Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento. Nina Harrington

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Enemigos apasionados - De soldado a papá - Como una princesa de cuento - Nina Harrington


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evitar la verdad.

      Entonces él le soltó los dedos, apoyó una mano contra su mejilla, ladeó la cabeza y le dio un beso muy delicado.

      Lexi se sintió tan sorprendida que no fue capaz de hablar. La presión de sus labios era tan cálida y suave que cerró los ojos y se quiso apoyar en él… pero descubrió que ya no estaba. De inmediato se maldijo por ser tan débil y necia.

      –Gracias por escucharme. Yo no puedo acabar este libro, Lexi. No puedo someter a mi familia a este dolor –retrocedió un paso y miró hacia el inmenso océano que se extendía ante ellos–. Lo siento. La biografía queda cancelada. Le voy a devolver el anticipo a la editorial. Puedo enfrentarme a la contrariedad que producirá en mi familia, pero mejor hacerlo ahora que más adelante, ante ojos indiscretos. Gracias por ayudarme a decidir seguir adelante con mi vida, a dejar de mirar atrás, pero ya no necesito tu ayuda. Puedes regresar a Londres. Tu trabajo aquí ha terminado.

      Con el corazón desbocado, se acercó a él junto al muro.

      –¿Terminado? Claro que no, Mark Belmont.

      –¿Disculpa? –la miró desconcertado.

      –Ahora mismo tengo la impresión de que huyes de un desafío justo cuando empieza a ser interesante.

      Él sonrió y movió la cabeza.

      –Ya te he dicho que cobrarás tus honorarios. Que eso no te inquiete.

      –No consigo que me entiendas, ¿verdad? –Lexi puso los ojos en blanco–. Me niego a dejar que te alejes de la única oportunidad que tendrás jamás de aclarar la situación de Crystal Leighton. Sí, lo has entendido. No pienso irme a ninguna parte. Ni tú. Me has hablado mucho de las obligaciones familiares, pero nada de cómo el verdadero Mark elegiría celebrar la vida y la obra de su madre si dependiera de él.

      –Esa opción no está disponible. No tengo elección.

      –Claro que la tienes. Eres tú quien decide qué hacer con la vida que has recibido. ¿De modo que vas a ser el próximo barón Belmont? ¡Asombroso! –le sonrió–. Piensa en todo el bien que puedes hacer en tu posición. Empezando por celebrar la vida de tu maravillosa madre –dio un paso que la dejó pegada al pecho de él–. Corre el riesgo, Mark. Tómate esta semana libre y hazlo lo mejor que puedas. Porque sé que juntos podremos crear algo estupendo, fiel y auténtico. Pero te necesito en mi equipo. Vamos, corre el riesgo. Sabes que si no lo haces, siempre lo lamentarás. Y yo jamás te consideré una persona que abandona algo sin terminarlo –suavizó la voz–. Hazlo por amor, no por obligación. ¿Quién sabe? Puede que hasta lo disfrutes.

      –¿Una semana? –le susurró él en la cara.

      –Una semana.

      Lexi se despertó a una hora muy extraña y, a pesar del aire acondicionado, reinaba un calor sofocante en la habitación. Era de noche. Se levantó, abrió las ventanas dobles y salió al balcón.

      Se apoyó en la barandilla y pensó en el beso fugaz de Mark y en lo que él le había dicho. Iba a necesitar algún tiempo para procesarlo todo. Pero la imagen recurrente era ese beso y el dulce sabor de su boca.

      «¡No! Destiérralo de tu cabeza».

      Era natural que se sintiera atraída por él, pero más le valía recordar que entre ellos nunca podría existir nada.

      Se centró en lo que la había llevado allí. La marea había cambiado. En ese momento, Mark quería el libro tanto como ella. Quizá era la villa la que marcaba las diferencias.

      Todo parecía muy quieto, lleno de posibilidades. Un espacio limpio y blanco esperando que lo llenaran de actividad, vida y…

      Un barco surcaba el horizonte, con hileras de luces de colores en las cubiertas y bien perfilado contra la oscuridad de la noche. Un crucero o un ferry procedente de Italia. Se puso de puntillas, pero los aleros de madera le bloqueaban el paisaje.

