Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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en caso contrario, con renunciar al mando. El telegrama secreto apareció inmediatamente en la prensa: Kornílov se había preocupado de que la gente se enterara de su existencia. El generalísimo Brusílov, más prudente y evasivo, escribía a Kerenski: «Las lecciones de la Gran Revolución francesa, olvidadas, en parte, por nosotros, hacen, sin embargo, recordar imperiosamente su existencia». Las lecciones consistían en que los revolucionarios franceses, después de haber intentado inútilmente transformar el ejército, basándose «en los principios de humanidad», habían adoptado la pena de muerte, «y sus banderas victoriosas recorrieron medio mundo». Fuera de esto, nada más habían leído los generales en el libro de la Revolución.

      El 12 de julio, el gobierno restableció la pena de muerte «durante la guerra, para los que cometan ciertos crímenes graves». Sin embargo, el jefe del frente septentrional, Klembovski, escribía tres días después: «La experiencia ha demostrado que aquellas partes del ejército que han recibido muchos refuerzos, han hecho evidente su completa incapacidad combativa. El ejército no puede ser sano, si la base de donde parten los refuerzos está podrida». Esa base podrida era el pueblo ruso.

      El 16 de julio convocó Kerenski en el Cuartel General una conferencia de jefes, con participación de Tereschenko y Savinkov. Kornílov no estaba presente: en su frente la retirada continuaba a toda marcha y no cesó hasta unos días después, cuando los propios alemanes se detuvieron en la antigua frontera nacional. Los nombres de los que intervinieron en la conferencia —Brusílov, Alexéiev, Ruski, Klembovski, Denikin, Romanovski— resonaban como el eco de una época hundida para siempre en el abismo. Por espacio de cuatro meses, estos generales habían tenido la sensación de ser poco menos que unos cadáveres. Ahora, al sentirse revivir, recompensaban impunemente con rencorosos capirotazos al ministro presidente, considerado por ellos como la encarnación de la revolución.

      Según los datos del Cuartel General, el ejército del frente sudoccidental había perdido cerca de 56.000 hombres en el período comprendido entre el 18 de junio y el 6 de julio, número insignificante de víctimas en una guerra de las proporciones de aquélla. Pero las dos revoluciones, la de Febrero y la de Octubre, resultaron mucho más baratas. ¿Qué dio la ofensiva de los liberales y conciliadores, como no fuera la muerte, la destrucción y calamidades sin cuento? Las conmociones sociales del año 1917 transformaron la faz de la sexta parte del globo y entreabrieron nuevas posibilidades a la humanidad. Las crueldades y horrores de la revolución, que no queremos negar ni atenuar, no llueven del cielo, sino que son inseparables de todo desarrollo histórico.

      Brusílov informó de los resultados de la ofensiva iniciada un mes antes: «Fracaso completo». La causa de ello residía en que «los jefes, desde el comandante de compañía hasta el generalísimo, no tenían ningún poder». No dice cómo y por qué lo perdieron. Por lo que se refiere a las operaciones futuras «no podemos prepararnos para las mismas antes de la primavera». Klembovski, después de insistir, lo mismo que otros, en la necesidad de las medidas represivas, apresuróse a expresar sus dudas respecto a su eficacia. «¿La pena de muerte? Pero, ¿acaso se puede ejecutar a divisiones enteras? ¿Someter a Consejo de Guerra? Entonces, la mitad del ejército irá a parar a Siberia...». El jefe del Estado Mayor informó: «Cinco regimientos de la guarnición de Petrogrado han sido licenciados. Se entrega a los tribunales a los agitadores. Cerca de 90.000 hombres serán retirados de Petrogrado». Estas declaraciones fueron acogidas con satisfacción. Nadie pensó en las consecuencias que traería aparejadas la evacuación de la guarnición de Petrogrado.

