Historia de la Revolución Rusa Tomo I. Leon Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I - Leon  Trotsky


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sin revolución.

      En otoño, la situación se agravó más aún. Ahora todo el mundo estaba convencido de que era inútil proseguir la guerra, y la indignación de las masas populares amenazaba con desbordarse a cada momento. Los liberales, al mismo tiempo que atacaban al partido palatino por su «germanofilia», creían necesario tantear las posibilidades de paz, preparando así su porvenir. Sólo de este modo se explican las negociaciones celebradas en Estocolmo, en el otoño de 1916, por uno de los jefes del «bloque progresivo», el diputado Protopopov, con el diplomático alemán Warburg. La delegación de la Duma, que hizo sendas visitas de amistad a los franceses y a los ingleses, pudo convencerse sin esfuerzo, lo mismo en París que en Londres, de que los queridos aliados estaban dispuestos a sacar a Rusia, mientras durase la guerra, el mayor jugo vital posible, para después de la victoria convertir a este país atrasado en terreno propicio para su explotación económica. La vieja Rusia, deshecha y a remolque de los aliados victoriosos, hubiera vivido una existencia colonial. A las clases poseedoras rusas no les quedaba más recurso que pugnar por desprenderse de aquellos abrazos excesivamente apretados de la «Entente» y buscar por su cuenta un camino que les llevase a la paz, aprovechándose del antagonismo que reinaba entre los dos bandos más poderosos. La entrevista del presidente de la delegación de la Duma con el diplomático alemán, primer paso dado en este sentido, quería ser, además, una amenaza para los aliados, con el fin de coaccionarlos a hacer concesiones, y un tanteo de la posibilidad de establecer una inteligencia con Alemania. Protopopov no sólo obraba de acuerdo con la diplomacia zarista —la entrevista se celebró en presencia del embajador ruso en Suiza—, sino que su gestión iba avalada por toda la delegación de la Duma nacional. De paso, los liberales perseguían un objetivo interior no menos importante: «Confía en nosotros —daban a entender al zar— y le conseguiremos una paz por separado, mejor y más firme que Sturmer». Según los planes de Protopopov, es decir, de sus mandantes, el gobierno ruso debería notificar a los aliados, «con algunos meses de anticipación», que se veía obligado a poner fin a la guerra, y que si ellos se negaban a entablar negociaciones de paz, Rusia tendría que firmar un armisticio por separado con Alemania. En una confesión escrita ya después de la revolución, Protopopov dice, como si hablase de una cosa muy natural: «Toda la gente razonable del país, incluyendo a casi todos los líderes del partido de la “libertad del pueblo”6, estaban persuadidos de que Rusia no se hallaba en condiciones de continuar la guerra».

      El zar, a quien Protopopov, a su regreso, dio cuenta del viaje y del resultado de sus negociaciones, se mostró en absoluto conforme con la idea de una paz por separado. Lo que no veía era que hubiese ningún motivo para asociar a los liberales a la empresa. El que Protopopov, rompiendo —dicho sea de paso— con el bloque progresivo, entrase de pronto a formar parte de la camarilla palaciega, tenía su explicación en el carácter personal de ese necio vanidoso, enamorado, según propia declaración, del zar, de la zarina, y, al mismo tiempo, de la cartera de ministro de Hacienda, que se le caía del cielo cuando menos la esperaba. Pero este episodio de la traición cometida por Protopopov contra el liberalismo no hizo variar en un ápice el sentido general que informaba la política exterior de los liberales, mezcla de codicia, cobardía y felonía.

      El 1 de noviembre volvió a reunirse la Duma. La tensión reinante en el país era ya insoportable; todo el mundo esperaba que la Duma tomase alguna resolución decisiva. Era preciso hacer o, por lo menos, decir algo. El «bloque progresivo» se vio obligado a recurrir nuevamente a los ritos parlamentarios. Miliukov, enumerando desde la tribuna los principales actos del gobierno, los glosaba una y otra vez con esta pregunta: «¿Es imbecilidad o es traición?». Hubo también otros diputados que dieron la nota alta. El gobierno no encontró apenas defensores, pero contestó a su modo: prohibiendo que los discursos pronunciados en la Duma fueran publicados por la prensa. Por esta razón hubieron de imprimirse en tiradas aparte, distribuyéndose por millones de ejemplares. Apenas había oficina pública, lo mismo en el interior del país que en el frente, donde no se copiasen estos discursos, muchas veces con interpolaciones y añadidos, a tono con el temperamento del copista. La resonancia de los debates del 1 de noviembre en todo el país fue tal que asustó a los propios acusadores.

