Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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sirvieron de base a la fantástica acusación lanzada contra un partido revolucionario al que un pueblo de 160 millones de almas se disponía a llevar al poder.

      Sin embargo, ¿cómo fueron a parar a la prensa los materiales de las averiguaciones preliminares, justamente en el momento en que el fracaso de la ofensiva de Kerenski en el frente empezaba a convertirse en catástrofe, y la manifestación de julio ponía de manifiesto en Petrogrado el irresistible avance de los bolcheviques? Uno de los iniciadores de la empresa, el fiscal Besarabov, relató posteriormente en la prensa, con toda sinceridad, que cuando se vio que el gobierno provisional se encontraba, en Petrogrado, absolutamente falto de fuerza armada en la que pudiera confiar, el mando de la zona decidió realizar una tentativa destinada a provocar una transformación psicológica en los regimientos con ayuda de un medio de eficacia segura. «Se comunicó lo esencial de los documentos a los representantes del regimiento de Preobrajenski, en los que, como pudieron comprobar los presentes, produjo una impresión abrumadora. A partir de ese momento se vio claramente que el gobierno disponía de un arma poderosa». Después de este experimento, coronado por un éxito tan notable, los conspiradores del Departamento de Justicia, del Estado Mayor y del contraespionaje, se apresuraron a comunicar su descubrimiento al ministro de Justicia. Pereverzev contestó que no era posible proceder a una comunicación oficial, pero que los miembros del gobierno provisional «no opondrían ningún obstáculo a la iniciativa particular». Se reconoció, no sin fundamento, que los nombres de los funcionarios judiciales y del Estado Mayor no eran los más apropiados para avalar la cosa; para poner en circulación la sensacional calumnia hacía falta «un político». Valiéndose de la iniciativa particular, los conspiradores encontraron sin dificultad la persona que necesitaban en Alexinski, ex revolucionario, diputado en la segunda Duma, orador chillón e intrigante apasionado, situado un tiempo en la extrema izquierda de los bolcheviques. A sus ojos, Lenin era un oportunista incorregible. Durante los años de la reacción, Alexinski fundó un grupo de extrema izquierda, a cuyo frente se mantuvo en la emigración, hasta la guerra, para ocupar, tan pronto se declaró esta última, una posición ultrapatriotera y dedicarse inmediatamente a la especialidad de señalar a todo el mundo como un agente al servicio del káiser. De acuerdo con los patrioteros rusos y franceses del mismo tipo, desarrolló en París una vasta actividad policíaca. La sociedad parisiense de periodistas extranjeros —esto es, de corresponsales de los países aliados y neutrales —, que era muy patriótica y nada retórica, se vio obligada a adoptar una resolución especial, declarando a Alexinski «calumniador impúdico» y a separarlo de sus filas. Alexinski, que llegó a Petrogrado con este atestado después de la Revolución de Febrero, intentó, en su calidad de ex hombre de izquierda, colarse en el Comité Ejecutivo. A pesar de toda su condescendencia, los mencheviques y los socialrevolucionarios, con su resolución del 11 de abril, le cerraron las puertas y le propusieron que intentara reivindicar su honorabilidad. Esto era fácil de decir. Alexinski, convencido de que deshonrar a los demás era más fácil que rehabilitarse a sí mismo, se puso en contacto con el contraespionaje y dio un gran vuelo a sus instintos de intrigante. Ya en la segunda mitad de julio, encerró en el círculo de su calumnia incluso a los mencheviques. El jefe de éstos, Dan, abandonando su actitud expectativa, publicó una carta de protesta en las Izvestia (22 de julio), órgano oficial de los soviets: «Es hora de poner término a las hazañas de un hombre que ha sido declarado oficialmente calumniador impúdico». ¿No se ve claramente que Fémida, inspirada por Yermolenko y Burstein, no podía hallar mejor intermediario entre ella y la opinión pública que Alexinski? Fue su firma la que adornó el documento acusador.

      Entre bastidores, los ministros socialistas, lo mismo que los dos ministros burgueses, Nekrasov y Tereschenko, protestaban de que se hubieran entregado documentos a la prensa. El mismo día en que fueron publicados, el 5 de julio, Pereverzev —del que ya antes de ese entonces no tenía ningún inconveniente el gobierno en librarse— se vio obligado a presentar la dimisión. Los mencheviques indicaban que esto era una victoria suya. Kerenski afirmaba posteriormente que el ministro había sido depuesto por la excesiva precipitación con que había hecho públicas las revelaciones, con lo cual dificultó la marcha de la instrucción. Con su salida, ya que no con su permanencia en el poder, Pereverzev, en todo caso, satisfizo a todo el mundo.