      «¿Los comités? —decía Alexéiev—. Es preciso destruirlos. La historia militar, que cuenta con miles de años de existencia, ha elaborado sus leyes. Al querer vulnerarlas hemos sufrido un fiasco». Ese hombre entendía por leyes de la historia el reglamento. «Los hombres —decía jactanciosamente Ruski— marchaban a la muerte tras las viejas banderas como si fueran en pos de algo sagrado. Ahora marchan tras las banderas rojas; pero cuerpos de ejército enteros se han rendido». El valetudinario general olvidaba lo que él mismo decía, en agosto de 1915, al Consejo de ministros: «Las exigencias modernas de la técnica militar se hallan fuera de nuestro alcance; en todo caso, no podremos llegar al nivel de los alemanes». Klembovski subrayó maliciosamente que el ejército, a decir verdad, no lo habían destruido los bolcheviques, sino «otros», «gentes que no comprendían la manera de ser del ejército» al implantar una legislación militar detestable. Había en esto una alusión directa a Kerenski. Denikin atacó a los ministros de un modo más resuelto: «Sois vosotros los mismos que habéis hundido en el cieno nuestras gloriosas banderas de combate, los que debéis levantarlas si tenéis conciencia». ¿Y Kerenski? Kerenski, sobre el que pesaba la sospecha de carecer de conciencia, da humildemente las gracias al soldadote por su «opinión expresada de un modo tan franco y tan digno». ¿La declaración de los derechos del soldado? «Si yo hubiera sido ministro cuando fue elaborada, la declaración no se habría publicado. ¿Quién fue el primero en sofocar el motín de los fusileros siberianos? ¿Quién fue el primero que vertió la sangre para apaciguar a los rebeldes? Mi representante, mi comisario». El ministro de Estado, Tereschenko, dice por vía de consuelo: «Nuestra ofensiva, a pesar de su fracaso, ha aumentado la confianza de los aliados respecto de nosotros». ¡La confianza de los aliados! ¿Acaso no gira para esto la Tierra alrededor de su eje?

      «En la actualidad, los oficiales son el único reducto de la libertad y de la revolución», dice Klembovski. «El oficial no es un burgués —aclara Brusílov—, sino un verdadero proletario». El general Ruski completa: «También los generales son proletarios». Destruir los comités, restaurar el poder de los antiguos jefes, desterrar la política, es decir, la revolución, del ejército, tal es el programa de los proletarios con grado de general. Kerenski no hace objeción alguna al programa en sí. Lo único que le preocupa es el plazo de realización del mismo. «Por lo que se refiere a las medidas propuestas —dice—, creo que ni el mismo general Denikin insistirá en su aplicación inmediata». Casi todos los generales eran unas grises mediocridades. Pero no podían dejar de decirse: «Éste es el lenguaje que hay que emplear con estos señores».

      Como resultado de la conferencia se introdujeron modificaciones en el mando supremo. El dúctil e influenciable Brusílov, designado en lugar del prudente oficinista Alexéiev, que había hecho objeciones a la ofensiva fue destituido y, en su lugar, fue nombrado el general Kornílov. Los motivos de la modificación no fueron explicados de un modo igual; a los kadetes se les prometió que Kornílov instauraría una disciplina férrea; a los conciliadores se les aseguró que Kornílov era amigo de los comités y de los comisarios: el propio Savinkov respondía de sus sentimientos republicanos. Como respuesta a la elevada designación con que se le honraba, el general mandó un nuevo ultimátum al gobierno, en el cual anunciaba que aceptaba el nombramiento sólo con las condiciones siguientes: «Responsabilidad ante su propia conciencia y ante el pueblo, exclusivamente; ninguna intervención en el nombramiento del alto mando; restablecimiento de la pena de muerte en el interior». El primer punto suscitaba dificultades; Kerenski había empezado ya a «responder ante su propia conciencia y ante el pueblo», y en este aspecto no había rivalidad posible. El telegrama de Kornílov fue publicado en el periódico liberal de más circulación. Los políticos reaccionarios prudentes fruncieron el ceño. El ultimátum de Kornílov era un ultimátum del partido kadete, traducido al lenguaje indiscreto de un general cosaco. Pero el cálculo de Kornílov era justo: el carácter desmesurado de las pretensiones consignadas en el ultimátum y la insolencia del tono de este último provocaron el entusiasmo de todos los enemigos de la revolución y, en primer lugar, de la oficialidad. Kerenski quería destituir inmediatamente a Kornílov, pero no halló apoyo alguno en su gobierno. En fin de cuentas, Kornílov, siguiendo el consejo de sus inspiradores, accedió a reconocer, en una aclaración verbal, que por responsabilidad ante el pueblo entendía la responsabilidad ante el gobierno provisional. El resto del ultimátum fue aceptado con reservas de escasa importancia. Kornílov fue nombrado generalísimo. Al mismo tiempo, se designó al ingeniero militar Filonenko como comisario cerca del generalísimo, y Savinkov, ex comisario del frente sudoccidental, fue puesto al frente de la administración del Ministerio de la Guerra. El primero era una figura accidental; el segundo contaba con un gran pasado revolucionario; ambos eran aventureros de pies a cabeza, dispuestos a todo, como Filonenko, o, por lo menos, a mucho, como Savinkov. Su estrecha relación con Kornílov, que favoreció la rápida


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