      Tendría que salir para gozar por completo del cielo nocturno.

      Bajó en silencio por la escalera y giró con sigilo el pomo de la puerta que daba al patio, ansiosa por no despertar a Mark.

      De pie en el suelo de piedra, echó la cabeza atrás un segundo, perdida en la dicha de la brisa fresca que soplaba desde el mar. El olor de las flores y la resina de pino se mezclaba con el leve vestigio de cloro de la piscina.

      Las únicas luces eran las lámparas solares que había alrededor del aparcamiento y los escalones que llevaban hasta la casa. Pero al dirigirse con cuidado hacia el jardín lateral, incluso esas luces de fondo quedaron bloqueadas por la casa.

      Se detuvo, apoyó la espalda contra la pared y miró el cielo.

      Sin farolas o el resplandor de una ciudad, se hallaba maravillosamente oscuro y sin una nube, con una magnífica exhibición de estrellas que parecían de un brillo cegador en el aire puro. Incluso reconoció algunas constelaciones, aunque con una alineación diferente a las que conocía en Inglaterra.

      Suspiró con una profunda satisfacción, relajada.

      –¿Disfrutando del cielo despejado? No puedo culparte. Es bastante espectacular.

      El corazón se le salió prácticamente del pecho.

      En el extremo del patio había una tumbona y a medida que sus ojos se acostumbraban a la luz tenue, vio a Mark tumbado en ella con las manos unidas bajo la cabeza. Parecía completamente vestido y Lexi esperó que su fino pijama no fuera demasiado transparente.

      –Qué sorpresa –intentó mantener la voz ligera y jovial–. El famoso hombre de negocios es un astrónomo aficionado. Una cualidad más que añadir a tu currículum.

      Él emitió una risita entre dientes, ronca y vibrante.

      –Culpable –concedió–. Siempre lo he sido. Incluso durante una época tuve un telescopio. De ser necesario, seguro que mi hermana podría encontrarlo en alguna parte del desván. ¿Y qué me dices de ti?

      –Oh, es uno de mis muchos talentos –fue hacia él y vio que cerca había otra tumbona–. Esto está mejor –comentó después de echarse.

      Permanecieron unos minutos sin hablar, con el único sonido de las cigarras entre los olivos y alguna bocina esporádica a kilómetros de distancia.

      –No puedo decir que fuera una afición popular entre mi familia –prosiguió ella al rato–, pero las estrellas siempre me han fascinado. Aún recuerdo cuando en la escuela uno de los profesores nos dijo que cada estrella era en realidad un sol que, probablemente, tenía lunas y planetas girando alrededor. Desconocía lo que había iniciado –se rio entre dientes–. A partir de entonces arrastraba a mi madre en las frías noches de invierno por la puerta de atrás de nuestra pequeña casa londinense solo para contemplar el cielo. Recuerdo haberle preguntado si había gente como nosotros viviendo en esos planetas que giraban en torno a esas estrellas, y si nos miraban en ese mismo instante.

      –¿Qué te contestó? –murmuró Mark.

      –Que lo más probable era que hubiera criaturas y posiblemente seres inteligentes viviendo en esos planetas que orbitaban alrededor de soles que ni siquiera podemos ver, porque se encuentran tan lejos que la luz de esos mundos distantes todavía no nos ha alcanzado –hizo una pausa–. Lo cual me produjo un torbellino mental. Es una mujer inteligente mi madre.

      Salvo cuando se trataba de elegir maridos. Entonces era un desastre.

      –¿Sigues viviendo con ella en esa pequeña casa de Londres?

      –No. Me marché a comienzos de año… aunque aún vivimos en la misma zona. Yo paso mucho tiempo en el extranjero, pero cada pocos meses sacamos tiempo para ponernos al día. Las facturas de teléfono son enormes. Pero el sistema funciona bien. Hace poco volvió a comprometerse, de modo que los próximos meses serán una vorágine prenupcial –frunció los labios ante lo personal que se tornaba la conversación–. ¿Y tú, Mark? Háblame de tu casa de Londres.

      –Tengo


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