Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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cometidos por los ex funcionarios superiores del contraespionaje, inclusive los dos dirigentes de la institución, Schukin y Broy, auxiliares inmediatos del infeliz de Mironov. Una semana antes de la crisis de julio, el Comité Ejecutivo, bajo la presión de los bolcheviques, se dirigió al gobierno con la demanda de que se procediera inmediatamente a una revisión del contraespionaje, con la cooperación de representantes soviéticos. Los agentes del contraespionaje tenían motivos fundados o, mejor dicho, interesados, para asestar un golpe a los bolcheviques, cuanto más pronto y con cuanta mayor fuerza, mejor. El príncipe Lvov firmó, para ayudarles, una ley que daba al contraespionaje derecho a tener en la cárcel a los detenidos durante tres meses.

      El carácter de la acusación y de los propios acusadores, suscita inevitablemente la pregunta: ¿Cómo era posible que una gente normal pudiera dar crédito o fingir que lo daba a una falsedad deliberada y absurda a todas luces? El éxito del contraespionaje no hubiera sido, en efecto, posible, sin la atmósfera general creada por la guerra, las derrotas, el desastre económico, la revolución y el encarnizamiento de la lucha social. A partir del otoño de 1914, a las clases dominantes de Rusia todo les salía mal; el suelo vacilaba bajo sus pies, todo se les iba de las manos, una calamidad sucedía a otra. ¿Era posible que no se buscase al culpable? El ex fiscal de la Audiencia, Zavadski, recuerda que «en los días inquietos de la guerra, gente completamente normal se inclinaba a sospechar la existencia de la traición allí donde indudablemente no existía. La mayoría de los procesos de ese género, instruidos durante el período en que ejercía la fiscalía, resultaron completamente faltos de fundamento». Quien iniciaba esos procesos, paralelamente con el agente malintencionado, era el ciudadano neutro, que había perdido la cabeza. Pero muy pronto vino a unirse a la psicosis de la guerra la fiebre política prerrevolucionaria, y esta combinación empezó a dar frutos aún más absurdos. Los liberales, de concierto con los generales fracasados, buscaban por todas partes la mano alemana. La camarilla era considerada como germanófila. Los liberales estimaban que el grupo de Rasputín obraba de acuerdo con las instrucciones recibidas de Postdam. La zarina era acusada públicamente de espionaje: se le atribuía la responsabilidad, aun en los círculos palatinos, del hundimiento del buque en que el general Kitchener se dirigía a Rusia. Los elementos de la derecha, ni que decir tiene, no se quedaban atrás. Zavadski cuenta que el subsecretario del Interior, Bieletski, intentó, a principios de 1916, tramar un proceso contra Guchkov, la industria liberal, acusándole de «actos que, en tiempo de guerra, lindaban con la traición al Estado». Al denunciar las hazañas de Bieletski, Kurlov, que había sido también subsecretario del Interior, pregunta a su vez a Miliukov: «¿Con destino a qué trabajo honrado, útil a la patria, fueron recibidos por él 200.000 rublos “finlandeses”, remitidos por correo a nombre del portero de su casa?».

      Las comillas sobre la palabra «finlandeses» deben de indicar que se trataba de dinero alemán. Y, sin embargo, Miliukov gozaba de la reputación, completamente merecida, de germanófilo. En los círculos gubernamentales se consideraba probado que todos los partidos de oposición obraban con ayuda del dinero alemán. En agosto de 1915, cuando se esperaban disturbios con motivo de la proyectada disolución de la Duma el ministro de Marina, Grigorovich, considerado casi como liberal, decía en la reunión del gobierno: «Los alemanes realizan una campaña intensa y llenan de dinero a las organizaciones antigubernamentales». Los octubristas y los kadetes, que se indignaban ante esas insinuaciones, no reparaban, sin embargo, en desviarlas hacia la izquierda. El presidente de la Duma, Rodzianko, decía con ocasión del discurso semipatriótico, pronunciado por el menchevique Chjeidze, en los comienzos de la guerra: «Los hechos demostraron más tarde la proximidad de Chjeidze, respecto a los círculos alemanes». En vano se hubiera esperado, aunque no fuera más que una sombra de prueba.

