Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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de mandíbulas salientes, tenía una crispación sardónica y una pálida sonrisa. Echaba los brazos al cuello de Flores, y pegando los labios a su oído:

      —¿Vino el otro ayer? —preguntábale.

      —Sí, hombre, sí.

      —¿Vendrá hoy?

      —Vendrá. ¡Pues no! Calla, filliño, calla… toma el chocolate. Está como te gusta: claro y con espumita.

      —No tengo casi gana… Ponlo aquí, al lado.

       Capítulo 3

      En Vilamorta había un Casino, un Casino de verdad, chiquito, eso sí, y por añadidura destartalado, pero con su mesa de billar comprada de lance, y su mozo, un setentón que de año en año sacudía y vareaba la verde bayeta. Porque en el Casino de Vilamorta apenas solían juntarse a diario más que las ratas y las polillas, entretenidas en atarazar el maderamen. Los centros de reunión más frecuentados eran dos boticas, la de doña Eufrasia, situada en la plaza, y la de Agonde, en la mejor calle. Agachada en el ángulo tenebroso de un soportal, la botica de doña Eufrasia era lóbrega; la alumbraba a las horas de conciliábulo un quinqué de petróleo, con tufo, y hacían su mobiliario cuatro sillas mugrientas y un banco. Quien desde fuera mirase, vería dentro un negro grupo, capotes, balandranes, sombreros anchos, dos o tres tonsuras sacerdotales, que de lejos blanqueaban como chapas de boinas sobre el fondo sombrío de la botica. La de Agonde, en cambio, lucía orgullosamente una clara iluminación, seis grandes redomas de cristal de colores vivos y fantástico efecto, una triple estantería cargada de tarros de porcelana blanca con rótulos latinos en letras negras, imponentes y científicos, un diván y dos butacas de gutapercha. Estas dos boticas antitéticas eran también antagónicas; se habían declarado guerra a muerte. La botica de Agonde, liberal e ilustrada, decía de la botica reaccionaria que era un foco de perpetuas conspiraciones, donde durante la guerra civil se había leído El Cuartel Real y todas las proclamas facciosas, y donde desde hacía cinco años se preparaban con suma diligencia fornituras para una partida carlista que jamás llegó a echarse al campo; y según la botica reaccionaria, era la de Agonde punto de cita para los masones, se imprimían libelos en una imprentilla de mano, y se tiraba descaradamente de la oreja a Jorge. Cerrábase religiosamente a las diez en invierno y en verano a las once la tertulia de la botica reaccionaria, mientras la botica liberal solía hasta media noche proyectar sobre el piso de la calle la raya de luz de sus dos claras lámparas y los reflejos azules, rojos y verde—esmeralda de sus redomas; por donde los tertulianos liberales calificaban a los otros de lechuzas, mientras los reaccionarios daban a sus contrincantes el nombre de socios del Casino de la Timba.

      Segundo no ponía los pies en la botica reaccionaria, y desde sus relaciones con Leocadia Otero huía de la de Agonde, porque herían su amor propio las bromas y pullas del boticario, maleante y zumbón como él solo. Cierta noche que Saturnino Agonde cruzaba a deshora la plazoleta del Álamo, para ir a donde él y el diablo sabían, pudo ver a Leocadia y Segundo en el balcón, y entreoyó la salmodia de los versos que el poeta declamaba. Desde entonces, en el rostro de Agonde, mocetón sanguíneo y bien equilibrado, leyó Segundo tal desdén hacia las nimiedades sentimentales y la poesía, que por instinto se apartó de él cuanto pudo. Sin embargo, cuando se le ofrecía leer El Imparcial y saber alguna noticia, entraba en casa de Agonde breve rato. Hízolo al otro día de su conversación con el eco.

      Estaba muy animada la asamblea. El padre de Segundo, recostado en el diván, tenía un periódico sobre las rodillas; su cuñado el escribano Genday, Ramón el confitero, y Agonde, discutían con él acaloradamente. En el fondo, próximos a la trastienda, en una mesita chica, jugaban al tresillo Carmelo el estanquero, el médico don Fermín, alias Tropiezo, el secretario del Municipio y el alcalde. Al entrar notó Segundo algo de inusitado en la actitud de su padre y del grupo que le rodeaba, y persuadido de que ya le darían la noticia, dejose caer en una de las butacas, encendió un cigarro y tomó El Imparcial, que andaba rodando sobre el mostrador.

