Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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del cuerpo acrecienta la actividad de la fantasía. Llegaban a sus oídos las voces de los jugadores como lejano murmullo; él estaba a cien leguas de allí: pensaba en el artículo del periódico, del cual se le habían quedado grabadas en la memoria ciertas frases especialmente encomiásticas, hisopazos de miel con que el crítico disimulaba los defectos del poeta elogiado. ¿Cuándo le llegaría su turno de ser juzgado por la prensa madrileña? Sábelo Dios… Prestó atención a lo que se hablaba.

      —Hay que darle siquiera una serenata —declaraba Genday.

      —¡Hombre… una serenata! —respondió Agonde—: ¡gran cosa! Algo más que serenata: hay que armar cualquier estrépito por la calle; una especie de manifestación, que pruebe que aquí el pueblo es suyo… Habrá que nombrar una comisión, y recibirle con mucho cohete, y la música a todas horas… Que rabien esos cazurros de doña Eufrasia.

      El nombre de la otra botica produjo una explosión de bromas, chistes y pateaduras. Hubo comentarios.

      —¿No saben ustedes? —interrogó el socarrón de Tropiezo—. Parece que a doña Eufrasia le ha escrito Nocedal una carta muy fina, diciéndole que él representa a don Carlos en Madrid y que ella, por sus méritos, debe representarle en Vilamorta.

      Carcajadas homéricas, algazara general. Habla Genday el escribano.

      —Bueno, eso será mentira; pero es verdad, una verdad como un templo, que doña Eufrasia le remitió a don Carlos su retrato con dedicatoria.

      —¿Y la partida? ¿Señalaron el día en que ha de levantarse?

      —¡Vaya! Dice que la mandará el abad de Lubrego.

      Se duplicó el regocijo de la tertulia, porque el abad de Lubrego frisaba en los setenta y se hallaba tan acabadito, que a duras penas podía tenerse sobre la mula. Entró en la botica un chiquillo, columpiando un frasco de cristal.

      —¡Don Saturnino! —chilló con voz atiplada.

      —A ver, hombre —contestó el boticario remedándole.

      —Deme a lo que esto huele.

      —Quedamos enterados… —murmuró Agonde arrimando el frasco a la nariz—. ¿A qué huele, don Fermín?

      —Hombre… es así como… láudano, ¿eh?, o árnica.

      —Vaya el árnica, que es menos peligrosa. Dios te la depare buena.

      —Son horas de recogerse, señores —avisó el abogado García consultando su cebolla de plata. Genday se levantó también, y le imitó Segundo.

      Los tresillistas se enfrascaron en hacer cuentas y liquidar las ganancias céntimo por céntimo, escogiendo fichas blancas y fichas amarillas. Al pisar la calle recibíase grata impresión de frescura; estaba la noche entre clara y serena; los astros despedían luz cariñosa, y Segundo, en quien era inmediata la percepción de la poesía exterior, sintió impulsos de plantar a su padre y tío, y marcharse carretera adelante, solo como de costumbre, a gozar tan apacible noche. Pero su tío Genday se le colgó del brazo.

      —Rapaz, estás de enhorabuena.

      —¿De enhorabuena, tío?

      —¿Tú no rabias por salir de aquí? ¿Tú no quieres volar a otra parte? ¿Tú no le tienes tirria al bufete?

      —Hombre —intervino el abogado—; él que ya es loco y tú que le revuelves la cabeza más…

      —¡Calla, tonto! Don Victoriano viene, le presentamos al chico y le pedimos la colocación… Y la ha de dar buena, que aunque él se figure otra cosa, si no nos complace, le costará la torta un pan… No está el distrito como él piensa, y si los que le sostenemos nos acostamos, se la juegan de puño los curas.

      —¿Y Primo? ¿Y Méndez de las Vides?

      —No pueden con ellos… El día menos pensado les dan un desaire, me los dejan en una vergüenza… Pero tú, muchacho… Míralo bien: ¿no te lleva afición por la abogacía? Segundo se encogió de hombros, sonriendo.