      Miliukov dice en su Historia de la segunda revolución: «El papel desempeñado por la “mano oculta” en la revolución del 27 de febrero, no aparece claro; pero a juzgar por todos los acontecimientos posteriores, es difícil negarlo». Pedro von Struve, ex marxista y actualmente eslavófilo reaccionario, se expresa de un modo más decidido: «Cuando la revolución, preparada por Alemania, fue un hecho, Rusia abandonó de hecho la guerra». Para Struve, como para Miliukov, se trata, no de la Revolución de Octubre, sino de la de Febrero. Rodzianko, hablando del famoso «decreto número 1», la Carta Magna de la Libertad de los soldados, elaborada por los delegados de la guarnición de Petrogrado, escribía: «No dudé ni un momento del origen alemán del decreto número 1». El general Barkovski, jefe de una de las divisiones, contó a Rodzianko que del decreto número 1 «se mandó a sus tropas una enorme cantidad de ejemplares desde las fronteras alemanas». Guchkov, acusado en tiempos del zar de traición al Estado, al convertirse en ministro de la Guerra, se apresuró a endosar esta acusación a la izquierda. En una orden del día al ejército, dictada por Guchkov en abril, se decía: «Gente que odia a Rusia y que, indudablemente, se halla al servicio de nuestros enemigos, se ha infiltrado en el Ejército de operaciones, y con la insistencia característica del enemigo y, por las trazas, cumpliendo la misión que éste le ha encomendado, predica la necesidad de poner fin a la guerra lo más pronto posible». Con respecto a la manifestación de abril contra la política imperialista, escribe Miliukov: «La eliminación de los dos ministros (Miliukov y Guchkov), había sido dictada directamente por Alemania». Los obreros que participaron en la manifestación recibieron de los bolcheviques quince rublos diarios. El historiador liberal abría con la llave del oro alemán todos los enigmas con que tropezaba como político.

      Los socialistas patrióticos que acusaban a los bolcheviques, si no de agentes de aliados involuntarios de Alemania, se vieron envueltos en la misma acusación por parte de los elementos de la derecha. Ya hemos visto la opinión de Rodzianko sobre Chjeidze. El propio Kerenski no encuentra misericordia ante él: «Fue indudablemente él, por su secreta simpatía hacia los bolcheviques, o acaso por otras consideraciones, quien indujo al gobierno provisional» a permitir la entrada de los bolcheviques en Rusia. Esas «otras consideraciones» no podían significar más que el oro alemán. En sus curiosas Memorias, que han sido traducidas a varios idiomas, el general de la gendarmería, Spiridovich, después de señalar la abundancia de judíos en los círculos socialrevolucionarios dirigentes, añade: «Entre ellos brillaban también nombres rusos, tales como el del futuro ministro de Agricultura y espía alemán Víctor Chernov». No era sólo a ese gendarme a quien infundía sospechas el jefe del partido socialrevolucionario. Después de la represiones emprendidas en julio contra los bolcheviques, los kadetes, sin pérdida de tiempo, iniciaron una campaña contra el ministro de Agricultura, Chernov, como sospechoso de tener relaciones con Berlín, y el infortunado patriota no tuvo más remedio que dimitir su cargo para librarse de la acusación. En otoño de 1917, Miliukov, desde la tribuna del Preparlamento, hablando de las instrucciones que había dado el Comité Ejecutivo patriótico al menchevique Skóbelev para la participación en la Conferencia Socialista Internacional, demostraba, mediante un escrupuloso análisis sintáctico del texto, el evidente «origen alemán» del documento. Hay que decir que, en efecto, el estilo de las instrucciones, así como de toda la literatura conciliadora, era pésimo. Esa democracia retrasada, huérfana de pensamientos y de voluntad, que miraba asustada en torno suyo, acumulaba en sus escritos reserva sobre reserva y los convertía en una mala traducción de un idioma extranjero, de la misma manera que toda ella no era más que la sombra de un pasado ajeno. Ludendorff, claro está, no tenía la menor culpa de ello.

      El viaje de Lenin a través de Alemania abrió posibilidades inagotables a la demagogia patriotera. Pero como para demostrar de un modo más patente el papel secundario del patriotismo en su política, la prensa burguesa, que en el primer momento había acogido a Lenin con falsa benevolencia, emprendió una campaña desenfrenada contra su «germanofilia» únicamente cuando se dio cuenta claramente de su programa social: ¿La tierra, el pan y la paz? Esas consignas no podía haberlas traído más que de Alemania. En aquel entonces, nadie había hablado aún ni por asombro de las revelaciones de Yermolenko.

      Después de la detención en Halifax de Trotsky y otros emigrantes que regresaban de América, por el control militar del rey, la embajada británica en Petrogrado dio a la prensa una comunicación oficial en un inimitable lenguaje anglo-ruso: «Los ciudadanos rusos que iban en el vapor Christianiafjord fueron detenidos en Halifax, porque, según noticias del gobierno inglés, estaban complicados en un plan subvencionado por el gobierno alemán,


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