltima novela, que lleva por título La Tribuna, no faltó quien atribuyese sus crudezas y sus francas descripciones de la vida popular, a empeño mío de escribir una obra rigurosamente ajustada a los cánones del naturalismo. Acaso hoy se me dirigirá la acusación opuesta, afirmando que El Cisne de Vilamorta, paga disimulado tributo al espíritu informante de la escuela romántica.

      Yo sé decir que un autor, rara vez produce adrede libros muy crudos o muy poéticos; lo cierto es, en mi opinión, que la rica variedad de la vida ofrece tanta libertad al arte, y brinda al artista asuntos tan diversos, cuanto son diferentes entre sí los rostros de las personas: y así como en un espectáculo público, en un paseo, en la iglesia, vemos semblantes feos e innobles al lado de otros resplandecientes de hermosura, en el mudable espectáculo de la naturaleza y de la humana sociedad andan mezcladas la prosa y la poesía, siendo entrambas reales y entrambas materia artística de lícito empleo.

      ¡Parece que no necesita refutación el error de los que parten en dos mitades la realidad sensible e inteligible, con la misma frescura que si partiesen una naranja, y ponen en la una mitad todo lo grosero, obsceno y sucio, escribiendo encima naturalismo, y en la otra y bajo el título de idealismo, agrupan lo delicado, suave y poético. Pues tan errónea idea pertenece al número de las insidiosas vulgaridades que podemos calificar de telarañas del juicio, que no hay escoba que consiga barrerlas bien, ni nunca se destierran por completo. Es probable que hasta el fin del mundo dure esta telaraña espesa y artificiosa, y se juzgue muy idealista la descripción de una noche de luna y muy naturalista la de una fábrica, muy idealista el estudio de la agonía de un ser humano (sobre todo si muere de tisis como La dama de las Camelias), y ¡muy naturalista el del nacimiento del mismo ser!

      No es alarde de impenitencia, sino confesión sincerísima. Al escribir La Tribuna, me guiaban iguales propósitos que al trazar las páginas del Cisne: estudiar y retratar en forma artística gentes y tierras que conozco, procurando huir del estrecho provincialismo, para que el libro sea algo más que pintura de usanzas regionales y aspire al honroso dictado de novela. A la misma luz que me alumbró por los rincones de la Fábrica de Tabacos de Marineda, he tratado de ver la curiosa fisonomía de Vilamorta. Si la Fábrica se diferencia en todo de la villita, no consiste en que yo las mire con distintos ojos, pero en que forzosamente ha de diferenciarse el puerto comercial y fabril de la comarca enclavada tierra adentro, que aún conserva, o conservaba cuando la pisé por vez última, pronunciadísimo sabor tradicional, y elementos poéticos muy en armonía con el carácter del paisaje.

      Respecto a lo que en El Cisne llamará alguien levadura romántica, quiero decir algo, muy sucintamente, a los buenos entendedores. El romanticismo, como época literaria, ha pasado, siendo casi nula ya su influencia en las costumbres. Mas como fenómeno aislado, como enfermedad, pasión o anhelo del espíritu, no pasará tal vez nunca. En una o en otra forma, habrá de presentarse cuando las circunstancias y lo que se conoce por medio ambiente faciliten su desarrollo, ayudando a desenvolver facultades ya existentes en el individuo. Sucédele lo que a la vocación monástica: menos casos se dan hoy de tales vocaciones que se daban, por ejemplo, allá en tiempos de San Francisco o San Ignacio; con todo, algunas he visto yo muy ardientes, probadas e irresistibles. No hay estado del alma que no se produzca en el hombre, no hay cuerda que no vibre, no hay carácter verdaderamente humano que no se encuentre queriéndolo buscar; y en nuestras pensadoras y concentradas razas del Noroeste, el espíritu romántico alienta más de lo que parece a primera vista.

      Emilia Pardo Bazán

      La Coruña, septiembre de 1884

       Capítulo 1

      Allá detrás del pinar, el sol poniente extendía una zona de fuego, sobre la cual se destacaban, semejantes a columnas de bronce, los troncos de los pinos. El sendero era barrancoso, dando señales de haber sido devastado por las arroyadas del invierno; a trechos lo hacían menos practicable piedras sueltas, que parecían muelas fuera de sus alveolos. La tristeza del crepúsculo comenzaba a velar el paisaje: poco a poco fue apagándose la incandescencia del ocaso, y la luna, blanca y redonda, ascendió por el cielo, donde ya el lucero resplandecía. Se oyó distintamente el melancólico diptongo del sapo, un soplo de aire fresco estremeció las hierbas agostadas y los polvorientos zarzales que crecían al borde del camino; los troncos del pinar se ennegrecieron más, resaltando a manera de barras de tinta sobre la claridad verdosa del horizonte.