      Un grupo de elementos de la extrema derecha, burócratas de raza, inspirados por Durnovo, el pacificador de Moscú en la revolución de 1905, dio al zar una nota que era en aquellos momentos todo un programa. El ojo avezado de aquellos funcionarios expertos que habían cursado en una escuela policiaca seria, no dejó de percibir el peligro, y si su receta no dio resultado, fue únicamente porque para la dolencia que sufría el viejo régimen no había cura. Los autores de la nota se pronunciaban en contra de toda concesión a la oposición burguesa, no porque los liberales quisieran ir demasiado lejos, como pensaban las vulgares «centenas negras», a los que miraban por encima del hombro los reaccionarios de las altas esferas gubernamentales; no, sino porque los liberales «son tan débiles, se hallan tan divididos y, digámoslo francamente, son tan ineptos, que su triunfo sería tan efímero como inconsistente». La debilidad del partido principal de la oposición, el «demócrata constitucional» (kadetes) —seguía diciendo la nota—, se revelaba ya en su mismo nombre: se titulaba demócrata, siendo como era burgués por esencia; hallándose como se hallaba en buena parte integrado por terratenientes liberales, inscribía en su programa el rescate obligatorio de las tierras. «Si se les quitan esas cartas tomadas de las barajas de otro —escribían los consejeros secretos del zar, usando las imágenes que les eran habituales—, los kadetes quedan reducidos a una asociación numerosa de abogados, profesores y funcionarios liberales de los distintos departamentos del Estado». Los revolucionarios eran ya otra cosa. La nota reconoce, aunque rechinando los dientes, la importancia de los partidos revolucionarios: «El peligro y la fuerza de estos partidos consiste en que tienen una idea, dinero (!), y masas bien dispuestas y organizadas». Los partidos revolucionarios «pueden contar con las simpatías de una mayoría aplastante de campesinos, que seguirán al proletariado tan pronto como los caudillos revolucionarios apunten a las tierras de los señores». ¿Qué se conseguiría, en estas condiciones, con instaurar un ministerio responsable? «La desaparición completa y definitiva del partido de las derechas, la absorción paulatina de los partidos intermedios: centro, conservadores, liberales, octubristas y progresistas, por el partido de los kadetes, que, de este modo, adquiriría, por fin, una importancia decisiva dentro del plan. Pero pronto los kadetes se verían amenazados por la misma suerte... ¿Y luego, qué? Pues luego entrarían en acción las masas revolucionarias, sería llegado el momento de la Comuna, caería la dinastía, se derrumbarían las clases poseedoras y, por fin, entraría en escena el bandido campesino». No se puede negar que, en estas líneas, el récord reaccionario policiaco se remonta hasta alturas de singular sagacidad.

      En cuanto a las medias propuestas, el programa de la nota no es nuevo pero sí consecuente: un gobierno integrado de partidarios implacables de la autocracia; supresión de la Duma; declaración del estado de sitio en las dos capitales; aprontamiento de fuerzas para sofocar la rebelión. En el fondo, no fue otro el programa que sirvió de base a la política del gobierno durante los últimos meses que precedieron a la revolución. Mas la eficacia de este programa presuponía una fuerza que Durnovo había tenido en sus manos en el invierno de 1905 pero que ya no existía en el otoño de 1917. Por eso, la monarquía no tenía más remedio que hacer todo lo posible por estrangular al país por debajo de cuerda y hacerlo pedazos. El ministerio fue renovado, dándose entrada a hombres de confianza incondicionalmente adictos al zar y a la zarina. Pero estos hombres «de confianza», y el primero de todos el tránsfuga Protopopov, eran nulidades lamentables. La Duma no fue disuelta, sino que volvieron a suspenderse sus sesiones. Las declaraciones del estado de sitio en Petrogrado se aplazó hasta el instante en que ya la revolución se vieron arrastradas automáticamente al campo rebelde. Todo esto se puso de manifiesto ya a los dos o tres meses.

      Entretanto, el liberalismo hacía los últimos esfuerzos desesperados por salvar la situación. Todas las organizaciones de la gran burguesía apoyaron los discursos pronunciados en noviembre por la oposición desde la tribuna de la Duma con una serie de declaraciones. La más insolente fue la resolución votada el 9 de diciembre por la «Unión de Municipios Urbanos»: «Unos cuantos criminales irresponsables, unos cuantos fanáticos, quieren llevar a Rusia al desastre, a la ignominia y a la esclavitud». En este mensaje se invitaba a la Duma nacional a «que no


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