Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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después de la revolución ocurrida en la propia Alemania? ¡Cuán mísero e impotente apareció en el otoño de 1918, frente a los obreros y soldados alemanes, ese servicio de espionaje, que se suponía todopoderoso, de los Hohenzollern! «Los cálculos de nuestros enemigos al mandar a Lenin a Rusia, eran completamente acertados», dice Miliukov. Ludendorff aprecia de un modo completamente distinto los resultados de la empresa: «Yo no podía suponer —dice, justificándose—, que la revolución rusa se convertiría en la tumba de nuestro poderío». Esto no significa otra cosa sino que de los dos estrategas (Ludendorff, que autorizó el viaje de Lenin, éste, que aceptó la autorización), Lenin veía mejor y más lejos.

      «La propaganda enemiga y el bolchevismo —se lamenta Ludendorff en sus Memorias— perseguían los mismos fines en los límites de la nación alemana. Inglaterra dio a China el opio, nuestros enemigos nos dieron la revolución». Ludendorff atribuye a la Entente lo mismo de que Miliukov y Kerenski acusaban a Alemania. ¡Con tanto rigor se venga el sentido histórico ofendido! Pero Ludendorff no paró aquí. En febrero de 1931 anunció al mundo entero que detrás de los bolcheviques estaba el capital financiero internacional, sobre todo el judío, unido por la lucha contra la Rusia zarista y la Alemania imperialista. «Trotsky llegó de América a Petersburgo a través de Suecia, provisto de grandes recursos materiales procedentes de los capitalistas de todo el mundo. Las otras sumas de los bolcheviques las recibieron del judío Solmsen, de Alemania». (Ludendorffs Volkswarte, 15 de febrero de 1931). Por muy diferentes que sean las declaraciones de Ludendorff de las de Yermolenko, coinciden en un punto: una parte del dinero resulta que llegó de Alemania, aunque, a decir verdad, no procedía de Ludendorff, sino de su enemigo mortal Solmsen. Lo único que faltaba era este testimonio para rematar la cuestión de un modo estético.

      Pero ni Ludendorff, ni Miliukov, ni Kerenski inventaron la pólvora, aunque el primero la utilizó en gran escala. Solmsen tuvo en la historia muchos predecesores, tanto en calidad de judío como de agente alemán. El marqués Fersen, embajador sueco en Francia durante la gran revolución y partidario apasionado del poder real, del rey y, sobre todo, de la reina, mandó más de una vez a su gobierno de Estocolmo denuncias de este género: «El judío Efraín, emisario del señor Herzberg, de Berlín (ministro prusiano de Estado), les proporciona (a los jacobinos), dinero; hace poco recibieron 600.000 libras». El periódico moderado Las Revoluciones de París expresaba la suposición de que durante la transformación republicana «los emisarios de la diplomacia europea, tales como, por ejemplo, el judío Efraín, agente del rey de Prusia, se infiltraban en la masa movediza y variable...». El mismo Fersen denunciaba: «Los jacobinos habrían caído ya sin la ayuda de la chusma comprada por ellos». Si los bolcheviques hubieran pagado diariamente a los que tomaban parte en las manifestaciones, no habrían hecho más que seguir el ejemplo de los jacobinos, con la particularidad de que el dinero empleado en ambos casos en comprar a la «chusma» hubiera sido de origen berlinés. La analogía existente en el modo de obrar de los revolucionarios de los siglos XX y XVIII sería asombrosa si no se viera superada por la coincidencia, todavía más asombrosa, en la calumnia, por parte de sus enemigos. Pero no hay necesidad de limitarse a los jacobinos. La historia de todas las revoluciones y guerras civiles atestigua invariablemente que la clase amenazada o depuesta se inclinaba a buscar la causa de sus desventuras, no en ella misma, sino en los agentes y emisarios extranjeros. No sólo Miliukov, en calidad de sabio historiador, sino el mismo Kerenski, como lector superficial, no pueden dejar de ignorar esto. En cuanto políticos, sin embargo, se convierten en víctimas de su propia función contrarrevolucionaria.

      A pesar de esto, las teorías relativas al papel revolucionario de los agentes extranjeros, lo mismo que todos los extravíos colectivos típicos, tienen una base histórica indirecta. Consciente e inconscientemente, cada pueblo, en los períodos críticos de su existencia, se apropia audaz y ampliamente los tesoros de los demás pueblos. Además, a menudo desempeñan un papel dirigente en el movimiento progresivo hombres que viven en el extranjero o emigrantes que regresan a su país. Por esta razón, las nuevas ideas e instituciones aparecen a los sectores conservadores, ante todo, como productos exóticos, extranjeros. La aldea contra la ciudad, los pueblecillos contra las capitales, el pequeñoburgués contra el obrero, se defienden, en calidad de fuerzas nacionales, contra las influencias extranjeras. El movimiento de los bolcheviques era presentado por Miliukov como «alemán», en definitiva, obedeciendo a los mismos motivos por los que durante siglos consideraba el campesino ruso como alemán a toda persona vestida como en las ciudades. La diferencia consiste únicamente en que el campesino procede de buena fe.