      —Pues aquí los papeles no traen nada; lo que se dice nada, exclamaba el confitero.

      Desde la mesa de tresillo levantaba la voz el médico, confirmando las dudas de Ramón; tampoco el médico creía que pudiese suceder sin traerlo los papeles.

      —Usted se muere por decir a todo que no —replicaba Agonde—. Yo estoy seguro, vamos; y me parece que estando yo seguro…

      —Y yo lo mismo —afirmaba Genday—. Si es preciso citar testigos, allá van: lo sé por mi propio hermano, ¿me entienden ustedes?, por mi propio hermano, que se lo ha dicho Méndez de las Vides; vayan ustedes viendo si es autorizada la noticia. ¿Quieren ustedes más? Pues han encargado a Orense, para las Vides, dos butacas, una buena cama dorada, mucha vajilla y un piano. ¿Quedan ustedes convencidos?

      —De todas maneras, no vendrán tan pronto —objetó Tropiezo. —Vendrán tal. Don Victoriano quiere pasar aquí las fiestas y las vendimias; dice que le tira muchísimo el cariño del país, y que en todo el invierno no se le oyó hablar sino del viaje.

      —Viene a espichar aquí —murmuró Tropiezo—; oí decir que está malísimo. Se van ustedes a quedar sin jefe.

      —Váyase usted a… Demonio de hombre, de mochuelo, que sólo anuncia cosas fúnebres. Cállese usted o no suelte barbaridades. Atienda, atienda al juego como Dios manda.

      Segundo miraba con indiferencia a las redomas de la botica, distraído por el vivo foco azul, verde o carmesí que en cada una de ellas centelleaba. Ya comprendía el asunto de la conversación: la venida de don Victoriano Andrés de la Comba, el ministro, el gran político del país, el diputado orgánico del distrito. ¿Qué le importaba a Segundo la llegada de semejante fantasmón? Y aspirando suavemente su cigarro, se abstrajo del ruido de la disputa. Después se embebió en la lectura de la Hoja de El Imparcial, donde elogiaban mucho a un poeta principiante.

      Entretanto, se enredaba la partida de tresillo. El boticario, situado a espaldas del alcalde, le daba consejos. Comprometido y arduo caso: un solo de estuche menor; la contra reunida toda en el estanquero y en don Fermín: cogían en medio al hombre: posición endiablada. Era el alcalde de esos viejos séquitos, gastaditos como un ochavo, muy tímidos, que antes de hacer una jugada la piensan en cien años, calculando todas las contingencias y todas las combinaciones posibles de naipes. Ya no quería él echar aquel solo, ¡qué disparate! Pero el impetuoso Agonde le había impulsado, diciendo: —Vaya, lo compro. —Puesto en el disparadero, el alcalde se decidió, no sin protestar.

      —Bueno, lo jugaremos… Una calaverada, señores. Para que no digan que me amarro.

      Y sucedía todo lo previsto; hallábase entre dos fuegos: de un lado le fallan el rey de copas; de otro le pisan la sota de triunfo aprovechando el caballo; don Fermín se mete en bazas sin saber cómo, mientras el estanquero, con sonrisa maliciosa, guarda su contra casi enterita. El alcalde levanta hacia Agonde los ojos suplicantes.

      —¿No se lo decía yo a usted? ¡En buena nos hemos metido! Va a ser codillo, codillo cantado.

      —No, hombre, no… es usted un mandria, que se apura por todo… Está usted ahí jugando con más miedo que si le apuntasen con una escopeta… ¡Arrastrar, arrastrar! Los chambones siempre se mueren de indigestión de triunfos.

      Los adversarios se guiñaban el ojo malignamente.

      —Deposita non tibit —exclamó el estanquero.

      —Si codillum non resultabit —corroboró don Fermín.

      Sintió el alcalde un escalofrío en el mismo bulbo capilar, y, por consejo de Agonde, resolviose a mirar lo que iba jugado, enterándose de las bazas de los compañeros y contando los triunfos. Tropiezo y el estanquero refunfuñaron.

      —¡Qué manía de levantarles las faldas a los naipes!

      El alcalde, algo más sereno, determinó por fin salir de dudas, suspiró y en algunos arrastres briosos y decisivos se resolvió la jugada, quedando todos iguales, a tres bazas cada uno.

      —La de los sabios —dijeron casi a


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