      —Pues discurre… así, a ver que te convendría más… Porque algo has de ser; en alguna parte has de meter la cabeza. ¿Te gustaría un juzgado de entrada?, ¿un destino en el ramo de correos?, ¿en alguna oficina?

      Estaban dando la vuelta a la plazoleta para acercarse a casa de García, y al pasar por delante del balcón de Leocadia, el aroma de los claveles penetró hasta el cerebro de Segundo. Experimentó una reacción poética, y dilatando las fosas nasales para recoger la fragancia, exclamó:

      —Ni juez, ni empleado en correos… Déjeme de eso, tío.

      —No porfíes, Clodio —dijo agriamente el abogado—. Este no quiere ser nada, nada, más que un solemne holgazán, y pasarse la vida echando borroncitos en papelitos… Ni más ni menos. Allá van los cuartos de la carrera, todo lo que gasté; allá van el Instituto, la Universidad, la pechera, el levitín, la botica flamante; y luego, cuando uno piensa que los tiene habilitados, vuelta a cargar sobre las costillas de uno… a fumar y comer a su cuenta… Sí, señor… Yo tengo tres, tres hijos para gastarme y chuparme el jugo, y ninguno para darme ayuda… Así son estos señoritos… ¡vaya!

      Segundo, parado y con las facciones contraídas, se retorcía la punta del bigotillo. Todos se detuvieron en la esquina de la plazoleta, como suele suceder cuando una plática se enzarza.

      —No sé de dónde saca usted eso, papá… —declaró el poeta—. ¿Usted se figura que me he propuesto no pasar de Segundo García, el hijo del abogado? Pues se equivoca mucho. Ganas tendrá usted de librarse del peso que le hago; pero más aún tengo yo de no hacérselo.

      —¿Y luego, a qué aguardas? El tío te está proponiendo mil cosas y no te acomoda ninguna. ¿Quieres empezar por ministro?

      El poeta dio nuevo tormento a su bigote.

      —No hay que cansarse, papá. Yo haría muy mal empleado en correos y peor juez. No me quiero sujetar al ingreso en una carrera dada, donde todo esté previsto y marcha por sus pasos contados… Para eso, sería abogado como usted o escribano como el tío Genday. Si realmente cogemos a don Victoriano de buen talante, pídanle ustedes para mí cualquier cosa… un puesto sin rótulo, que me permita residir en Madrid… Yo me las arreglaré después.

      —Te las arreglarás… Sí, sí, bien hablas… Me girarás letritas, ¿eh?, como tu hermano el de Filipinas… Pues sírvate de gobierno que no puedo… que no robé lo que tengo, ni fabrico moneda.

      —Si yo nada pido —gritó Segundo con salvaje cólera—. ¿Le estorbo a usted? Pues sentaré plaza o me largaré a América… Ea, se acabó.

      —No —dijo el abogado calmándose—… Siempre que no exijas más sacrificios…

      —Ninguno… ¡así me muriese de hambre!

      Abriose la puerta del abogado: la vieja tía Gaspara, en refajos, hecha un vestiglo, salió a abrir; traía un pañuelo de algodón tan encima del rostro, que no se le distinguían las hurañas facciones. Segundo retrocedió ante aquella imagen de la vida doméstica.

      —¿No entras? —interrogó su padre. —Voy con el tío Genday.

      —¿Vuelves pronto?

      —En seguida.

      Tomó plazoleta abajo y explicó sus proyectos a Genday. Este, chiquitín y fosfórico de genio, se agitaba como una lagartija, aprobando. No le desagradaban a él las ideas de su sobrino. Su cabeza activa y organizadora, de agente electoral y escribano mañero, admitía mejor los planes vastos que la cabeza metódica del abogado García. Quedaron tío y sobrino muy conformes en el modo de beneficiar el influjo de don Victoriano. Charlando así, llegaron a casa de Genday, y la criada de este, mocita guapa, le abrió la puerta con toda la zalamería de una fámula de solterón incorregible. En vez de volverse a su domicilio, Segundo, preocupado y excitado, bajó a la carretera, se detuvo en el primer soto de castaños, y sentándose al pie de una cruz de madera que


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