      En 1918 y, por tanto, con posterioridad a la Revolución de Octubre, la oficina de prensa del gobierno norteamericano dio solemnemente a la publicidad una colección de documentos sobre las relaciones de los bolcheviques con los alemanes. Muchas personas ilustradas y perspicaces concedieron crédito a esa grosera falsificación, que no resistía a la más leve crítica, hasta que se descubrió que los originales de los documentos, que, según se decía, proceden de distintos países, estaban escritos en una misma máquina. Los falsarios no se mostraban muy escrupulosos para con los consumidores de sus documentos: por lo visto, estaban persuadidos de que la necesidad política de poner al desnudo a los bolcheviques ahogaría la voz de la crítica. Y no se equivocaban, pues por los documentos se les pagó bien. Sin embargo, el gobierno norteamericano, al que separaba de la arena de la lucha el océano, sentía solamente un interés secundario por el asunto.

      Pero, sea como sea, ¿por qué aparece tan indigente y uniforme la calumnia política? Porque la psicología social es económica y conservadora. No hace más esfuerzos de los que necesita para sus fines, prefiere tomar prestado lo viejo cuando no se ve obligada a construir algo nuevo y aun, en este último caso, combina los elementos de lo viejo. Las nuevas religiones no han creado nunca una mitología propia, sino que se han limitado a transformar las supersticiones del pasado. De la misma manera se han creado los sistemas filosóficos, las doctrinas del Derecho y de la moral. Los hombres, aun los criminales, se desarrollan de un modo tan armónico como la sociedad que los educa. La fantasía audaz convive dentro de un mismo cráneo con la tendencia servil a las fórmulas hechas. Las audacias más insolentes se concilian con los prejuicios más groseros. Shakespeare alimentaba su obra creadora con argumentos que habían llegado hasta él desde la profundidad de los siglos. Pascal demostraba la existencia de Dios con ayuda del cálculo de probabilidades. Newton describió las leyes de la gravedad y creía en el Apocalipsis. Desde que Marconi instaló la telefonía sin hilos en la residencia del Papa, el representante de Cristo difunde por medio de la radio la bendición mística. En tiempos normales, estas contradicciones no salen del estado latente. Pero durante las catástrofes adquieren una fuerza explosiva. Cuando se trata de una amenaza a los intereses materiales, las clases ilustradas ponen en movimiento todos los prejuicios y extravíos que la Humanidad arrastra en pos de sí. ¿Se puede ser muy exigente con los dueños derribados de la antigua Rusia por haber elaborado la mitología de su caída mediante lo que, poco escrupulosamente, habían tomado prestado a las clases derribadas anteriormente? Hay que reconocer, sin embargo, que el hecho de que Kerenski, muchos años después de los acontecimientos, resucite en sus Memorias la versión de Yermolenko, parece, en todo caso, superfluo.

      La calumnia de los años de guerra y revolución, ya lo hemos dicho, asombra por su monotonía. Sin embargo, hay una diferencia. De la cantidad acumulada se obtiene una nueva calidad. La lucha de los demás partidos entre sí parecía casi una disputa de familia en comparación con su campaña común contra los bolcheviques. En las reyertas entre sí parecía como si se entrenaran únicamente para otra lucha, de carácter decisivo. Aun al lanzarse mutuamente la acusación de estar en contacto con los alemanes, nunca llevaban las cosas hasta las últimas consecuencias. Julio nos ofrece otro espectáculo. En su ataque contra los bolcheviques, todas las fuerzas dominantes: gobierno, justicia, contraespionaje, Estados Mayores, funcionarios, municipios, partidos de la mayoría soviética, su prensa, sus oradores, constituyen un todo único y grandioso. Las mismas divergencias entre ellos, al igual que la diversidad de instrumentos en una orquesta, no hacen más que aumentar el efecto general. La invención absurda de dos sujetos despreciables se convierte en un factor de importancia histórica. La calumnia se despeña como el Niágara. Si se toma en consideración la situación de entonces —la guerra y la revolución— y el carácter de los acusados, caudillos revolucionarios de millones de


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