      Un hombre bajaba por la senda, muy despacio, como proponiéndose gozar la poesía y recogimiento del sitio y hora. Se apoyaba en un bastón recio, y según permitía ver la poca luz difusa, era joven y no mal parecido. A cada paso se detenía, mirando a derecha e izquierda, lo mismo que si buscase y pretendiese localizar un punto fijado de antemano. Al fin se paró, orientándose. Atrás dejaba un monte poblado de castaños; a su izquierda tenía el pinar; a su derecha una iglesia baja, con mísero campanario; enfrente, las primeras casuchas del pueblo. Retrogradó diez pasos, se colocó cara al atrio de la iglesia, mirando a sus tapias, y seguro ya de la posición, elevó las manos a la altura de la boca para formar un embudo fónico, y gritó con voz plateada y juvenil:

      —Eco, hablemos.

      Del ángulo de las murallas brotó al punto otra voz, más honda e inarticulada, misteriosamente sonora y grave, que repitió con énfasis, engarzando la respuesta en la pregunta y dilatando la última sílaba:

      —¡Hablemoooós!

      —¿Estás contento?

      —¡Contentoooó! —repuso el eco.

      —¿Quién soy yo?

      —¡Soy yoooó!

      A estas interrogaciones, calculadas para que la contestación del eco formase sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin más objeto que el de oírlas repercutirse con extraña intensidad en el muro. —«¡Hermosa noche! —La luna brilla. —Se ha puesto el sol. —Eco, ¿me entiendes tú? —Eco, ¿sueñas algo? —¡Gloria! ¡Ambición! ¡Amor!». El nocturno viandante, embelesado, insistía, variaba las palabras, las combinaba; y en los intervalos de silencio, mientras discurría períodos cortos, escuchábase el rumor tenue de los pinos, acariciados por el vientecillo manso de la noche, y el plañidero concertarte de los sapos. Las nubes, antes de rosa y grana, eran ya cenicientas, y pugnaban por subir al ancho trozo de firmamento en que la luna llena campeaba sin el más mínimo tul que la encubriese. Las madreselvas y saúcos en flor, desde la linde del pinar, embalsamaban el aire con fragancia sutil y deleitosa. Y el interlocutor del eco, dócil al influjo de la poesía ambiente, cesó de vocear preguntas y exclamaciones, y con lenta canturia empezó a recitar versos de Bécquer, sin atender ya a la voz de la muralla que, en su precipitación de repetirlos, se los devolvía truncados y confusos.

      Absorto en la faena, poseído de lo que estaba haciendo, recreado con la cadencia de las estrofas, no vio subir por el camino tres hombres de grotesca y rara catadura, con enormes sombreros de fieltro, de anchas alas. Uno de los hombres llevaba del diestro una mula, cargada con redondo cuero, henchido sin duda de zumo de vid; y como todos andaban despacio, y el terreno craso y arcilloso apagaba el ruido de las pisadas, pudieron llegar sin ser sentidos hasta cerca del mancebo. Algo cuchichearon en voz baja. —¿Quién es, hom… ? —Segundo. —¿El del abogado? —El mismo. —¿Qué hace? ¿Habla solo? —No, habla con la pared de Santa Margarita. —Pues nosotros no somos menos. —Empieza tú… —A la una… allá va…

      Salió de aquellas bocas pecadoras, interrumpiendo las Oscuras golondrinas, que a la sazón recitaba de muy expresiva manera el joven, un diluvio de frases soeces, de groserías y cochinadas palurdas, que cayeron en medio del gentil y armónico silencio nocturno como repique de almireces y cacerolas en un trozo de música alemana. Lo más suave que se oía era por este estilo: —¡Re… (aquí un terno) viva el vino del Borde! ¡Viva el vino tinto, que da pecho al hombre! Re… (aquí lo que puede el lector suponer, si considera que los interruptores del soñador becqueriano eran tres desaforados arrieros,


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