      Ese mismo día se presentó Zinóviev a la mesa del Comité Ejecutivo, que estaba reunido, y en nombre del Comité central de los bolcheviques exigió que se tomaran inmediatamente medidas para rehabilitar a Lenin y evitar las posibles consecuencias de la calumnia. La mesa no pudo negarse a que se nombrara una comisión investigadora. Sujánov escribe: «La misma comisión comprendía que lo que había que investigar no era la cuestión de la venta de Rusia por Lenin, sino únicamente las fuentes de que había salido la calumnia». Pero la comisión tropezó con la celosa rivalidad de los órganos judiciales y del contraespionaje, que tenían motivos fundados para no desear intromisiones ajenas en la esfera de su actividad. Cierto es que, antes de esa época, los órganos soviéticos prescindían sin dificultad de los gubernamentales cuando lo consideraban necesario. Pero los acontecimientos de julio imprimieron al poder una notable evolución hacia la derecha; además, la comisión soviética no se daba ninguna prisa a realizar una misión que se hallaba en contradicción manifiesta con los intereses políticos de sus representados. Los jefes conciliadores más serios, los mencheviques, se preocuparon únicamente de salvaguardar formalmente su participación en la calumnia, pero no iban más allá. En todos aquellos casos en que no se podía eludir la contestación directa, se apresuraban en pocas palabras a manifestar que ellos eran ajenos a la acusación; pero no daban ni un paso para apartar el puñal envenenado que se cernía sobre la cabeza de los bolcheviques. El patrón popular de esta política lo había dado en otros tiempos el procónsul romano Pilatos. Pero, ¿es que sin traicionarse a sí mismos podían obrar de otro modo? Sólo la calumnia contra Lenin apartó de los bolcheviques, en los días de julio, a una parte de la guarnición. Si los conciliadores hubieran luchado contra la calumnia, el batallón del regimiento de Ismail habría interrumpido verosímilmente la ejecución de La Marsellesa en honor del Comité Ejecutivo y se hubiera vuelto a su cuartel, por no decir al palacio de Kchesinskaya.

      En consonancia con la orientación general de los mencheviques, el ministro de la Gobernación, Tsereteli, que tomó sobre sí la responsabilidad de las detenciones de los bolcheviques efectuadas poco después, juzgó necesario, es verdad, bajo la presión de la minoría bolchevista, declarar, en la reunión del Comité Ejecutivo, que personalmente no sospechaba que los jefes bolchevistas fueran culpables de espionaje, pero que les acusaba de complot y de levantamiento armado. El 13 de julio, Líber, al presentar la resolución que, en el fondo, ponía al partido bolchevique fuera de la ley, consideró necesario hacer la siguiente reserva: «Personalmente, considero que la acusación lanzada contra Lenin y Zinóviev no tiene fundamento alguno». Estas declaraciones eran acogidas por todo el mundo silenciosa y sobriamente; a los bolcheviques les parecían de un carácter evasivo indigno, y los patriotas las juzgaban superfluas, pues eran desventajosas.

      El 17 de julio, Trotsky, en su discurso pronunciado en la reunión de ambos Comités ejecutivos, decía: «Se crea una atmósfera insoportable, en la cual os asfixiáis lo mismo que nosotros. Se lanzan sucias acusaciones contra Lenin y Zinóviev. (Una voz: “Es verdad”). (Rumores. Trotsky prosigue). Por lo visto, en la sala hay gente que ve con agrado esas acusaciones. Aquí hay gente que se ha acercado a la revolución por ser el sol que más calienta. (Rumores. El presidente intenta durante largo rato restablecer el orden a campanillazos). Lenin ha luchado por la revolución durante treinta años. Yo lucho desde hace veinte contra la opresión de las masas populares, y no podemos dejar de sentir odio al militarismo alemán... Sólo puede abrigar sospechas contra nosotros a ese respecto quien no sepa lo que es un revolucionario. He sido condenado por un tribunal alemán a ocho meses de cárcel, por mi lucha contra el militarismo germánico. Y esto lo sabe todo el mundo. No permitáis que nadie de los que están en esta sala diga que somos agentes a sueldo de Alemania, porque esa no es la voz de unos revolucionarios convencidos, sino la voz de la vileza. (Aplausos)». Así aparece descrito este episodio en la prensa antibolchevista de aquel entonces. Los periódicos bolchevistas habían sido ya suspendidos. Sin embargo, es necesario aclarar que los aplausos partían únicamente del sector izquierdista, muy reducido; parte de los diputados lanzaba aullidos de odio, la mayoría guardaba silencio. Así y todo, nadie, ni aun los agentes directos de Kerenski, subió


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